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— Es interesante. ¿Cuán profunda penetra la grieta en la corteza lunar? — dijo Sokolovsky. A él, como geólogo, no le interesaba la suerte de la Luna, sino las posibilidades de penetrar casi hasta el centro del planeta.

Tiurin aprobó efectuar esta expedición.

Empezamos a discutir el plan de acción. Tiurin propuso descender lentamente con el cohete-vagón por la inclinada pendiente de la grieta, frenando el descenso por medio de explosiones.

— Se pueden hacer paradas y mediciones de la temperatura — dijo.

Pero Sokolovsky consideró que este descenso sería difícil e incluso peligroso. Además, al hacerlo despacio, se gastaría demasiado carburante.

— Mejor será descender directamente hasta el fondo. En la vuelta se pueden hacer dos o tres paradas, en caso de hallar lugar adecuado para ello.

Sokolovsky era nuestro capitán y Tiurin, por esta vez, tuvo que conformarse. Sólo pidió que no descendiera demasiado aprisa y que lo hiciera acercándose todo lo posible al borde de la grieta para poder examinar la composición geológica del declive.

Y así empezamos el descenso.

El cohete se elevó sobre el negro abismo de la hendidura y, describiendo un semicírculo, empezó a descender. El sol, que estaba ya bastante alto, iluminaba parte del declive hasta una profundidad considerable. Pero la pendiente contraria de la grieta aún no se veía. El cohete iba perdiendo altura, inclinándose más y más. Nos teníamos que echar hacia atrás, apoyando los pies. Tiurin fotografiaba.

Vimos unas rocas negras, casi lisas. Algunas veces parecían azuladas. Luego aparecían rojizas, amarillas, con matices verdosos. Yo interpreté esto como una señal del hecho que aquí la atmósfera tardó más en desaparecer y los metales, sobre todo el hierro, sufrieron una mayor influencia del oxígeno y, como en la Tierra, se oxidaron. Más tarde Tiurin y Sokolovsky confirmaron mi suposición.

De pronto nos sumergimos en una profunda oscuridad. El cohete entró en la zona de sombra. El cambio fue tan brusco que al principio quedamos como ciegos. El cohete giró a la derecha. En la oscuridad era peligroso volar cerca de las rocas. Se encendieron las luces de los proyectores. Dos tentáculos de luz escudriñaban en la oscuridad sin encontrar dónde posarse. El descenso se hizo más lento. Pasaban los minutos y continuábamos volando en el vacío. Si no fuera por la ausencia de las estrellas, se podría decir que volábamos en el espacio interplanetario. Inesperadamente, la luz del proyector resbaló por una afilada peña. Sokolovsky disminuyó aún más la velocidad de vuelo. Los proyectores iluminaban las angulosas capas de estratos. A la derecha se presentó una pared. Giramos a la izquierda. Pero también allí nos encontramos con una pared. Ahora volábamos por un estrecho cañón. Montones de puntiagudas piedras se acumulaban por todos lados. No había dónde asentar la nave. Volábamos kilómetros y más kilómetros, pero el desfiladero no se ensanchaba.

— Me parece que tendremos que contentarnos con este examen y elevarnos de nuevo — dijo Sokolovsky.

En él recaía toda la responsabilidad de nuestras vidas y de la integridad del cohete: no quería arriesgarse. Pero Tiurin puso su mano en la suya, como si le prohibiera con este gesto actuar con la palanca de altura.

El vuelo se prolongó una hora, dos, tres…, no puedo decirlo con exactitud.

Al fin vimos una plazoleta, bastante inclinada por cierto, pero en la cual, a pesar de todo, pudimos posarnos. El cohete se paró en el espacio, luego, despacio, fue bajando. ¡Detención! La nave «alunizó» con una inclinación de unos treinta grados.

— Bien — dijo Sokolovsky—. Conseguimos llegar, pero no sé cómo vamos a salir de aquí.

— Lo importante, es que hemos alcanzado nuestro objetivo — respondió Tiurin.

Ahora no quería pensar en nada más y se ocupó en medir la temperatura del suelo. Con inmenso placer comprobó que el termómetro marcaba una temperatura de ciento cincuenta grados bajo cero. No era una temperatura demasiado alta, pero de todos modos parecía que sus hipótesis se justificaban.

