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Miró fijamente a la cámara.

– Cuando llegué a la mesa donde estaba el hombre de las SS, ¡vi que era un doctor! ¡Un doctor! ¿Cómo un médico podía hacer aquello? Me preguntó cuántos años tenía y yo dije que dieciséis. Pensó un momento y luego empezó a alzar la mano. Supe que señalaría a la izquierda, así que añadí rápidamente: pero soy electricista. Se me quedó mirando y expliqué que mi padre era electricista y yo su ayudante, pero que me lo había enseñado todo, y entonas él debió de pensar que podría ser útil, y señaló a la derecha.

– ¿Sabía usted…?

– Nada. Nada en absoluto. Mentí y viví. -Hizo una pausa y luego añadió-: Siempre me ha preocupado, ¿sabe? Por supuesto no había nada malo en ello, pero nuestros padres, él era profesor de lingüística en la universidad, nos habían enseñado que mentir era pecado, como una pequeña mancha en tu alma que nunca podrías acabar de limpiar y que siempre, siempre, siempre era mejor decir la verdad que poner esta pequeña marca en tu corazón. Y yo odié que aquel, ya sabe, aquel hombre de las SS me hiciese mentir para salvar la vida. Y todo lo que me sucedió después, todo parecía formar parte de aquella mentira. Y yo les odié y sospecho que me odio también por esa razón.

– Pero si usted hubiera dicho la verdad…

– Habría muerto, lo sé.

– ¿Así que usted se hizo electricista?

Sophie Millstein hizo otra pausa y Simon Winter vio que entornaba los ojos al recordar con odio. Luchó con las palabras, pero enseguida brotaron.

– No… -dijo lentamente-. No. Eso es lo que le conté a Leo. Y a todos los que preguntaron. Pero también era mentira. Me raparon la cabeza, me rasuraron todo el cuerpo y me convertí en una puta. -Inspiró hondo-. Y así fue como sobreviví. Siendo una puta.

Sophie Millstein alargó el brazo y sacó un pañuelo de encaje del bolso que tenía a sus pies. Se secó los ojos y miró a la joven que estaba al otro lado de la cámara.

– Supongo que estuvo mal -dijo amargamente-. Tengo mucho que decir.

Miró de soslayo hacia la cámara con los ojos aún brillantes por las lágrimas. De nuevo respiró lenta y profundamente.

– Ha sido muy duro perdonarme a mí misma -musitó-. Todos estos años he sentido que hice algo terriblemente malo. Y no podía hacerlo desaparecer como si fuese polvo o pelusa.

Otro silencio, hasta que la voz de la joven dijo:

– Sophie, usted sobrevivió y eso es lo único que importa. No cómo o por qué o qué tuvo que hacer para ello. Usted vivió y no debería sentirse culpable.

– Sí. Es cierto. Me lo he repetido miles de veces todos estos años.

La anciana dudó de nuevo. Las lágrimas anegaron sus ojos, emborronando el maquillaje que se había aplicado con esmero.

– Creo que todo este tiempo pensé que estaba mal vivir cuando tantos otros murieron. -Otra pausa-. ¿Puedo beber algo, por favor? -preguntó con una leve y delicada sonrisa, como una niña que se da cuenta de que acaba de leer su primera palabra-. ¿Un poco de té helado?

Sophie Millstein desapareció abruptamente de la pantalla reemplazada por interferencias electrónicas seguidas de un fondo azul con su nombre, la fecha y un número de registro.

Esther Weiss se levantó y apagó el televisor. Luego se dirigió a la ventana. Los estores repiquetearon al ser alzados. La luz inundó la habitación y Simon Winter parpadeó. La joven vacilaba junto a la ventana, como si intentase recuperarse.

Se volvió hacia él. Vestía unos vaqueros y una camisa holgada de algodón. Su melena rizada caía sobre sus hombros, enmarcando la cara.

– ¿Sabía usted que Sophie era una mujer excepcional, señor Winter?

Simon sintió un nudo en la garganta y negó con la cabeza.

– Era una mujer extraordinaria. No se puede cuantificar la valentía, la perseverancia, la dedicación, las ganas de vivir: todas estas cosas que son sólo palabras, señor Winter. Las palabras que describen conceptos que parecen lejanos y perdidos en la sociedad actual. Todos los supervivientes tienen algo de ellas en algún grado, pero Sophie destacaba especialmente entre un grupo de gente ya especial, señor Winter. ¿Sabía esto de su vecina?

