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– Cuándo. Dónde. Dígame lo que sepa, ahora mismo. No se deje nada. Ni el más mínimo detalle. Cualquier cosa puede ayudarnos.

– ¿Este hombre es la Sombra? -volvió a preguntar la mujer.

– Sí, es él -dijo Winter.

– Pero este hombre… es un historiador. Posee unas credenciales impecables…

– No lo creo -replicó Winter-. O puede que sea ambas cosas. Pero es el hombre que estamos buscando.

– Empiece por el principio -pidió Robinson-. Denos un nombre, una dirección. ¿Cómo es que le conoce?

– Estudia las cintas de vídeo -dijo la mujer-. Dejamos que los eruditos estudien las cintas grabadas en privado. Eruditos, historiadores y sociólogos…

– Ya lo sé -se impacientó Winter-. Pero este hombre, ¿quién es?

– Tengo su nombre en el archivo -boqueó ella-. Lo tengo anotado. Y también una dirección, y me parece que también su currículum. Guardamos todas esas cosas en los archivos confidenciales. ¿Se acuerda, señor Winter? En cierta ocasión le facilité unos nombres…

– Sí, me acuerdo. ¿Figuraba él en esa lista?

– No lo recuerdo. Se la di a usted. No me acuerdo.

Robinson interrumpió suavemente:

– Pero podría mirar ahora en ese archivo, ¿no es así? Puede consultar la lista de eruditos e identificar a este hombre. ¿Lo tiene en un Rolodex? ¿En una agenda de direcciones? Ahora mismo, señorita Weiss, vamos, muévase.

– Me cuesta creer que…

– Ahora mismo, señorita Weiss.

La joven titubeó, pero terminó cediendo.

– De acuerdo.

La directora del centro fue con paso inseguro hasta un archivador negro que había en un rincón del exiguo despacho. Abrió el primer cajón y empezó a buscar entre los papeles. Al cabo de un momento musitó:

– Hay más de un centenar de personas autorizadas a examinar las grabaciones.

Mientras ella continuaba buscando, Winter le preguntó:

– ¿Existe algún procedimiento para obtener esa autorización? Quiero decir, ¿se encarga alguien de comprobar las credenciales?

– Sí y no. Si las credenciales de una persona parecen en orden, la aprobación es casi un mero trámite. El erudito ha de presentar una petición en la que exponga el motivo de su interés y describir el uso que pretende hacer del contenido de las cintas. También debe firmar una renuncia y una cláusula de confidencialidad. Somos muy estrictos en la prohibición de que se comercialicen los recuerdos que tenemos grabados en vídeo. Pero lo que nos interesa evitar principalmente son los revisionistas.

– ¿Los qué? -preguntó Robinson.

– Los que niegan que haya existido el Holocausto.

– ¿Es que están locos? -exclamó Robinson impulsivamente-. Quiero decir, ¿cómo puede alguien…?

Esther Weiss levantó la vista con una pequeña carpeta de papel manila en la mano.

– Hay muchas personas que quieren negar la existencia del mayor crimen de la Historia. Gente que afirma que las cámaras de gas eran módulos para desparasitar. Gente que diría que los hornos eran para cocer pan, no personas. Los hay que piensan que Hitler era un santo y que todos los recuerdos del horror nazi son meras conspiraciones. -Respiró hondo-. Las personas racionales dirían que opiniones como ésas son propias de locos, pero no es tan sencillo. Supongo que usted lo entenderá.

No lo entendía, pero no lo dijo.

La mujer se llevó una mano a la frente un instante, como si se protegiera los ojos de algo que no quería ver. Y a continuación entregó el expediente a Simon Winter.

– Este es el hombre que se asemeja al dibujo -dijo.

El antiguo policía lo abrió y extrajo varios papeles. El primero era un formulario en que se solicitaba acceso a las cintas. Llevaba adjuntos una carta, un currículum vitae y una renuncia, todo firmado.

En la cabecera del currículum figuraba un nombre: David Isaacson, y debajo una dirección de Miami Beach.

– ¿Qué recuerda de este hombre? -preguntó Robinson.

