Литмир - Электронная Библиотека

– Pero, ciertamente, hubo organizaciones. La Cruz Roja. Grupos que ayudaron a personas desplazadas…

– ¡Por supuesto! ¡Así es como yo llegué aquí!

– Y yo -dijo Frieda.

– Yo no. Yo tenía parientes lejanos que me ayudaron -dijo Irving-. Pero ¿quién ayudó a Der Schattenmann? No fueron los rusos. Ellos le habrían fusilado sin juicio. Entonces ¿quién?

– Díganmelo ustedes -dijo Winter.

– Su propia gente. La misma gente a la que había traicionado -dijo Silver.

– Pero no si sabían quién era él, ¿verdad?

– Por supuesto. ¿Acaso los Kapos de los campos no fueron entregados a las autoridades? -replicó Silver.

Rubinstein asintió dándole la razón.

– Pero él habría sido consciente de aquel peligro -añadió.

– ¿Entonces qué me están diciendo que hizo?

Los tres ancianos se removieron en sus asientos y se miraron entre sí. Por un momento Winter pudo escuchar sus respiraciones. Era como si estuviesen debatiendo y evaluando su pregunta, pero sin palabras ni gestos. Simplemente dejando que sus pensamientos se mezclaran y resultase una única conclusión.

El rabino se pasó una mano por el mentón.

– Se hizo pasar por uno de nosotros. Un superviviente.

Frieda Kroner asintió con la cabeza.

– Por supuesto. Era su única escapatoria.

– ¿Pero cómo podía fingir eso?

Irving Silver frunció el ceño.

– ¡Él era Der Schattenmann! ¡Podía hacer lo que quisiera!

– Pero… -Winter dudó- seguro que había otros como él. ¿Les capturaron?

– ¿Usted cree? No como él, desde luego.

– ¿Pero por qué aquí?

– Porque nosotros somos su gente.

– Nadie nos conoce mejor que él. Por esa razón tuvo tanto éxito. ¿Por qué habría de temernos?

El rabino se levantó y cogió La destrucción de los judíos europeos de la mesa. La carta de Stein cayó al suelo, pero nadie se movió para recogerla. El pesado libro se balanceó en sus manos. No lo abrió, y Winter se dio cuenta de que el anciano rabino podía recordar de memoria todo lo que se contaba en aquel libro.

– Si recuerdas aquellos tiempos… -empezó- recuerdas confusión y depravación. El Holocausto, detective, era como una gran maquinaría dedicada al exterminio de judíos. Pero para que los nazis pudieran llevar a cabo esta tarea (seguían hablando en todos sus discursos, propaganda y escritos acerca de la tarea «monumental» que llevaban a cabo) necesitaban ayuda. Y recibieron todo tipo de ayuda, desde todos los ámbitos…

– Empezando por el Papa, que no les condenó… -dijo Irving Silver.

– Y siguiendo por los Aliados, que no bombardearon los campos ni las líneas ferroviarias de Dachau y Auschwitz… -añadió Frieda Kroner.

– Y también de la gente no judía, los polacos, checos y rumanos, italianos, franceses y alemanes que observaban todo aquello. Realmente, de todo el mundo, detective; de una forma u otra, todos ayudaron. Inclusive algunos del mismo pueblo que intentaban exterminar.

Simon Winter permaneció sentado en silencio, escuchando.

– Así que considere Auschwitz, detective. Después de que los nazis hacían la selección, alguien tenía que cerrar las puertas de las cámaras de gas, y después alguien tenía que sacar los cadáveres. Alguien tenía que alimentar los hornos y alguien tenía que dirigir el trabajo de toda esa gente para que funcionase. Y a menudo, algunos de ellos éramos nosotros mismos.

El rabino se sentó pesadamente, con el libro apoyado en el regazo.

– Ayudamos, ya ve. Sólo para sobrevivir, haciendo lo que fuese para conservar la vida, y así ayudábamos perversamente a que aquel infierno funcionara… -Miró a la señora Kroner y al señor Silver-. ¿Habría sido más correcto, más ético, simplemente morir frente a tanta maldad, detective? Éstas son preguntas que aún quitan el sueño a los filósofos, y yo soy sencillamente un viejo rabino.

