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El grupo de la puerta principal se lanzó a la carrera repiqueteando con sus botas contra la acera igual que un tambor tocando diana.

Robinson levantó una mano para contener a Winter unos segundos, y a continuación los dos se lanzaron en pos de las formas oscuras que se movían rápidamente. Bajo sus pies el suelo pareció evaporarse, y Robinson apenas se daba cuenta de la energía que estaba consumiendo. De pronto tuvo un destello, un fugaz recuerdo personal, en el que se vio corriendo por el centro de un campo de fútbol americano, intentando atrapar el balón suspendido en el aire, oyendo los gritos de los espectadores como un eco amortiguado y lejano. Pero al punto se concentró en la puerta principal de la casa, la cual un fornido miembro del SWAT se disponía a tirar abajo.

– ¡Policía! ¡No se muevan! -gritó el capitán hacia el interior de la casa.

Y ante los ojos de Robinson, el hombre blandió una pesada maza de acero negro y se produjo un fuerte estruendo y una lluvia de astillas de madera.

A escasos metros por detrás de Robinson, Winter jadeaba por el esfuerzo.

De inmediato se oyó una voz aguda gritando de sorpresa y pánico, seguida de un ruido de cristales rotos, y después al capitán del SWAT chillando por encima de aquella súbita cacofonía. «¡Vamos! ¡Vamos!» Los miembros del equipo se colaron en la casa por la puerta destrozada. Robinson los siguió unos metros por detrás, sujetando el arma con ambas manos. Se oían órdenes proferidas a viva voz. Entonces Winter corrió hacia la entrada de la casa, hacia la luz que se filtraba hacia la noche, semejante a una presa en la que se ha abierto una grieta.

Oyó a Robinson chillar:

– ¡Al suelo! ¡Túmbense en el suelo! ¡Las manos detrás de la cabeza!

Aquellas órdenes se confundían con los chillidos de miedo de la mujer, unos alaridos que no se parecían a nada humano, aparte del pánico que los engendraba.

Winter irrumpió por la puerta y vio al capitán del SWAT y a uno de sus hombres inclinados sobre un hombre corpulento tumbado en el suelo de la modesta vivienda. Robinson, con el arma apoyada en el oído del hombre, ladraba órdenes. A un lado, dos miembros del SWAT sujetaban a una anciana menuda y delgada. Llevaba el cabello blanco recogido hacia atrás, pero se le había soltado y ahora le ondeaba delante del rostro. Sollozaba en tono lastimero:

– ¿Qué hemos hecho?… ¿Qué hemos hecho?

El capitán observó cómo Robinson le ponía las esposas al hombre tendido en el suelo y después se incorporaba a medias.

– Listo -dijo el capitán y se volvió hacia Robinson-. Ya se lo dije. Pan comido. ¿De modo que éste es el duro asesino al que perseguían?

En un rincón del cuarto había un televisor con el volumen a tope; el presentador de un programa de entrevistas estaba haciendo chistes. El capitán del SWAT indicó a uno de sus hombres que lo apagara.

Robinson sentó al hombre de un empujón y le espetó:

– David Isaacson, queda detenido por asesinato.

Winter le vio la cara por primera vez. La luz parecía incidir en el miedo que reflejaban sus ojos.

– ¿Qué he hecho? -preguntó el hombre.

– ¡Usted es la Sombra! -le escupió Robinson al tiempo que tiraba de él para obligarlo a levantarse. Entonces acercó la cara con gesto fiero a escasos centímetros de la del sospechoso. Después lo arrojó sobre un sillón-. Todo ha acabado. Le veré en el corredor de la muerte.

Simon Winter se acercó y contempló fijamente al hombre sentado desmadejadamente en el sillón.

– Dios mío -musitó, y cogió a Robinson por el brazo. El inspector lo miró con irritación, molesto por la interrupción, pero vaciló al ver la mirada de Winter.

– ¿Qué ocurre? -masculló.

A Winter se le secó la boca y las palabras que pronunció parecieron hacerse añicos igual que la puerta de la casa:

– ¡Walter, míralo bien, maldita sea!

– ¿Qué?

– ¡Mírale la cara! ¡No se parece en nada al rostro del retrato robot!

Y por primera vez el inspector miró con detenimiento al hombre que acababan dé detener.

– Simon… -dijo despacio- te equivocas. Tiene la misma constitución, el mismo pelo…

– ¡Fíjate bien! ¡No es el hombre que identificó Esther Weiss!

