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Simon asintió.

– Pero este hombre…

Frieda habló rápidamente.

– Der Schattenmann cubría su rastro mejor que cualquier otro cazador. Se decía que si le veías, después morías. Si escuchabas su voz, después morías. Si le tocabas, después morías… -dudó un instante y añadió-: en los sótanos de la prisión Plotzensee. Era un lugar terrible, señor Winter, un lugar donde la muerte más horrible era la norma, y donde los nazis crearon incluso formas peores de morir. Potros de tortura, ganchos para la carne, guillotinas y garrotes, señor Winter.

– Se decía que los suyos serían los últimos ojos vivos que verías. Su aliento en tu mejilla sería tu último recuerdo -explicó Irving con voz átona.

– ¿Y cómo lo sabían?

– Una palabra por aquí, una conversación por allá -dijo Frieda-. Se rumoreaba. La gente hablaba. Un tendero a un cliente. Un inquilino a un casero. Una palabra suelta oída en un parque o un tranvía. Y luego las madres advertían a sus hijas, como hizo la mía. Los padres a sus hijos. Así es como supimos de Der Schattenmann. -Respiró hondo, como si aquellas palabras le doliesen físicamente.

– Pero ustedes y el señor Stein… Y Sophie. Todos ustedes sobrevivieron…

– Mera suerte -dijo el rabino-. ¿Accidente? ¿Error? Los nazis eran sumamente eficientes, señor Winter. Ahora, algunas veces, revisando la Historia, nos parecen superhombres. ¡Pero muchos eran burócratas, oficinistas y chupatintas! Y así, en lugar de ir a parar a los sótanos, algunos de nosotros fuimos metidos en trenes con destino a los campos.

Irving Silver estalló en un sollozo. Tenía los ojos enrojecidos y se tapó la boca con la mano, como si quisiera evitar pronunciar lo que iba a decir. De nuevo respiraba con dificultad.

– Mi hermano… -farfulló, tras un puño cerrado tapándose los labios- fue a parar al sótano.

Los otros permanecieron en silencio.

– Oh, pobre Martin… Mi pobre hermano Martin. -Tras un instante, paseó su mirada por los demás-. Lo siento -se disculpó-. Es muy duro recordarlo, pero tenemos que recordar. -Inspiró profundamente-. Todo radica en conservar la memoria -prosiguió-. Nosotros recordamos, y también Der Schattenmann. Él debía de creer que nos había matado a todos, y ahora querrá terminar su trabajo. Por entonces éramos casi unos niños, señor Winter, y tal vez eso nos salvó de él. Mi hermano mayor era una amenaza, así que…

– Y mi padre -murmuró el rabino.

– Y mi madre -añadió Frieda Kroner.

– Tenga por seguro, señor Winter, que no es tan sorprendente -observó Rubinstein-, como bien dice Frieda. Si nosotros no conocemos la paz porque aún está vivo en nuestras memorias, ¿por qué en su caso habría de ser distinto?

Irving alargó la mano y estrechó la de Frieda. Ella asintió con la cabeza.

Simon se sintió como si de pronto le hubiera atrapado una fuerte corriente que le arrastrase hacia mar abierto, lejos de la costa. Pensó: «Todos los detectives trabajan con la memoria, puesto que un crimen se parece a otro. Incluso cuando se trata del crimen más excepcional, hay rasgos comunes con alguno anterior: un móvil como la avaricia; un arma como un cuchillo; pruebas: huellas digitales, rastros de sangre, fibras o muestras de pelo, lo que sea. Y todos esos cabos sueltos conducen al punto común de los crímenes en general.» Pero lo que acababan de contarle era una clase de crimen que desafiaba cualquier clasificación.

Hizo una pausa antes de decir:

– Creo que necesitaré saber más cosas de ese hombre. ¿Quién era? Seguramente alguien sabía su nombre, de dónde procedía, algo sobre su familia…

Se produjo otro silencio antes de que Frieda respondiese:

– Nadie estaba seguro de ello. Era diferente de los demás.