Y el geólogo ya estaba picando con su martillo. De él salían chispas, pero ni un solo pedazo de roca se desprendía. Al final, cansado por su vano trabajo, se levantó y acercando su escafandra a la mía, dijo:

— Hematites puras. Lo que podía esperarse. Habrá que contentarse con fragmentos ya rotos. — Y se puso a buscar muestras por los alrededores.

Miré arriba y vi las estrellas, franjas de la Vía Láctea y los bordes radiantes de nuestra grieta vivamente iluminados con fulgores de diferentes colores. Luego dirigí la mirada hacia donde iluminaban los proyectores del cohete. Me pareció que cerca de una pequeña hendidura de la pared la luz oscilaba. Me acerqué al agujero. Verdaderamente, una corriente imperceptible casi de gas o vapor salía de las profundidades. Para comprobar si era verdad, recogí un puñado de cenizas y lo tiré al agujero. La ceniza saltó hacia un lado. Esto se ponía interesante. Encontré una piedra cerca del abismo y la tiré a él, para que el temblor del suelo llamara la atención de mis compañeros y vinieran hacia mí. La piedra cayó al abismo. Pasaron al menos diez segundos, antes que yo sintiera un leve temblor del suelo. Luego le siguió otro, un tercero, cuarto…, más y más fuertes. No podía comprender que estaba sucediendo. Algunas sacudidas eran tan fuertes que la vibración del suelo se transmitía a todo el cuerpo. De pronto vi cómo una enorme roca pasaba cerca de mí. Al pasar por una franja de luz, brilló como un meteorito y desapareció en el oscuro abismo. Las peñas temblaban. Comprendí que había cometido una fatal equivocación. Sucedió lo mismo que en las montañas, cuando la caída de un pequeño guijarro provoca inmensos desprendimientos de rocas. Y he aquí que ahora caían de todas partes piedras, rocas y trozos de peñas. Se precipitaban golpeando en las rocas, saltando, chocando unas con otras soltando chispas… Si nos hubiéramos encontrado en la Tierra, habríamos oído un tronido, un estruendo parecido a cañonazos repercutido interminablemente por el eco de las montañas. Pero aquí no había aire y por eso reinaba un silencio absoluto. El sonido, más exactamente, la vibración del suelo, se transmitía únicamente a través de los pies. Era imposible adivinar hacia dónde correr, de dónde vendría el peligro… Helado de espanto, seguramente habría muerto de miedo si no hubiera visto a Sokolovsky que frenéticamente agitaba sus brazos desde la plazoleta en la que estaba la nave para que fuera hacia allá. ¡Sí! ¡Claro! ¡Sólo el cohete podía salvarnos!

De algunos saltos llegué al cohete, sin parar salté a la plataforma y, al instante, Sokolovsky tiró de la palanca. Bruscamente fuimos echados hacia atrás y durante algunos minutos volamos con las piernas hacia arriba, tan brusca era la subida, la posición casi vertical que Sokolovsky había dado al cohete. Fuertes explosiones en las toberas del cohete lo hacían estremecer.

El geólogo dirigió el cohete en ascenso hacia la derecha, lejos de la vertiente de la grieta. ¡Era asombroso cómo podía dirigir el cohete en posición tan incómoda! Juzgando por su entereza, era un hombre experimentado, que no perdía nunca el dominio de sí mismo. Y, sin embargo, parecía un sencillo hombre «de su casa» chistoso y alegre.

Sólo cuando nuestra nave entró en el espacio iluminado por el sol y se alejó lo bastante del borde del desfiladero, disminuyó Sokolovsky la velocidad y el ángulo de vuelo.

Tiurin subió a la butaca y frotó la escafandra. Por lo visto el profesor se había magullado la nuca.

Como a menudo sucede en las personas que acaban de pasar un gran peligro, nos sobrevino de repente una alegría nerviosa. Nos mirábamos unos a otro a través de las escafandras y nos reíamos, reíamos…

Tiurin señaló hacia el iluminado declive de la grieta lunar. La casualidad nos brindaba una plazoleta para tomar tierra. ¡Y qué plazoleta! Ante nosotros había una enorme terraza, en la cual sin grandes trabajos podrían alojarse docenas de naves. Sokolovsky giró el cohete y muy pronto corríamos por él sobre las ruedas, como en una pista de asfalto. Rodando casi hasta la misma pared, nos paramos. La pared rocosa o férrea tenía unas grietas enormes en sentido vertical. En cada una grietas enormes en sentido vertical. En cada grieta podrían haber entrado varios trenes.

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