Él negó con la cabeza de nuevo.

Weiss continuó:

– Todo esto es extrañamente engañoso. Parecía solamente una viejecita. Un poco aturdida, tal vez. Un poco loca, quizá. -Miró a Winter-. La típica abuelita judía. Sopa de pollo y quejándose de esto y aquello, ¿verdad?

Él no respondió.

– Eso es lo que usted pensaba, ¿no?

Él asintió con la cabeza lentamente.

– Pues bien, usted estaba muy equivocado -dijo. La mujer le miró con dureza-. Maldita sea, completamente equivocado.

Esther se restregó los ojos para evitar que las lágrimas se derramaran. Inspiró hondo.

– Esto era sólo el principio, ¿sabe?, para romper un poco el hielo y poder hablar. Teníamos grandes esperanzas. Pero su vecina sólo pudo completar otro vídeo antes de ser… -Calló abruptamente-. Maldita sea, asesinada.

Simon permaneció en silencio.

– Es totalmente injusto. ¿Qué clase de mundo es éste, señor Winter? ¿Es que no hay justicia en absoluto?

Él no respondió, porque la entendía; además, ¿qué iba a decir? Ella tenía razón.

– ¿Comentó algo acerca de su época en Berlín, antes de que la deportasen? -preguntó por fin.

La joven consultó unas notas. Cuando alzó la vista, Simon vio que sus ojos buscaban en su antebrazo. Buscaba un tatuaje.

– ¿Qué exactamente? Usted no es un superviviente, ¿no, señor Winter?

– No -dijo, y al instante pensó que de alguna manera era una respuesta equivocada-. Fui policía.

– ¿Y por qué le interesa la historia de Sophie ahora?

– Por algo que ella dijo horas antes de su asesinato. Sobre un hombre que la había entregado.

– U-boot, submarinos alemanes -dijo Weiss.

– ¿Perdón?

– U-boot. Era uno de los apodos que usaba la gente que intentaba esconderse, porque estaban bajo la superficie. Era una vida muy difícil. Le prestaré algunos libros sobre lo que intentaban conseguir. Excepcional, sin duda. Esconderse de un estado policial dedicado a tu completa destrucción. Creo que en la Historia ha habido poca gente capaz de demostrar este tipo de creatividad, recursos, valentía, no sé… Fueron personas extraordinarias, y muy pocas sobrevivieron para contarnos sus historias. Por eso estábamos todos tan emocionados cuando Sophie acudió a nosotros y empezó a grabar vídeos. No creo que entendamos realmente hoy día la clase de valor que esta gente tuvo, sin que ellos nos den su testimonio de primera mano. ¿Y la vida que sufrieron? Hambruna. Miedo. Siempre miedo. No podían estar más de unos días en cada sitio. Tenían que trasladarse, frecuentando lugares de los que no podían salir. Cuando podían, sobornaban a la gente. Normalmente con joyas. Si tenían alguna moneda de oro, mucho mejor. Algunas veces incluso podían sobornar a los cazadores y tal vez conseguían unos días más de sufrimiento, antes de ser capturados y ser enviados a la muerte.

– Eso es lo que he sabido.

– ¿Con quién ha hablado usted?

– Con el rabino Chaim Rubinstein. Con la señora Kroner y el señor Silver.

– Los conozco. Eran U-boots, como Sophie. -La joven dudó y movió levemente la cabeza-. Los cazadores eran judíos utilizados por la Gestapo para cazar a otros judíos. En una sociedad que parecía alimentarse de ironía y traición en cantidades iguales, ellos fueron tal vez los más… No sé… ¿qué? ¿Moralmente únicos?

Hizo una pausa y Winter respiró hondo. Ella desvió la vista hacia la ventana, siguiendo con la mirada el haz de luz que se extendía por la habitación.

– ¿Cree que alguien así va a parar a algún lugar especial del infierno, señor Winter?

Él no respondió, aunque pensó que tenía una buena respuesta. Por el contrario, empezó a preguntar:

– ¿Alguna vez describió…?

– Es un tema muy importante, señor Winter. Es una especie de canibalismo moral. Traicionar a tu propia gente y entregarla a monstruos para salvar tu vida. Durante años han visitado nuestro centro importantes estudiosos para estudiar esas cintas.

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