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No hubo respuesta.

– ¿Señorita Wilmschmidt?

La línea permaneció muda.

– ¿Señorita Wilmschmidt?

Al otro lado se oyó un torrente de palabras en alemán, un diálogo breve y tenso, y después la hija contestó:

– Eso pertenece al pasado. Mi padre no puede ayudarla. Yo no lo permitiré. -Le temblaba la voz.

Espy habló deprisa.

– Intento averiguar algo acerca de un hombre que trabajó en esa sección. Alguien que quizás haya cometido asesinatos actualmente. Es importante. A lo mejor su padre posee alguna información…

– No quiere hablar de esa época. Pertenece al pasado, señorita… no recuerdo su nombre…

– Martínez.

– Señorita Martínez, mi padre ya es mayor, y esa época ha quedado muy atrás en nuestra historia. Él ha llevado una vida decente, señorita Martínez. Fue policía y un buen hombre. No pienso hacerle recordar esos tiempos. Ahora es mayor y no se encuentra bien, y se merece terminar su vida en paz. Así que no voy a ayudarla, no.

– Señorita Wilmschmidt, por favor, sólo una pregunta. Pregúntele si conoció a un hombre llamado Der Schattenmann. Si dice que no, entonces…

– Lo siento. Mi padre no se encuentra bien. Se merece un poco de paz.

– Señorita Wilmschmidt…

Antes de que pudiera terminar la súplica, volvió a oír al fondo la voz áspera que exigía algo en alemán, seguida de una serie de toses. La mujer le respondió enfadada, y hubo un airado intercambio de frases antes de que la hija volviera al teléfono.

– ¿Qué nombre ha dicho, señorita Martínez?

– Der Schattenmann.

Espy oyó que la joven se apartaba del auricular y pronunciaba el nombre en cuestión. Hubo un silencio. Tras una pausa considerable, oyó más palabras en alemán. Luego la mujer regresó al auricular, con cierta vacilación en la voz, como si de pronto se hubiera asustado.

– ¿Señorita Martínez?

– ¿Sí? -Percibió que la hija del policía luchaba por reprimir un sollozo.

– Mi padre dice que está dispuesto a hablar con usted si viene aquí personalmente.

– ¿Sabe algo?

– Estoy sorprendida. Nunca ha hablado de aquellos tiempos, por lo menos con… -Tomó aire y continuó-. ¿Vendrá? Él no puede viajar, está demasiado enfermo. Pero está dispuesto a hablar con usted.

Al fondo se oyó hablar en alemán otra vez.

– No entiendo nada -dijo la mujer.

– ¿Qué pasa? -quiso saber Espy.

– Ha dicho que ha esperado esta llamada suya todos los días durante cincuenta años.

23 El hombre que una vez enseñó a matar

Walter Robinson se encontraba a pocos metros de los cuerpos de dos ancianos, hombre y mujer. Estaban el uno al lado del otro, tendidos en la cama conyugal, en un apartamento caro y bien cuidado que daba al mar. El hombre tenía puesto un esmoquin, la mujer, un vestido de noche pasado de moda, largo y de satén blanco hueso. Daban la impresión de una pareja recién llegada de un cotillón de Nochevieja. La mujer estaba cuidadosamente maquillada y llevaba unos pendientes de diamantes que relucían cada vez que el fotógrafo de la policía disparaba. El hombre parecía haberse recortado el bigote, poblado y canoso, y haberse peinado con laca. En el bolsillo de la chaqueta llevaba un pañuelo doblado de seda roja que aportaba una nota de color al traje negro, un detalle que le prestaba un toque de dandi desenfadado incluso después de muerto.

Sobre una mesilla de noche había un tubo de somníferos vacío, junto a dos copas de champán medio llenas. Una botella de Perrier Jouet, con las flores estampadas sobre el vidrio verde, se erguía en solitario en un cubo de plata para hielo.

Ojalá hubieran dejado una nota de suicidio. Sin embargo, la pareja se había preocupado de dejar todo el papeleo importante, pólizas de seguros, copias de sus testamentos, la hipoteca, las cuentas del banco, en un ordenado montoncito sobre la mesa del comedor. En el balcón había una mesa con varias plantas en macetas, y salió a tocar la tierra de cada una de ellas para ver si estaba mojada. Inspiró una profunda bocanada del aire húmedo que precedía al amanecer. Volvió la vista hacia el mar mientras la oscuridad nocturna iba disipándose a medida que transcurrían los minutos para dar paso al amanecer.

