Литмир - Электронная Библиотека

– Dime cuál es.

– A26510.

Robinson tomó nota.

A una manzana del domicilio del hombre que decía estar escribiendo sus memorias para su familia, el capitán del SWAT se trasladó de la furgoneta al coche sin distintivos que conducía Robinson.

El capitán se lanzó apresuradamente al asiento trasero, moviéndose con toda la rapidez que le permitía el equipo de protección.

– Muy bien, Walt -dijo-. Vamos allá.

Sin pronunciar palabra, el inspector metió la marcha y avanzó despacio por una calle lateral, estrecha y oscura, situada en medio de una modesta área residencial. La zona de Miami Beach que rodea la calle Cuarenta y uno es una extraña colección de casas; algunas que dan al canal que llega hasta la playa son viviendas de un millón de dólares; otras son grandes, elegantes, de dos plantas, con toques art déco y techumbres de tejas rojas, muy buscadas por muchos profesionales jóvenes que se mudan a Miami Beach. Pero intercaladas con éstas, en calles sin tantas palmeras y con calzadas con algún que otro socavón, hay viviendas más humildes, de escaso alzado, de ladrillo visto, ventanas antiguas con celosías y una deprimente uniformidad. A menudo son lo que las inmobiliarias suelen llamar «viviendas para principiantes», o sea casas asequibles para parejas que están empezando y no disponen del aval de padres o familiares, o para jubilados que todavía quieren tener su hogar en Miami Beach y el miedo a la delincuencia no las afecta como para irse a vivir a un rascacielos de apartamentos. Muchas entran en esa categoría que las inmobiliarias denominan eufemísticamente «ofertas para manitas», lo cual significa que los muchos años de sol y calor constantes han terminado estropeando los suelos de madera e incluso agrietando paredes y tejados. No era raro que una de esas viviendas, tan viejas como sus ocupantes y aquejadas de los mismos achaques a causa de la edad, se encontrara a la sombra de alguna mansión reformada y provista de un cuidado jardín, estancada en la cuneta del progreso como símbolo de negligencia y dejadez.

La dirección que tenía Walter Robinson en la mano correspondía a una de dichas viviendas.

Acercó lentamente el coche al bordillo de la acera de enfrente. La casa en cuestión se encontraba apartada de la calle unos veinte metros, y lucía un par de desvaídos arbustos que custodiaban la entrada principal.

– Ventanas con barrotes -constató Winter.

Durante todo el trayecto no había dicho nada, pues iba concentrado en el hombre en torno al cual estaban estrechando el cerco.

– Probablemente los habrá también por detrás de la casa -dijo el capitán del SWAT-. Y doble cerrojo en las puertas. Habrá una entrada lateral o una en la parte de atrás, pero lo más seguro es que esté donde esos cubos de basura. Dos dormitorios, dos baños, sin instalación de aire acondicionado; las ventanas son todavía muy sólidas. ¿Ve indicios de algún perro?

– No hay valla. Un momento…

Los tres hombres se quedaron inmóviles al ver una figura que cruzaba por delante de una ventana. Un hombre alto. Momentos después lo siguió otra figura más baja. La habitación frontal de la casa se iluminó con el resplandor de un televisor.

– Tiene esposa -dijo Winter-. Hay que joderse.

– ¿Quiere que también la detengamos a ella? -preguntó el capitán.

– Sí -contestó Robinson-. Puede que sea su cómplice.

– Y también puede que no sepa nada -observó Winter.

– Vale, pues ya lo averiguaremos en la comisaría.

El capitán echó otro vistazo y a continuación indicó a Robinson que adelantara un poco el coche. Este lo hizo y no encendió los faros hasta que estuvieron a media manzana de la casa.

– No está difícil -dijo el capitán reclinándose en el asiento-. Dos por atrás, dos en el lateral y el resto a la puerta principal. No sabrá qué le ha pasado por encima.

– Eso creí yo la vez anterior -dijo Robinson.

– ¿Qué le sucedió a ese tipo, el que le dio problemas la otra vez? -preguntó el capitán.

– Que se tropezó con el individuo en su casa -contestó Robinson.