– Ha estado aquí muchas veces. Siempre muy silencioso y muy reservado. Sólo hablé con él una vez, la primera. Me dijo que él también era un superviviente, y yo le pedí que aportara sus propios recuerdos a las grabaciones. Él accedió, pero dijo que lo haría cuando finalizara sus memorias. En eso estaba trabajando, en sus memorias. Dijo que tenía la intención de que se publicaran en privado después de su muerte. Que sólo eran para su familia, para que siempre dispusieran de un relato por escrito que recordar. -Dudó un momento, y añadió-: Me pareció algo muy conmovedor.

– ¿Existe un libro de registro que indique el número de visitas efectuadas?

– Si reunimos a todo el personal, quizá pudiéramos juntarlo entre todos. Pero una vez que una persona tiene acceso, se le permite intimidad para consultar los materiales.

– ¿Cómo consiguió él la aprobación?

– ¿Ha visto la otra carta?

Winter y Robinson miraron la carta adjunta al expediente. Era de la organización Memorial del Holocausto, de Los Ángeles, y estaba firmada por un subdirector. En ella se solicitaba que le fueran concedidos todos los requisitos de erudito al señor Isaacson, el cual ya había realizado un trabajo similar con materiales de Los Ángeles.

– ¿Llamó usted? ¿Comprobó esta credencial?

– No -admitió Esther Weiss-. Iba firmada por el subdirector.

Robinson asintió.

– No se preocupe -dijo lentamente-. Da igual.

Winter levantó la vista.

– Así que estas otras cosas que figuran en el currículum, las titulaciones de la Universidad de Nueva York y la de Chicago, las publicaciones y todo eso, no las comprobó…

– ¡Para qué iba a hacerlo, por Dios! ¡Estaba claro que no era un revisionista! ¡Hasta me enseñó el tatuaje que lleva en el brazo! -La mujer tenía el rostro congestionado. Había palidecido y parecía al borde del pánico-. Yo no lo sabía… ¿Cómo iba a saberlo?

Winter no contestó. Sólo podía pensar en la Sombra. Un hombre educado, silencioso, que no hacía nada para llamar la atención, que examinaba una cinta tras otra, buscando a alguien que pudiera haberlo conocido.

«Cazando», pensó.

Robinson estaba pensando lo mismo, pero aun así respondió a la atribulada Esther Weiss:

– Usted no tenía por qué saberlo. -Hizo una pausa y agregó en tono firme-: Pero no se preocupe. Esto está tocando a su fin.

Leyó la dirección y cogió el teléfono. Marcó el número de la comisaría de Miami Beach, se identificó en tono enérgico y pidió hablar directamente con el capitán encargado de Operaciones Especiales.

25 El tatuaje

Tanto Simon Winter como Walter Robinson habían subestimado el impacto que el anuncio iba a causar en la comunidad de supervivientes, Al anochecer comenzaron a sonar teléfonos por todo Miami Beach. En los pocos hoteles de estilo art déco que no habían sido acaparados por la juventud y todavía atendían a una clientela entrada en años, los vestíbulos y porches al aire libre estaban atestados de corrillos de personas que, aunque era más tarde de la hora habitual de irse a la cama, hablaban acaloradamente de lo que acababan de enterarse. En el restaurante Wolfie's, no muy lejos del centro comercial de Lincoln Road, se sostenía una encendida y estridente discusión. Hizo que varios clientes jóvenes y turistas extranjeros que visitaban aquel local tan conocido volvieran la cabeza, extrañados de que aquellos ancianitos, por lo general callados y tranquilos, alzaran tanto la voz. Los que presenciaban por casualidad aquella acalorada conversación veían la cólera reflejada en varios rostros, y si prestaban atención veían además miedo. Un miedo profundo y oscuro, surgido de recuerdos muy antiguos; aunque eran pocos los que habían oído hablar de la Sombra, todos llevaban la cicatriz del recuerdo de un terror similar, ya fuera de la Gestapo o las SS, o simplemente del horroroso hecho de saber que aquellos hombres, cumpliendo órdenes, se habían entregado voluntariamente a la maquinaria del mal.

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