«Yo tomé parte en las pruebas de un aerotrineo de nuevo tipo — decía la voz—. Las condiciones en que se efectuaron eran bastante difíciles: había que recorrer centenares de kilómetros de tundra más allá del círculo Polar.
Yo era el jefe de la expedición y dirigía la columna, íbamos directamente hacia el norte.
Era de noche. La aurora boreal no brillaba en el cielo. Tan sólo los faros iluminaban el camino. La temperatura alcanzaba los cincuenta grados bajo cero. A nuestro alrededor se veía sólo la nevada llanura.
Viajamos dos días guiándonos por la brújula.
De pronto me pareció que el cielo en el horizonte se había iluminado.
— Empieza la aurora boreal. Será más alegre el viaje — dijo el que llevaba nuestro trineo.
A la media hora el horizonte se iluminó más vivamente.
— Extraña aurora boreal — comenté dirigiéndome a mi compañero—. Noto la ausencia absoluta de difuminación de la luz. Y de los colores. Generalmente las auroras boreales empiezan con un color verdoso, después pasa al rosa de diversos matices. Y esta luz parece la del alba, y además completamente inmóvil. Esta sólo va en aumento gradualmente y pasa del rosado al blanco a medida que vamos avanzando.
— ¿Puede ser que sea luz zodiacal? — dijo mi acompañante.
— No es posible ni por el lugar, ni por el tiempo. Y no es parecida; mire la estela de luz va casi desde el cenit hasta el horizonte, ensanchándose gradualmente como un cono.
Nos apasionamos tanto en observar el maravilloso fenómeno celeste que no vimos cómo avanzábamos hacia un profundo valle de abrupta pendiente y por poco no rompimos los patines del trineo.
Después de algunos minutos, a la salida del valle, notamos un aumento de la temperatura. El termómetro marcaba treinta y ocho grados bajo cero, cuando tan sólo una hora antes marcaba cincuenta.
— ¿Puede ser que esta luz irradie calor? — dije yo.
— Si es así, es completamente inexplicable — replicó mi compañero—. ¡Una columna de luz calentando la tundra!
La columna estaba en el camino de nuestra ruta y no había otro remedio que marchar hacia aquel cono luminoso y averiguar, si fuere posible, lo que pasaba.
Nos pusimos en marcha y, de pronto, subió aún más la temperatura y el tono de la luz se hizo más vivo. Pronto apagamos los faros; no había necesidad de ellos. Luego observamos que aumentaba la corriente de aire hacia el cono de luz y que en la parte superior de éste se distinguía un brillante foco luminoso en forma de hoz, como el creciente de Venus observado a través de unos prismáticos.
¡Vaya! A medida que nos íbamos acercando el enigma no se aclaraba, sino que se hacía cada vez más embrollado.
— Esta luz… Es sorprendente, pero me recuerda la luz del sol — dijo mi camarada con perplejidad.
Muy pronto se hizo tan claro como en pleno día. Pero a la derecha, a la izquierda y detrás estaba oscuro, y más lejos era noche cerrada. El viento, arrastrándose a ras del suelo, aumentaba levantando polvo de nieve. Continuamos el camino en medio de un simún de nieve.
Sin embargo, la temperatura aumentaba precipitadamente.
— Menos treinta… Veinticinco… Diecisiete… Nueve… — comunicaba mi acompañante—. Cero… Dos grados sobre cero… ¡Y esto después de cincuenta bajo cero! Ahora comprendo el porqué del viento. Por lo visto esta «columna solar» calienta el suelo y de ello resulta un gran cambio de temperaturas. El aire frío afluye por debajo hacia la zona templada y encima, seguramente, hay una corriente inversa de aire caliente.
Nos acercábamos al límite en el cual caían directamente los rayos luminosos. El polvo de nieve atraído por el viento se derretía; la ventisca se convirtió en lluvia que caía no del cielo, sino que nos venía de atrás. La nieve se derretía en el suelo, se hacía acuosa. En los declives de los montículos y vallecillos ya corría el agua. No había camino para el trineo. El oscuro y helado invierno polar, se convertía, como por encanto, en una primavera.
