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– No -corroboró Robinson-. No por lo que empiezo a entender: lo único que se lograría con ello es que se marchara.

– Si lo asustamos, podríamos salvar a Frieda Kroner y al rabino Rubinstein, claro. Si lo asustamos, ellos podrían vivir en paz.

– Pero siempre con el miedo de que regresara.

– Pero vivos.

– Sí, cierto. Pero vivos.

Guardaron silencio un momento. El aire que los envolvía estaba cargado de los sonidos del partido: exclamaciones y gritos, el rumor de los cuerpos al entrar en contacto, la vibración del aro cuando la pelota lo tocaba.

– Así que no haremos lo habitual -dijo Robinson-. ¿Qué haremos?

– He tenido una idea -sonrió Winter, y la explicó con cuidado-: Verá, no sabrá que tenemos su retrato, y tampoco que lo estamos esperando. De modo que todo será muy sutil. Sugeriremos algo, lo justo para obligarlo a actuar con rapidez, tal vez antes de estar preparado del todo.

– Le sigo. ¿Qué clase de sugerencia?

– Una noche, durante los servicios religiosos, los rabinos locales podrían referirse a, bueno, pongamos por caso, la sombra que se ha cernido sobre la comunidad. En el Centro del Holocausto, podríamos fijar un cartel que solicite que cualquiera que tenga información sobre Berlín durante la guerra se ponga en contacto con el rabino Rubinstein. Podríamos hacer que se anunciara lo mismo en unas cuantas reuniones de las comunidades de propietarios. Lo suficiente para que le lleguen sigilosamente las palabras y las sensaciones adecuadas, y crea que tiene que actuar. Pero no tanto como para que decida huir.

Robinson asintió.

– No parece fácil -dijo en voz baja.

– ¿Ha ido alguna vez a cayo Vizcaíno a pescar peces bonefish, inspector? Es una actividad fantástica. Estos peces son muy asustadizos en las aguas poco profundas, y están sensibilizados a cualquier sonido y movimiento para anticiparse a las posibles amenazas. Pero tienen hambre, y en estas aguas encuentran las gambas y los cangrejos pequeños que consideran un manjar, lo que les lleva a estar allí. El agua es azul grisácea, con cientos de colores que cambian con cada soplo de aire, y los peces aparecen como una ligerísima alteración de esta combinación de colores. Una vez, un escritor los llamó «fantasmas». Contemplas el agua durante horas y entonces, de repente, ves un ligero movimiento, una desviación mínima del tono que indica la presencia de un pez. Entonces, si lanzas la caña y sitúas con suavidad la mosca a pocos centímetros por delante de esa forma indefinida, pescas un bonefish, algo que desean hacer deportistas de todo el mundo.

– Eso tengo entendido.

– Debería aprender a pescar, inspector -sugirió Simon-. Le permitiría entender las cosas, como me pasó a mí.

Robinson sonrió de oreja a oreja, a pesar de la inquietud que sentía en su interior.

– Cuando todo esto acabe, ¿me enseñará?

– Será un placer.

Robinson vaciló antes de preguntar:

– ¿Esto será como pescar?

– Exactamente -sonrió el ex policía.

19 La advertencia del querubín

El partido había terminado y Walter Robinson insistió en acompañarlo de vuelta a The Sunshine Arms. Recorrieron el mundo nocturno del centro de Miami Beach en el coche del inspector. Winter no dejaba de mirar la pequeña unidad informática incorporada al centro del salpicadero.

– Este trasto me hace sentir viejo de verdad -comentó finalmente con una sonrisa irónica. Alzó los ojos y concentró la vista en la vida que desfilaba por la calle. Suspiró despacio.

– ¿Qué?

– Mire eso. ¿Ve lo que pasa?