Calló y movió apesadumbrado la cabeza, respirando trabajosamente antes de proseguir.

– Todo es una locura, todo, detective. Mire el mundo en que vivimos. Algunos días piensas que todo aquello está tan lejano y tan atrás que puede que en realidad nunca haya sucedido, pero otros días, bueno, entonces sabes que todo está aquí mismo, aún vivo, igual de malvado y terrible, y esperando alzarse de nuevo… Der Schattenmann era el peor de todos nosotros -prosiguió el rabino-. Era peor que los nazis. Peor incluso que esas extrañas cosas malignas que a Stephen King le gusta pergeñar en su fantasía.

– Y ahora está aquí, entre nosotros. Como una infección -dijo Silver.

– ¿Acaso no ha habido siempre alguien como Der Schattenmann entre nosotros? -preguntó en voz baja el rabino. Nadie respondió.

– ¿Podrá encontrarle, detective? -suplicó Frieda Kroner suavemente.

– No lo sé.

– ¿Lo intentará?

– Si él está aquí. Si lo que ustedes sugieren es cierto…

– ¿Le buscará, señor Winter?

Simon sintió un vasto eco de tristeza en su interior. Y la respuesta pareció brotar a través de aquella oscuridad personal.

– Sí. Lo intentaré.

– Bien. Entonces le ayudaré, señor Winter -dijo Frieda.

– Yo también -dijo Irving.

– Y por supuesto yo también -dijo el rabino-. Haremos lo que podamos.

Frieda Kroner asintió, se inclinó hacia delante y se sirvió otra taza de café. Simon la observó beber un largo sorbo de la oscura infusión. Ella sonrió, aunque fríamente.

– Muy bien. Y cuando le encuentre, detective, con nuestra ayuda, entonces le matará.

– ¡Frieda! -exclamó Rubinstein-. ¡Piensa en lo que dices! ¡Nuestra religión habla de perdón y comprensión! ¡Ésta ha sido siempre nuestra forma de ser!

– Tal vez sea así, rabino. Pero mi corazón habla por todos los que él traicionó y murieron por su culpa. Piense primero en ellos, y luego hábleme de perdón. -Se dirigió a Simon-. Preferiría hablar de justicia. Encuéntrele y mátelo -pidió.

Irving se inclinó hacia delante.

– Yo le ayudaré y haré lo que sea. Todos lo haremos. Pero Frieda tiene razón. Encuéntrele y mátelo, señor Winter. -Inspiró hondo y añadió-: Por mi querido hermano Martin y mis padres y todos mis primos…

Frieda Kroner añadió su propia enumeración:

– Y mi hermana, su marido, mis dos sobrinas y los abuelos y mi madre, que intentó con todas sus fuerzas salvarme a mí y a los demás…

Simon no respondió. Miró al rabino, que estaba observando a los otros dos, y vio que su mano parecía temblar mientras sujetaba el libro en su regazo.

Irving Silver habló sin rodeos:

– Mátelo, detective. Y entonces habrá una pesadilla menos en el mundo. Mátelo.

Y el rabino asintió con la cabeza.

6 Oraciones para los muertos

Simon Winter se removió incómodo en la silla plegable metálica mientras un joven rabino hablaba en el cementerio. Aunque los asistentes estaban protegidos bajo un dosel verde oscuro proporcionado por la funeraria, el persistente calor del mediodía se abría paso inoportunamente entre los asistentes al funeral. En su mayoría eran ancianos y los oscuros y gruesos trajes que vestían parecían desprender vapor al sol de mediodía. Simon sintió un apremiante impulso de aflojarse la corbata, ceñida bajo el blanco cuello almidonado de la camisa, la única de vestir que le quedaba. Al mirar alrededor pensó: «Parece que todos estemos a punto de reunirnos con Sophie Millstein en su ataúd.» Le asombró ligeramente la irreverencia de su ocurrencia, pero se perdonó con la irónica constatación de que no pasaría mucho tiempo antes de que él mismo estuviese vestido de aquella manera en una caja o reducido en alguna urna, con alguna otra persona que no conociese y que no le importaría que reposase sobre su cabeza.

El rabino, un hombre bajo y rechoncho que bregaba duramente contra el sudor que se acumulaba en su apretado cuello, alzó la voz:

21
{"b":"110069","o":1}