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– Jefferson asegura ser testigo del asesinato.

– ¿Ah, sí? Vaya. Ojalá todos los testigos del mundo fueran santos, vírgenes o boy scouts. Esto lo complica, ¿verdad?

– ¿Por qué?

– Bueno, será difícil explicarlo a la familia Millstein y a alguna reporterilla metomentodo del Miami Herald que lo averigüe y nos telefonee con un montón de preguntas puñeteras. Habrá que admitir que la fiscalía rechazó la declaración de un testigo porque, cómo podríamos decirlo… ¿no era de nuestro agrado? Y no creo que esta explicación suene bien una vez publicada.

– No, señor. Yo tampoco.

– Lo averiguarán, Espy. Lo sabes, ¿verdad? El Herald lo averiguará. Esos cabrones se enteran de todo. -Carraspeó-. Es una situación peliaguda, Espy. Muy peliaguda. -Bajó los ojos hacia un expediente que tenía en la mesa. Lo tomó y lo hojeó al azar, como distraído-. Me informarás de lo que decidas, ¿verdad?

– Sí, señor -respondió Espy Martínez controlando su enfado-. En cuanto tome una decisión.

– No vaciles.

– No, señor.

– Y, Espy, ten en cuenta una cosa mientras cruzas el campo de minas. Una prioridad…

– ¿Cuál, señor?

– Vamos a encontrar, procesar y condenar al asesino de Sophie Millstein. Lo prometí a un rabino, nada más y nada menos. ¿En qué estaría yo pensando? Toma nota, Espy. Si vas a prometer algo que pueda ser casi imposible, más vale que se lo prometas a alguien que no cuente demasiado ni en esta vida ni, especialmente, en la otra. Así que, por inoportuno que parezca, tengo intención de cumplir esta promesa. -Levantó la mirada de los papeles y la señaló con un dedo-. Tú la cumplirás por mí.

Espy Martínez asintió, aunque sentía que estaba ante una resbaladiza capa de hielo invisible.

Lasser soltó una carcajada que redujo ligeramente la tensión de la habitación.

– Anímate, Espy -dijo, aunque no había ningún motivo para ello-. Esto es lo que hace que el derecho penal sea tan fascinante. -Sonrió-. Tiene algo de existencial. A mí me gusta llamarlo «apuestas de la vida». Es como si jugáramos a ver quién es el gallina en una de esas carreras con coches trucados en las que hay que apostar por quién se rajará primero, sólo que disputada con traje y corbata, en salas de justicia con entarimados de madera, con normas y jueces, y con todo lo que conlleva la civilización, pero en realidad se trata de algo casi primitivo y ancestral.

– ¿Qué cosa? -preguntó Martínez con amargura. Se sentía completamente sola.

– La justicia -contestó Lasser con brusquedad.

17 Algo ajeno al mundo que él conocía

Cuando llevaba más o menos una hora escuchando cómo aquellos dos ancianos le contaban una historia tan difícil de imaginar que hasta el hastiado inspector de Homicidios que llevaba dentro se rebelaba, Walter Robinson levantó la mano para que pararan de hablar. Se dio cuenta de que necesitaba un momento para pensar, un momento para absorber lo que había oído, de modo que se ofreció para ir a buscarles café o un refresco.

Frieda Kroner frunció el ceño.

– ¡Él planeando, y nosotros tomando café! -espetó.

– Creo que deberíamos continuar -añadió el rabino Rubinstein.

Robinson dirigió una mirada a Simon Winter, que había hablado poco desde que habían regresado todos juntos al departamento de Homicidios de South Beach. El ex policía rehusó con la cabeza. Robinson lo observó fijamente hasta que Winter comprendió que le estaba pidiendo ayuda y cambió de opinión.

– Tal vez un refresco -sugirió.

El rabino y Frieda se volvieron en sus asientos al oír su voz. Ella frunció de nuevo el ceño y empezó a decir algo, pero el rabino la interrumpió diplomáticamente.

– Quizás un café. Con leche y azúcar -pidió, y la mujer, sentada a su lado, asintió a regañadientes.

– Dos terrones -masculló-. Para volver a endulzarme la vida.

– Muy bien -asintió Robinson-. Serán cinco minutos. Enseguida vuelvo.

