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Walter Robinson habló al cielo nocturno, a la extensión de oscuras aguas y al hombre que había matado a Sophie Millstein: «Pensaste que podrías venir hasta aquí, robar y matar a una pobre ancianita impunemente. Pues bien, chaval, estabas condenadamente equivocado. Voy a encontrarte.»

8 La mujer que mintió

La joven bajó los estores de la ventana y dejó la habitación en penumbra. Se produjo un momento de espera mientras manipulaba un aparato de vídeo. Una serie de interferencias electrónicas hizo saltar las imágenes del televisor y, un segundo después, Simon Winter vio a Sophie Millstein en la pantalla.

Se inclinó hacia delante en su silla, escuchando atentamente. La joven se sentó a su lado.

La anciana tenía una expresión mezcla de ansiedad e incomodidad. Winter se fijó en que vestía uno de sus vestidos más elegantes, el de ir a los servicios religiosos, y en que se había recogido el pelo pulcramente. Llevaba guantes blancos y sujetaba un bolso haciendo juego. Por un momento se preguntó cómo no se había fijado en su aspecto el día que salió de The Sunshine Arms vestida de aquella manera, como si fuese a una boda.

– ¿Estoy bien? -preguntó ella nerviosamente.

Una voz en off repuso:

– Está muy bien.

– Estaba preocupada. Nunca he salido en televisión y quería estar bien vestida. Este vestido… -La frase quedó suspendida con tono de pregunta.

– Está usted muy elegante, descuide.

Simon Winter reconoció la voz de la joven que estaba sentada silenciosamente a su lado.

– No sé exactamente qué se supone que debo hacer -dijo Sophie Millstein.

– Sólo relájese y no se preocupe por la cámara.

La anciana se removió en su asiento.

– No estoy segura de que esto sea buena idea…

– Sólo olvídese de la cámara, Sophie. Se acostumbrará enseguida. Todo el mundo se pone nervioso al principio.

– ¿De veras? ¿Todos?

– Todos.

– Bueno, eso me hace sentir mejor. Pero no sé qué se supone que tengo que decir.

– ¿Qué desea decir?

– En realidad no mucho. En absoluto.

– Pero usted ha venido aquí -conminó la joven con tono suave-. Algo le ha incitado a venir y contarnos algo. ¿Qué era?

Sophie Millstein dudó de nuevo y Winter vio que entornaba los ojos concentrándose.

– Todos deberían saberlo -repuso.

– ¿Quién debería saberlo?

– Toda la gente que ahora es demasiado joven para recordar.

– ¿Qué es lo que deberían saber?

– Lo que sucedió. La verdad. Porque todo aquello sucedió de verdad. -Sophie Millstein apretó la mandíbula y cruzó los brazos sobre el pecho.

Tras un instante de silencio, la voz de la joven, tranquilizadora y persuasiva, preguntó:

– ¿Por qué no empieza por contarme lo que le sucedió a usted? Sería un buen comienzo.

Sophie Millstein abrió la boca pero volvió a cerrarla con fuerza. Winter vio que el labio superior le temblaba ligeramente. Permaneció así durante casi un minuto, con el vídeo registrando su silencio.

Luego, al fin, cogió aire como si hubiese estado conteniendo el aliento. Las palabras empezaron a surgir como en cuentagotas:

– Se trata de cosas que quería olvidar, de manera que no he hablado de ellas, ni siquiera con Leo. Me gustaría que él estuviese aquí, porque él me ayudaría…

– Pero él no está aquí y usted debe hacerlo sola.

Sophie Millstein asintió. Las lágrimas afloraban a sus ojos y ella se esforzaba por mantener la compostura. De nuevo, el silencio se apoderó de la imagen, excepto por la áspera respiración de la anciana.

– Sola -dijo por fin, y miró directamente a la cámara.

Winter vio que su vecina se recomponía. Se dio un golpecito en Su tembloroso labio, enderezó la espalda y siguió mirando al objetivo, superó la incomodidad y empezó a hablar. Un torrente de palabras e imágenes estallaron, una vorágine de recuerdos. Rompió como una ola sobre Simon Winter, que se sujetó a la silla para mantener el equilibrio.