Walter Robinson, un hombre que en ocasiones se enorgullecía de conservar la calma en las situaciones más difíciles, sintió una punzada de pánico, un pánico imposible de refrenar, casi incontrolado. Parpadeó como si intentara asimilar las diferencias entre el retrato robot y aquel hombre.

– ¿Quién es usted? -exigió saber.

– David Isaacson -balbució el hombre-. ¿Qué he hecho?

– ¿De dónde es?

El hombre parecía confundido, de manera que Winter se acercó a él.

– ¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí?

– En Miami Beach, unos veinte años.

– ¿Y antes?

– En Nueva York. Era peletero.

– ¿Y antes?

– Viví en Polonia hace mucho tiempo, cuando era joven.

La esposa consiguió por fin zafarse de sus custodios y corrió al lado de su marido.

– David, ¿qué pasa, qué significa todo esto? -lloró aferrándose a él, histérica. Se volvió hacia los policías y les gritó con rabia-: ¡Gestapo! ¡Nazis!

En la habitación se hizo el silencio durante unos segundos, sólo roto por los sollozos de la mujer.

– ¿Es usted un superviviente? -preguntó Simon Winter con brusquedad.

El hombre afirmó con la cabeza.

– ¿Por qué han hecho todo esto? -preguntó al borde de la conmoción.

Robinson se acercó a David Isaacson, lo asió del antebrazo y tiró de él, le subió la manga de la camisa mientras con la otra mano sacaba del bolsillo el papel con el número proporcionado por la joven fiscal. Acercó el papel al tatuaje morado azulado que se distinguía en la piel marchita del anciano. Los números no coincidían.

– Dios mío -susurró.

– ¡Gestapo! -volvió a sollozar la anciana.

Winter se dio la vuelta y fijó la mirada en la puerta destrozada y en la noche, cuyas sombras parecían burlarse de ellos.

«Estás cerca -pensó-. Muy cerca. Pero ¿dónde?»

26 La tetera

La Sombra aguardaba en un recodo oscuro que había al borde de un callejón, justo pasada la franja de luz que arrojaba sobre la acera el letrero fluorescente de una farmacia abierta. Fijó la vista en la sexta planta del bloque de apartamentos en que vivía el rabino.

La parte de él que normalmente le recomendaba precaución le advertía que no era sensato permanecer allí ni un momento, ni siquiera aunque nadie lo viera ni detectara su presencia. A veces pensaba que escuchar aquella voz interior era como llevar siempre un ángel de la guarda. Esta vez la voz era aguda, insistente, y le exigía que se fuera, que se largase de inmediato.

«Prepara una maleta. Regístrate en un hotel cerca del aeropuerto. Y súbete en el primer vuelo de la mañana.»

Pero negó con la cabeza.

«Tengo asuntos sin terminar -se dijo-. Asuntos que me esperan en ese edificio.»

«¿Qué asuntos? No te arriesgues. Ya has gastado esta vida, del mismo modo que antes gastaste otras. Estos años pasados en Miami Beach han sido agradables y rentables, pero han tocado a su fin. Ya sabías que podía llegar este momento, y ha llegado. Hay demasiada gente acorralándote, buscándote con ahínco. Has oído a la gente hablar de la Sombra como si te conocieran. Es hora de desaparecer y convertirte en otra persona.»

Retrocedió aún más hacia la oscuridad del callejón y se apoyó contra una lóbrega pared gris.

«Los Ángeles estará bien», pensó. Allí lo aguardaban un apartamento, cuentas bancarias y una identidad diferente. Pero Chicago también resultaría aceptable; ya había creado las bases para ello. «En Los Ángeles necesitaré tener coche, allí todo el mundo se mueve en coche. Pero en Chicago no será necesario.» En Los Ángeles sería un empresario jubilado; en Chicago ya se le conocía como un inversor retirado. Estudió los pros y los contras de ambas situaciones, sin decidirse. «En realidad da lo mismo», se dijo al cabo. En cuanto asumiera una identidad u otra, empezaría a poner las bases para la siguiente en otra ciudad, para contar siempre con una vía de escape. «Tal vez Phoenix o Tucson», pensó. Un sitio donde hiciera calor. No le hacía gracia pasar los inviernos en Chicago. Comprendió que iba a tener que investigar un poco. No sabía si en aquellas ciudades habría la típica comunidad de ancianos judíos de la que pudiera aprovecharse. ¿Habría supervivientes?, se preguntó.

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