Los dejó sentados en la sala de interrogatorios y salió al pasillo Por un momento sintió un agotamiento inmenso, y se apoyó contra una pared, con los ojos cerrados. Quería dejar la mente en blanco, pero no pudo. Durante un largo segundo en el que todo le dio vueltas, se encontró preguntándose cómo habría sido ir hacinados en un vagón para ganado y notar cómo la presión de las demás personas te impedía respirar.

«El trabajo hace libre», pensó de repente. Abrió los ojos y respiró con dificultad, como si acabara de correr un largo trecho.

Desde el final del pasillo le llegó el llanto de una mujer joven. Agradeció la distracción. Era el sonido largo y regular de alguien que se sumía lentamente en el pesar, no con urgencia sino con desesperación. Conocía el caso: una mujer de veintiún años había dejado solos en casa a sus tres hijos pequeños, el mayor de cinco años, mientras iba a la tienda de la esquina a comprar pañales y provisiones. Era nicaragüense, y sólo llevaba unos meses en el país (es decir, el tiempo suficiente para que su marido se largara pero no lo bastante para encontrar amigas que pudieran ayudarla en el cuidado de sus hijos), y la ratonera en la que vivía era un sitio que no aparecería nunca en ninguna de las fotografías idílicas del Miami Beach paradisíaco, lleno de bikinis y bronceados, que mostraba la Cámara de Comercio. En el piso de la mujer, las ventanas no tenían mosquiteras y, como el aire acondicionado no funcionaba, estaban abiertas de par en par. Mientras estuvo fuera, la niña de tres años había salido de la cuna donde la había dejado y había logrado subirse al alféizar para captar un poco de aire fresco, o puede que sintiera curiosidad por el ruido de la calle, porque los niños son así. Una vez encaramada, había perdido el equilibrio y se había precipitado a la calle desde el tercer piso para aterrizar en la acera justo cuando su madre se acercaba al edificio, de modo que ésta había visto la imagen terrible de su hija cayendo en picado antes de estrellarse con un crujido tremendo casi a sus pies. Había gritado entonces, pero desde que había llegado al departamento de Homicidios había guardado un silencio que sólo interrumpía de vez en cuando con un «Santa María, madre de Dios» mientras sujetaba con fuerza las cuentas del rosario.

Walter Robinson soltó un lento y largo suspiro. Pensó que la mujer no lo entendía. Apenas entendía esta muerte, y tampoco entendía el país, y era probable que no entendiera gran cosa de nada porque era pobre e inculta y estaba sola, y seguro que no entendía por qué la policía se había llevado a sus otros dos hijos y se estaba preparando para acusarla de negligencia con resultado de muerte. Después de todo, había ido a la tienda a comprar leche para sus hijos con los pocos dólares que le quedaban porque los amaba.

Se separó de la pared y dejó que el llanto de la joven inmigrante pasara a formar parte del murmullo de fondo habitual en las comisarías, incluso en las modernas, con focos empotrados y suelo de moqueta. Era triste, pero la tristeza era la norma, y sabía que nadie que llevara uniforme o placa permitía jamás que estas tristezas se acumularan en su interior, aunque era probable que cada una de ellas dejara un arañazo en el alma. Empezó a recorrer el pasillo con brío y se apartó cuando se abrió la puerta de otra sala de interrogatorios y salieron dos inspectores forcejeando con un adolescente esposado.

– Venga, muchacho -dijo uno, pero el muchacho, con la cara cubierta de acné, largos rizos enmarañados y un tatuaje que ensalzaba las virtudes de un grupo de heavy metal en el brazo, en lugar de obedecer, chocó con él. Los tres hombres se enredaron de golpe, se tambalearon tras perder el equilibrio y cayeron al suelo.

Mientras Robinson se acercaba rápidamente hacia ellos, los tres forcejearon un instante. El adolescente agitaba las piernas en el aire en su intento de dar patadas a los policías. Éstos, a su vez, rodaron de modo experto por el suelo para situarse sobre el sospechoso, y lo dominaron inmediatamente. Robinson se detuvo a poca distancia de los hombres. De modo curioso, le recordó una pelea entre hermanos en la que los mayores se sentaban sobre el menor hasta que éste dejaba de patalear.

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