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Esther lo miró.

– Ella grabó otro vídeo. Se lo mostraré.

Fue a una estantería y empezó a buscar entre las cintas. Comprobó un par de veces uno de ellos con una lista.

– Aquí lo tiene -dijo-. ¿Quiere que corra las cortinas?

El negó con la cabeza. De alguna forma sentía que las pesadillas que contenían aquellas cintas estaban más seguras a la brillante luz diurna. Ella puso la cinta en el aparato de vídeo.

Sophie Millstein apareció de nuevo en la pantalla. Esta vez llevaba un vestido menos formal, uno de flores estampadas que Winter reconoció. Un par de barras de interferencias cruzaron la pantalla y los movimientos de Sophie Millstein fueron sacudidos por la velocidad de la cinta mientras la joven la avanzaba hasta el punto en que comenzaba la conversación.

– Creo que es aquí… -dijo. Apretó un botón y la voz de la anciana resonó en la habitación.

La voz en off preguntó:

– Sophie, ¿cómo los capturaron?

La señora Millstein se tapó la boca con la mano, como si quisiera evitar que las palabras salieran de su boca. Luego se irguió en la silla con rigidez, como un testigo en un juicio, y habló:

– Recuerdo que fue la única vez que vi a Hansi asustado, porque él llegó a casa aquel día diciendo que le parecía que alguien le había visto. No estaba seguro, ¿sabe?, la gente cambiaba mucho en aquellos años. Podías mirar a alguien que conocías de toda la vida y no reconocerle. La guerra hizo esto. Y el hambre y las bombas de los Aliados todo el tiempo. Pero Hansi estaba preocupado. No obstante, el día siguiente salió a buscar trabajo. Teníamos que comer y no había elección, además era posible que Herr Guttman de la imprenta le diese un poco de pan a cambio de un día de trabajo, y el pan era muy importante. Entonces salió. Regresó mucho después de anochecer, eludiendo a los guardias nocturnos del toque de queda, que era algo que no había hecho nunca, porque si le hubiesen capturado sin papeles, todo habría terminado, e incluso si ellos hubiesen visto sus documentos todo habría terminado igualmente. Llegó asustado de nuevo, y habló en privado con papá, que no permitió que mamá y yo escuchásemos. Papá fue al abrigo donde guardábamos todo nuestro dinero cosido en el forro y volvió con un anillo que entregó a Hansi. Un anillo de oro. El anillo de boda de papá. Hansi lo cogió y volvió a salir por la trampilla del sótano. Regresó al cabo de unos minutos y le dijo a papá que todo iba a ir bien, pero tal vez sólo por unos días, y entonces hablaron de trasladarnos. Yo no quería irme. El sótano era cálido y muy seguro durante los bombardeos aéreos. Tal vez por esta razón no nos trasladamos a tiempo. Ellos vinieron dos días después. La Gestapo llamó a la puerta y nos sacó fuera. Recuerdo a la pobre Frau Wattner de pie con un soldado a cada lado. Parecía tan asustada… Ella decía: ¡Pero yo no sé, no sé, yo pensaba que sólo eran Bombengeschädigte! ¡Se giró hacia papá y le escupió en la cara! Schweinjude!, dijo, y aunque todos sabíamos que para salvarse tenía que decirlo, aun así, la palabra hirió. Nos metieron en un coche; miré hacia atrás y vi que los soldados lanzaban a la pobre Frau Wattner contra la pared de la casa. Papá me hizo volver la cabeza, pero oí el ruido de la metralleta y, cuando miré otra vez atrás, ya no la vi…

Sophie Millstein estaba de nuevo luchando por contener las lágrimas. Levantó la mano.

– Lo siento Esther -dijo-. Pobre Frau Wattner. Ella nos traía sopa cuando no teníamos nada que comer. No sé si podré hablar de aquel día ahora.

– Sophie, estas cosas son importantes.

La anciana asintió hacia la cámara y prosiguió.

– Hansi no habló mucho. No aquella noche. Después de que papá y mamá se durmiesen, me arrastré hacia donde estaba echado bajo su abrigo, puesto que no teníamos mantas, y le pregunte: Hansi, ¿qué sucede? ¿Qué es esto? Al principio él no quería contestar, pero le di un codazo y él levantó la mano lo justo para que la poca luz que penetraba por el único ventanuco proyectase una sombra en la pared, y entonces lo supe…

– Supo qué.