– Era diferente -añadió el rabino Rubinstein despacio-, porque era como un cuchillo en la oscuridad. A los otros la gente los conocía, ¿entiende? Si el cazador te conocía, entonces lo más probable es que tú conocieses al cazador. Tal vez de la sinagoga o del edificio de apartamentos, o de la consulta del doctor o del patio de la escuela, de alguna parte antes de que la promulgación de las leyes raciales se llevara a efecto. De esta manera, si estabas alerta, tal vez podías permanecer… ¿cómo decirlo? ¿Un paso por delante? Tenías la posibilidad de esconderte. O echar a correr, o sobornarles. Eran traidores, pero algunos, incluso casi al final, algunos aún conservaban alguna clase de sentimientos… -El rabino exhaló el aire lentamente- Pero nadie sabía quién era él. Era como si los nazis hubiesen inventado un golem. Un espectro, una especie de sombra.

– ¿Puede describirle?

– Era alto como usted… -empezó Frieda, pero Irving negó con la cabeza y agitó la mano.

– No, Frieda, no. Era un hombre menudo como un hurón. Y más mayor, más maduro que…

– No -terció el rabino-. Tenía que ser joven para seguir vivo hoy en día. Joven y fuerte, inteligente y ambicioso.

Se miraron y guardaron silencio.

– Éramos casi unos niños -explicó Rubinstein-. Nuestros recuerdos…

– Yo era pequeña, como Sophie -dijo Frieda-. Todos los hombres me parecían altos.

– Mi hermano Martin era fuerte y alto, y por eso yo pensaba que todos los que no eran como él eran bajos.

– ¿Se da cuenta, señor Winter? -dijo el rabino-. Der Schattenmann era mejor que cualquiera de la Gestapo. Era como un fantasma. Allá por donde anduviese había oscuridad, incluso en pleno día. Justo como un… ¿cómo lo dirías, Irving?

– Una quimera.

– Y todos sabíamos -dijo el rabino fríamente- que si te encontraba, entonces no podrías esconderte.

– ¿Pero no podían sobornarle?

– Sí y no -dijo Irving-. Tal vez escuchabas una voz en algún callejón oscuro y le prometías tu dinero, y tenías que entregárselo a él. Pero luego la Gestapo venía de todas formas, y la persona que creía haber comprado a Der Schattenmann era llevada a los sótanos y su familia metida en el siguiente tren a los campos. Él cubría sus pistas. Si te encontraba, eras hombre muerto.

Frieda Kroner lanzó una exclamación al recordar algo, pero levantó la mano y no habló cuando los demás se volvieron hacia ella.

– Pero Sophie. Ustedes tres. El señor Stein. Ustedes sugieren que…

– Errores. Errores -dijo el rabino-. Se suponía que no iba a sobrevivir nadie, pero algunos lo hicimos. Somos un error. Y ahora, cincuenta años después, ese error va a ser enmendado.

Irving se estremeció y Frieda se secó los ojos.

Simon asintió. Le costaba entender aquel miedo casi palpable, pero sabía que llenaba la habitación. Miró alrededor y se fijó en todas las cosas simples y cotidianas que había en el apartamento del rabino: una gran menorah de latón, fotografías de amigos y familia, un mantel de elegante bordado… Pero todos esos objetos parecían oscurecidos por un turbio recuerdo, y el aire impregnado por un hedor tóxico.

El rabino se reclinó pesadamente.

– Es muy duro ser viejo y tener que recordar estas cosas -dijo-. Es como descubrir una nueva dolencia… Había olvidado lo que era sentirse cazado.

Los otros asintieron con pesadumbre.

Simon quiso tocar el brazo del rabino para confortarlo un poco, pero no lo hizo.

– Hay algo más que no comprendo -dijo entonces-. ¿Por qué ha venido aquí? En Miami Beach hay muchos supervivientes del horror nazi, es el lugar donde hay más probabilidades de que alguien lo reconozca. ¿Por qué no está en Argentina o en Rumania u otro lugar más seguro?

Irving Silver negó con la cabeza.

– Es aquí donde él se siente más seguro.

– ¿Pero cómo?

– Usted no lo entiende -dijo Rubinstein, empezando lentamente pero acelerando sus palabras mientras hablaba-. ¡Der Schattenmann no era un nazi! ¡No era de la Gestapo ni de las SS! ¡Era un judío como nosotros! ¡No había ninguna organización Odessa ni ningún grupo Cruz de Hierro que le ayudase a llegar a un lugar seguro después de la guerra! ¡Sólo se tenía a sí mismo!

20
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