Era peligroso continuar nuestro camino: el trineo podía romperse. Nos paramos. Se paró también toda la columna. De los aerotrineos empezaron a salir los conductores, ingenieros, corresponsales, los operadores de cine, y todos los componentes de la prueba. Todos ellos estaban tan interesados como yo por el extraordinario fenómeno.
Mandé poner algunos trineos de lado para resguardarnos del viento, y empecé la deliberación. No tardamos mucho en ponernos de acuerdo. Todos pensábamos que ir más lejos era arriesgado y se decidió que alguien me acompañara en la expedición a pie, mientras los otros se quedaban con los trineos. Nosotros exploraríamos hasta donde fuera necesario, y veríamos si sería posible averiguar la causa de aquello; luego volveríamos para continuar nuestro viaje juntos, dando una vuelta a la «columna solar».
En el lugar de nuestra parada el termómetro marcaba ocho grados sobre cero. Por eso, quitándonos nuestros abrigos de pieles, nos calzamos botas de cuero, recogimos unas pocas provisiones, instrumentos, y partimos.
El camino no era fácil. Al comienzo, nuestros pies se hundían en la blanda nieve, luego nos atascábamos en el barro. Fue preciso dar rodeos entre riachuelos, pantanos y pequeños lagos. Por suerte, la franja de barro no era demasiado ancha. A lo lejos podíamos ver la «orilla» seca, cubierta de verde hierba y flores.
— ¡A finales de diciembre y tras el círculo polar hay luz, calor y hierba verde! ¡Pellízcame para que despierte! — exclamó mi amigo.
— Pero esto no es la primavera, sino un encantador oasis primaveral entre el océano del invierno polar — comentó otro acompañante—. Si esto fuera la verdadera primavera, en todos los pantanos y lagos encontraríamos infinidad de aves.
Nuestro operador de cine dispuso su aparato, enfocó y empezó a rodar. Pero en este preciso momento una ráfaga de aire lo tiró al barro junto con su máquina.
El huracán no cesaba y el viento impedía nuestra marcha. Allí ya no había una dirección constante del viento, soplaba a ráfagas ahora por la espalda, luego de cara, o giraba en torbellino casi elevándonos en el aire. Por lo visto, habíamos llegado al límite en donde la afluencia del aire frío se encontraba con el caliente, y al chocar formaba torbellinos de corrientes ascendentes. Eran los límites del ciclón causado por la desconocida «columna de sol».
Ya no podíamos ir de pie; trepábamos, nos arrastrábamos por el barro, sujetándonos unos a otros.
Completamente agotados llegamos a la zona de suelo seco donde reinaba una completa calma. Allí sólo notábamos las suaves corrientes ascendentes de la tierra calentada, como en el campo los días calurosos de verano al mediodía. La temperatura se elevó hasta los veinte grados de calor.
En algunos minutos nos secamos por completo y empezamos a sacarnos ropa. La primavera se convertía en verano.
No muy lejos se elevaba un pequeño montículo cubierto de hierba fresca, flores y abedules polares. Volaban mosquitos, moscas y mariposas resucitadas por los rayos vivificantes.
Subimos al montículo y nos quedamos petrificados. Lo que vimos era parecido a un espejismo.
Ante nuestros ojos admirados espigaba el trigo. En campos aparte crecían girasoles, maduraba el maíz. Tras los campos habían huertos con coles, pepinos, tomates, bancales de fresas y fresones. Más allá, una zona de arbustos: grosellas y cepas con grandes racimos de uva ya madura. Tras los arbustos, árboles frutales: perales, manzanos, cerezos, ciruelos; luego mandarinas, albaricoques y melocotones y finalmente, en la parte central del oasis donde la temperatura sería muy alta, crecían naranjos, limoneros y cacao entremezclados con arbustos de té y café.
En una palabra, habían reunidos los principales cultivos de la zona media, la subtropical e incluso la tropical.
Entre los campos, huertos y frutales, había caminos que, en círculos concéntricos, iban hasta el centro. Allí se elevaba un edificio de cinco pisos con balcones y una antena de radio en su tejado, todo ello vivamente iluminado por los rayos verticales del «sol». En los balcones y en los antepechos de las ventanas abiertas de la casa se veían flores y plantas verdes. Por las paredes trepaban enredaderas.