Volvió a entrar en la casa. En el dormitorio, el detective jefe estaba tomando notas sobre el doble suicidio, y Robinson se aproximó a él.

– También regaron las plantas -informó.

– Imagino que se ocuparon de todo -dijo el otro policía-. Hasta dejaron un paquete de sobres dirigidos a los familiares y una lista de instrucciones para la funeraria.

– ¿Alguna idea de por qué?

El otro asintió con la cabeza.

– Observa el primero.

Entregó a Robinson un sobre de papel manila y éste extrajo los papeles que contenía. Eran informes y una carta de la consulta de un médico, grapados a un folleto titulado «Entender la enfermedad de Alzheimer».

– Supongo que lo entendieron muy bien -añadió-. No resulta difícil imaginar lo que les aguardaba. Mejor marcharse ahora que intentar luchar contra esa enfermedad perversa.

Robinson sacudió la cabeza.

– Pues no lo entiendo -dijo-. No entiendo que se pueda renunciar a un solo minuto de vida, por muy desgraciada que sea.

– Vaya, ¿y qué tiene de especial la vida?

Robinson iba a contestar cuando le sonó el busca en el cinturón. Fue a la cocina para telefonear.

La operadora del centro de mensajes de Miami Beach tenía una voz grosera y artificial.

– Inspector, tengo dos mensajes. Han llegado casi a la vez.

– ¿Sí?

– Tiene que llamar a la señorita Martínez a su despacho. Y tengo una solicitud urgente de que se reúna con un tal sargento Lionel Anderson, de la policía de Miami City.

– ¿Lionel?

– Me ha dado una dirección: Apartamentos King. Ha dicho que usted ya sabría cuál de ellos. Y que tiene usted un problema con un testigo.

– ¿Un problema?

– Eso ha dicho. No ha especificado qué clase de problema.

Robinson colgó y llamó a Espy Martínez. Cuando ésta contestó, bromeó:

– Hay una canción que dice que hay que trabajar mucho para poder terminar en el turno de noche.

Ella sonrió a pesar del cansancio.

– No quisiera acostumbrarme a ello.

– ¿Has tenido suerte?

– Sí, me parece que sí.

Robinson alzó las cejas con un deje de sorpresa.

– ¿Qué has conseguido?

– Un hombre que conoció a la Sombra durante la guerra.

– ¿Dónde está?

– En Berlín. Es viejo y está enfermo, y tiene una hija que no quiere que hable de esa época con nadie. Sólo está dispuesto a hablar con alguien personalmente.

– Adelante -dijo Robinson impulsivamente-. Ve ahora mismo.

Ella exhaló despacio.

– Eso he pensado yo también.

– Pues ve a hablar con ese hombre. Sea lo que sea lo que descubramos…

– He hecho una reserva. ¿Podrías acompañarme?

– Me encantaría, pero me parece que no. Los jerifaltes jamás me autorizarían un viaje con resultado incierto.

– ¿Tú crees que lo es?

– En este caso nada es lo que parece. Así que ve y habla con él. ¿Puedes volar hoy mismo?

– Esta tarde hay un vuelo que hace escala en Londres. Puedo dormir en el avión.

– A lo mejor te da un nombre, y entonces lo único que tendré que hacer será buscar a ese cabrón en la guía telefónica, conseguir una bonita orden de detención, y todo el mundo podrá volver a su horario normal de trabajo.

– Nada es tan fácil. ¿Qué vas a hacer mientras yo me voy de paseo a Europa?

– Pues en este preciso momento ir a ver a nuestro testigo principal. Me han mandado un mensaje de «hay un problema con Jefferson».

– El maldito señor Leroy Jefferson. ¿Qué tipo de problema?

– No lo sabré hasta que llegue. Lo más seguro es que esté quejándose de que han subido los precios de la cocaína mientras estuvo en la cárcel y quiera responsabilizarme de ello. Voy a verlo ahora mismo. Dime a qué hora llega tu vuelo de regreso e iré a buscarte. ¿Qué era ese tipo, un nazi?

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