– …Estuvimos tres días metidos en un tren. Hacinados como animales junto con nuestra inmundicia y suciedad. La gente moría a nuestro alrededor; una señora, de la cual nunca supe el nombre, murió y durante ocho horas su peso apretó mi espalda, hasta que el anciano que estaba a su lado también murió y entonces pude empujarla hacia atrás; los dos cadáveres cayeron el uno sobre el otro. Aún recuerdo sus facciones pálidas, como esculpidas en piedra. Durante largo rato pensé que debía averiguar su nombre para poder decírselo a alguien. Pero no lo hice. Aún puedo sentir la fetidez que había en el aire de aquel tren. Cada mañana lo recuerdo. Tal vez por esto vine a Florida, porque aquí el aire es limpio y no tendría que recordar la pesadilla de aquellos tres días. Era como si estuviésemos comprimidos con el mal, espeso y áspero, como una enfermedad que nos cubría. Hansi me sostenía, mi hermano Hans, tenía catorce años, dos menos que yo, pero era fuerte. Siempre fue muy fuerte. Yo era baja pero él era alto y me sostenía, de manera que no podía ayudar a mamá o papá, que cada vez tosía más y se debilitaba por momentos. Pensé que moriría, pero no dejó de hacerme gestos con la mano y de decirme «estoy bien, no te preocupes por mí, todo irá bien», pero por supuesto no era así, porque yo sabía que todos moriríamos cuando llegásemos a destino, a Auschwitz. No obstante, cuando abrieron las puertas y entró aire fresco, pensé que no me importaría morir a cambio de respirar aquel aire, pero incluso en el frío, el hedor de los muertos era tan intenso que no podía respirar. Y ellos gritaban Raus! Raus! Tuvimos que agruparnos fuera del tren, pegados unos a otros, intentando permanecer juntos, pero yo no pude seguir con Hansi porque nos separaron en dos filas, mujeres a un lado y hombres al otro. Le vi sujetando a mi padre y yo no sabía dónde estaba mi madre y ellos seguían gritando, obligándonos a formar las filas, los perros ladraban y gruñían. Nadie intentó escapar, todos estábamos demasiado débiles, y avanzamos dando traspiés hacia una mesa. El oficial de las SS sólo nos miraba y formulaba una pregunta o dos, y luego señalaba un lugar u otro, pero por supuesto, ya sabes todo aquello. Se ha dicho una y otra vez, pero sucedió y me sucedió a mí. Él estaba allí sentado con su abrigo gris y su gorra, de aquellas con la insignia de la muerte en la cabeza. Y llevaba guantes negros, de forma que era aquella mano negra la que indicaba un lugar u otro, era muy rápido. Cuando mi fila avanzó. Vi a Hansi y a mi padre, que tosía y Hansi le sujetaba, y el SS apuntó a la izquierda para mi padre y a la derecha para Hansi, pero mi hermano negó con la cabeza y ayudó a mi padre a avanzar hacia la izquierda, y eso fue todo. ¡Oh, Dios mío! Él no quería abandonarle, así que fue hacia su muerte. Hansi era tan fuerte, él habría sobrevivido… Él lo habría conseguido, siempre lo he pensado. Era enjuto y fuerte, con músculos firmes aunque no hubiese comido nada durante días. Y siempre sonreía, ¿sabe? Se tomaba la vida con optimismo, catorce años, y siempre estaba feliz y sonriente, incluso cuando todo era horrible y alrededor sólo había muerte y destrucción. Él me miró en aquel breve instante, y entonces supe que él sabía que debía dejar ir a papá pero que no lo haría; sostuvo su brazo y le ayudó a ser fuerte también. Era sólo un crío, pero lo sabía. Me sonrió. Oh, Dios mío, me sonrió como diciéndome «está bien morir por una buena causa aunque todavía no haya tenido tiempo de vivir». Tenía catorce años pero era el más fuerte. Así que ayudó a nuestro padre y por ello murió y yo me quedé sola para siempre. Oh, Hansi, ¿por qué no fuiste hacia la derecha?

Las lágrimas resbalaban por las mejillas de Sophie Millstein, y Winter pensó: «¿Cuántas lágrimas puedes acumular en cincuenta años?»

En la pantalla, la voz de la joven preguntó:

– ¿Necesita descansar un poco?

– Sí -repuso la anciana, pero luego añadió-: No.

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