Simon Winter escuchaba cómo el capitán daba instrucciones a sus hombres por última vez acerca del operativo. Comprendió que Robinson le permitía estar presente en la detención por cortesía, y también que tenía que permanecer en la retaguardia, apartado de la acción. Una parte de él deseaba irrumpir en primera línea por la puerta principal, pero era simplemente un deseo de su ego. Experimentó una extraña mezcla de sentimientos: emoción por el hecho de que su presa estuviera tan cerca, pero también un sabor agridulce al comprender que una vez que la Sombra estuviera esposado, su participación en aquel caso habría acabado.

Se dijo que debería sentirse complacido, que había sido gracias a él que en última instancia se había logrado relacionar el retrato robot con un nombre y una dirección, y desde luego obtendría la atención y la notoriedad efímeras que dan los medios. Pero dicha notoriedad disminuiría conforme pasaran los días, y tuvo el inquietante pensamiento de que unas semanas después él regresaría de forma inexorable a la misma posición en que se encontraba cuando Sophie Millstein había llamado a su puerta con el terror reflejado en sus ojos.

Recordó dicha posición con ironía: con el cañón de su revólver en la boca y el dedo en el gatillo.

Sin pensar, se llevó una mano al costado izquierdo, donde llevaba su arma en la vieja pistolera, oculta bajo una ligera cazadora que le estaba haciendo sudar como si estuviera nervioso. No creía que Robinson se hubiera dado cuenta de que la llevaba encima. Daba igual. El peso que notaba bajo la axila resultaba tan tranquilizador como el apretón de manos de un buen amigo.

Se apartó del equipo SWAT al ver que los hombres estaban poniendo a punto sus armas y miró más allá del lóbrego resplandor de la farola de la calle, hacia la inmensidad del cielo nocturno, e intentó pensar qué había aprendido que le fuera de utilidad en el futuro. Miró al joven inspector y lo escrutó con cierto sentimiento de envidia. Tuvo ganas de repetirlo todo desde el principio. Cada momento. Cada frustración. Cada dolor.

Se dijo que no cambiaría ni un ápice de todo ello, y se mordió el labio ante la idea de que dentro de poco tiempo volvería a ser un hombre acabado, útil para nadie, y solo.

– ¿Simon? ¿Preparado para detener a ese cabrón?

Vio entusiasmo en los ojos de Robinson.

– Por supuesto.

– Bien -dijo el inspector a la vez que le daba un apretón en el brazo, gesto que Winter entendió como nacido de la emoción, y tal vez del afecto-. A lo mejor mañana nos vamos a pescar. O pasado mañana. Me lo has prometido, ¿te acuerdas?

– Me encantaría -respondió Winter en voz baja.

– ¿Esto te trae recuerdos? -le preguntó Robinson.

– Cuando se tiene la edad que tengo yo, todo trae recuerdos. Uno pasa más tiempo mirando hacia atrás que hacia delante.

– Tú no. Venga, Simon, acabemos con este malnacido. Vamos a ponerle las esposas y meterle el temor a Dios en el cuerpo. Tú y yo. Vamos a demostrarle que no es tan listo como se cree.

– Me encantaría -contestó el ex policía, aunque no sabía si decía la verdad.

Eligieron un puesto aventajado al otro lado de una esquina de la vieja casa, ocultos tras una tapia de estuco de dos metros y medio que cerraba la pequeña parcela del vecino. El capitán del SWAT llevó a cabo una última comprobación ajustándose su auricular, hizo que sus hombres ejecutaran una cuenta atrás y seguidamente, con un leve gesto de la mano, los puso en acción.

Se lanzaron corriendo desde la esquina e invadieron la calle. Sus trajes negros se fundieron con la oscuridad nocturna. Robinson, situado justo detrás del capitán, aguardó como un corredor al inicio de la carrera, con los músculos en tensión y a la espera del primer disparo.

El capitán escuchó atento, agachado, y repitió en voz baja:

– Los hombres de la puerta trasera están en posición. No hay signos de actividad. Los de la puerta lateral, preparados. -Y por el auricular ordenó-: ¡De acuerdo, vamos allá!

96
{"b":"110069","o":1}