Robinson fijó los ojos en la maraña de limusinas blancas y relucientes coches de lujo estacionados en doble fila a lo largo de media manzana, hasta la entrada de un club nocturno. El club tenía una palmera de neón violeta y verde, enorme, de dos pisos de altura, e irradiaba su luz sobre la puerta principal. Había una multitud de personas en la acera, en su mayoría jóvenes, blancos o hispanos, con buenas perspectivas sociales, de poco más de veinte años. Acababan de salir de la universidad, recién licenciados en economía o derecho, y buscaban un poco de diversión de camino hacia su primera gran conquista. Estaban mezclados con otros individuos mayores que ellos pero que intentaban parecer jóvenes. Había cierta categoría que parecía exclusiva de Miami, los parásitos de la cultura de la droga; especialmente hombres jóvenes que adoptaban aire de narcotraficante: camisa chillona desabrochada hasta la cintura, cadena de oro al cuello y traje de lino fino, como si esto lograra ocultar la realidad de sus vidas de oficinistas y contables. Era como una farsa en la que todo el mundo representaba a un exótico sicario colombiano, rico y despiadado, lo que, por supuesto, contribuía a ocultar a los pocos, pero auténticos, asesinos que se mezclaban entre la gente con el mismo atuendo. Las mujeres, en su mayoría, parecían preferir los tacones de aguja y las melenas con volumen. Vestidas con sedas y lentejuelas de colores tan llamativos como el letrero que parpadeaba sobre ellas, parecían pavos reales. Cuando Winter y Robinson pasaron por delante, un estridente rock and roll con acento latino sacudió el coche.

– ¿Qué ve, abuelo? -bromeó Robinson, y Winter le siguió la corriente con gruñidos de viejo arisco:

– Bah, veo que las cosas cambian, jovencito. A un lado de la calle está el Broadway Delicatessen, donde servían la mejor sopa de pollo de South Beach. Puede que todavía la sirvan. Pegado a él hay una tienda de comestibles, donde los viejos como yo compramos fruta fresca y carne que no lleva acumulando escarcha desde hace un mes. Es la clase de sitio donde saben cómo te llamas y donde, si por casualidad una semana andas corto de dinero, te fían hasta que cobres la pensión.

Simon se detuvo un instante y prosiguió con su voz normal:

– Seguramente de aquí a un año, puede que dos, ya no estarán aquí. El club nocturno está de moda, y esto significa competencia, ¿sabe? Así que los locales de la acera de enfrente han adquirido valor de repente, porque, y usted lo sabe muy bien, inspector, en nuestra sociedad un dólar nuevo siempre parece valer más que uno viejo.

Robinson asintió. Repasó con la mirada la gente que estaba delante del club nocturno. Vio a un gorila doblegando a un cliente escandaloso, un hombre que llevaba un traje blanco que costaba mucho más de lo que un inspector de policía ganaba en una semana. Winter también lo observó.

– Demasiada cocaína -comentó-. El problema de la cocaína es que te hace hacer cosas increíblemente estúpidas y creer que eres increíblemente inteligente por hacerlas.

Winter soltó una carcajada. Siguieron adelante, dejando la acera concurrida en el espejo retrovisor. Winter le indicó que girara.

– No es por aquí -dijo el inspector cuando giró el volante como le había pedido.

– Sólo quiero ver algo -explicó Winter. Al cabo de un momento, giraron otra vez, de modo que circulaban adyacentes a la playa y más allá, al océano-. Siempre me gustó esto. Y cuanto mayor soy, más me gusta.

– ¿A qué se refiere? -Robinson procuraba conducir y observar lo que había más allá, en la gran extensión de oscuro mar.

– No importa cuántos hoteles, clubes nocturnos y bloques de pisos levantemos, el mar siempre está ahí. No se puede hacer nada al respecto. No se puede llenar de tierra. No se puede cubrir con pavimento. Esto es lo que me gusta. ¿Le gusta el mar, inspector?

– Cuando era pequeño y estaba creciendo no lo soportaba. Pero ahora he cambiado.

– Estupendo.

Robinson asintió, y giró de nuevo. En unos minutos había llegado a The Sunshine Arms y parado junto a la entrada. Winter puso la mano en el tirador de la puerta, pero vaciló.

– ¿Piensa en los hombres a los que persigue, inspector?

– A veces. Pero suelen ser más un objetivo que una persona. Son la culminación de un conjunto de datos y una serie de observaciones. Son más bien conclusiones que personas.

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