– Supe que él estaba ahí fuera. Y supe que nos había denunciado a la Gestapo. Seguramente me puse rígida o lancé una exclamación o algo, porque Hansi dijo: «No, no te preocupes. Le he dado algo y nos dejará ir…» Pero yo no le creí y no creo que Hansi lo creyese tampoco.

– Aquel hombre. El que se encontró…

– El que nos entregó.

– Sí. Cómo fue…

– Del instituto, creo. No era compañero de clase de Hansi sino alguien un poco mayor. Debía de ser así, porque mi hermano maldijo, algo que nunca había hecho, y recuerdo que dijo que habría sido mejor no haber aprendido a leer ni escribir. -Hizo una pausa y luego añadió fríamente-: Él lo sabía. Aquella noche en la oscuridad. ¿Sabe?, recuerdo que había empezado el bombardeo en las afueras de Templehof, como era habitual, y se oía en la distancia, acercándose, y normalmente me asustaba, pero aquella noche no.

Aquella noche recuerdo haber rezado para que uno de los bombarderos británicos soltase su carga sobre nosotros y todo terminase de forma rápida e indolora.

Respiró hondo y prosiguió en voz baja:

– Hansi lo sabía, y yo lo sabía, y supongo que papá y mamá también sabían que ya estábamos todos muertos. Estuvimos muertos en el preciso instante en que él vio por primera vez a Hansi. Muertos cada vez que siguió a mi hermano por la ciudad, cada parada del tranvía, cada paso en la acera. Muertos cada segundo que observaba y esperaba su oportunidad. Muertos cuando atrapó a mi hermano en un callejón y le susurró: «¡Judío! ¡Yo te conozco!», con voz de serpiente. Estuvimos muertos cuando Hansi le suplicó. Y cuando obligó a Hansi a que le llevase al sótano de Frau Wattner y también cuando le pidió un soborno. Nos estaba matando cuando Hansi le dio el anillo y nuestro dinero y le escuchó decir aquella gran mentira. No, estábamos todos muertos, aun cuando había prometido que no nos denunciaría.

Sophie Millstein hizo una pausa. Respiraba entrecortadamente y su rostro estaba encendido de rabia.

– Pero usted vivió, Sophie. -Esther Weiss intervino suavemente.

La anciana entornó los ojos y su voz sonó ronca al responder:

– ¿Viví? ¿Usted cree que alguien que pasa por todo esto vive? ¡Ah, usted no sabe nada! ¡Todos morimos allí dentro! Tal vez el cuerpo siga funcionando. Tal vez aún respiremos, nos levantemos cada mañana y veamos la luz del día, pero por dentro estamos muertos. ¡Muertos!

– Sophie, eso no es cierto -argumentó la joven con afecto-. Usted vivió, otros vivieron. Hay una razón para ello. Es muy importante que ustedes sobreviviesen.

Sophie Millstein iba a responder, pero se abstuvo. Sus ojos se llenaron de lágrimas de nuevo.

– Lo siento, Hansi. Lo siento por mamá y papá. Lo siento por todos los que murieron -dijo despacio, y asintió con la cabeza-. Esther, lo cierto es que yo quería vivir. Tal vez no debí hacer algunas cosas que hice, o decir algunas cosas que dije, pero lo hice y no hay vuelta atrás, ¿no?

– No, no la hay.

Sophie Millstein empezó a decir algo pero se calló. Pareció reflexionar y luego susurró:

– Y pensar que… que era uno de nosotros. Necesito hacer una pausa -dijo moviendo la cabeza.

– Sophie, esto es muy importante. ¿Qué sabe del hombre que les entregó? Necesitamos saberlo todo de él.

– Lo sé. Tal vez mañana, o la semana que viene. Pero ahora necesito pensar en cosas más alegres, Esther, porque a veces estos recuerdos hacen que mi corazón quiera detenerse.

Hubo una pausa y luego la voz de la joven repuso:

– Está bien, Sophie. Tenemos mucho tiempo, todo el tiempo que necesite.

Luego apareció otro fondo azul con una fecha y un número de registro.

Esther Weiss apagó el televisor y movió la cabeza significativamente.

– Me equivoqué. Ella no tuvo tiempo -aseveró. Suspiró y miró a Winter-. Así que no hay más que esto. Su hermano pagó al cazador, tal vez un antiguo compañero de clase, un profesor, quién sabe. No era como la mayoría de los buenos alemanes que escondían judíos a cambio de un soborno. Con él no funcionó. Les denunció de todos modos. Denunciados y enviados a la muerte. ¿Le ayuda en algo saber todo esto?

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