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– Nazi y policía.

Robinson sonrió.

– Joder. De eso nos acusan todos los matones que detenemos y todos sus abogados. Será interesante conocer a uno que lo fue de verdad.

Las primeras luces del amanecer parecían perseguirlo por la calle, mientras conducía de la playa a Liberty City en dirección a los Apartamentos King. La rutinaria fatiga de una noche pasada en presencia de una muerte corriente le enlentecía sus reacciones y embotaba el cerebro, casi como un hombre que roza la tasa de alcoholemia permitido, pero sin alcanzarlo. Notaba un ligero mareo que afectaba a su concentración. Deseó haber podido reunirse con Espy Martínez en el aeropuerto, pero comprendió que era algo imposible. Además, sentía un miedo indefinido que parecía orlar sus pensamientos cada vez que se preocupaba por Frieda Kroner y el rabino Rubinstein. Había hecho caso sólo en parte de la sugerencia de Simon Winter respecto de dejarlos sin protección policial. Había ordenado que vigilaran sus apartamentos un par de coches sin distintivos conducidos por agentes de paisano. No sabía si la Sombra los estaba acechando o no, pero sospechaba que sí, de forma metódica y nada impulsiva. Con todo, aunque así fuera, tenía la sensación de estar haciendo progresos: contaba con un dibujo y una descripción, un testigo y una huella dactilar parcial. Aquello bastaba para detenerlo cuando obtuviese un nombre, y eso ocurriría pronto, más después de poner en marcha el plan de Winter para hacer salir a la Sombra de su escondite.

De manera que, si no seguro del todo, por lo menos tenía la impresión de tenerlo todo encarrilado. Bostezó y se frotó la frente mientras bajaba sin prisas por la Vigésima Segunda Avenida y giraba en dirección a la casa de Jefferson.

Lo primero que vio fueron los coches de policía; eso hizo que le desapareciera todo el cansancio de los ojos. Después descubrió la furgoneta de los técnicos de escenas del crimen, lo cual le provocó una descarga eléctrica de ansiedad. Acercó el coche hasta el bordillo con movimientos bruscos y se abrió paso por entre un pequeño corro de curiosos, a los que la clara luz de primeras horas de la mañana prestaba un color pálido y ligeramente desvaído. Saludó con la mano a los agentes uniformados que contenían a la gente en la acera y corrió hacia el bloque de apartamentos. Hizo caso omiso del desvencijado ascensor y prefirió subir a toda prisa por las escaleras exteriores.

Vio a los sargentos Rodríguez y Anderson de pie entre media docena de agentes frente a la puerta del piso de Jefferson. Había varios hombres de paisano trabajando en la zona, uno de ellos con un equipo de toma de huellas dactilares, repasando la puerta.

Anderson lo vio primero y señaló el apartamento con un leve gesto de impotencia.

– ¿Dónde está Jefferson? -preguntó Robinson.

– Dentro -respondió Anderson-. Lo que queda de él.

Rodríguez se hizo a un lado para permitirle entrar.

– Mira por dónde pisas, Walt, amigo. Hay sangre por todos los putos sitios.

La luz que entraba por la entrada arrancaba destellos al armazón de acero de la silla de ruedas. Había una atmósfera sofocante, a calor y sangre, un olor a rancio mezcla del bochorno del verano y el hedor de la muerte. Robinson avanzó despacio hacia el cadáver; se obligó a compartimentar, a ver cada uno de los detalles del cuarto por separado y por entero; los ojos de Jefferson se habían quedado abiertos: había visto su propio asesinato. Robinson sintió un escalofrío y miró la cinta aislante que le rodeaba las muñecas y vio que le habían puesto otra en la boca para que no gritara. El gris de la cinta estaba manchado de rojo por los bordes, acumulado en las comisuras de los labios. Examinó el charco de sangre que manchaba el suelo debajo de la silla de ruedas. Los vendajes que cubrían la rodilla herida de Jefferson estaban rasgados y arrancados; resultaba evidente que Jefferson había conocido el verdadero dolor en sus últimos momentos.

Experimentó una extraña combinación de tristeza y rabia. Sintió ganas de insultar a Jefferson, de sacudirlo por los hombros hasta devolverle la vida. Juró para sus adentros mientras observaba aquel estropicio y toda la seguridad que traía en el coche iba desapareciendo poco a poco.

Se disparó un flash, y Robinson vio que el forense se agachaba junto al cadáver y le levantaba con delicadeza la cabeza para examinar un largo surco escarlata en el cuello.

– ¿Eso es lo que lo mató? -preguntó el inspector.

– Tal vez. Resulta difícil saberlo.

– Entonces, ¿qué?

El forense se incorporó lentamente.

– Opino que se ahogó.

– ¿Que se ahogó? ¿Cómo?

– Si a alguien se le hace un corte determinado en la garganta y se le inclina la cabeza atrás, la sangre cae por las vías respiratorias y va inundando los pulmones. No es una forma agradable de morir. Se tarda varios minutos. La víctima no pierde el conocimiento. Pero por el momento no es más que una suposición. Fíjese. Le han rebanado como si quisieran hacer una obra de arte culinario con él. Un montón de cortes pequeños que no resultan letales.

Un policía que pasaba cerca levantó la mirada.

– ¿Como esos anuncios de televisión que emiten toda la noche? Uno de esos aparatos para la cocina que cortan, rallan, pican… hacen de todo.

Un par de agentes sonrieron y continuaron inspeccionando la habitación.

– Era su testigo, ¿no? -preguntó el forense.

– Así es.

– Pues ya no. ¿Qué era, un caso de drogas? No he visto cosas como ésta desde finales de los setenta, cuando los colombianos y los cubanos discutían por el territorio de la cocaína. Les gustaban particularmente los cuchillos, sobre todo los eléctricos, ya sabe, los típicos que le regala la suegra a uno por Navidad. Los utilizaban para agredirse unos a otros. No es exactamente lo que tenía en mente la suegra.

– No, no es un caso de drogas. Es un asesinato.

– ¿En serio? Yo juraría que era un caso de drogas. No se suele ver a un hombre tan torturado si la idea es sólo cerrarle la boca. Lo normal es meterle una bala y ya está.

– Éste no es un caso normal.

– Bueno, lo que está claro es que alguien se ha divertido de lo lindo haciendo esto. Alguien que disfruta con su trabajo.

Antes de que Robinson pudiera responder, se acercó a ellos otro inspector.

– Oye, Walt, hemos encontrado un poco de cocaína esparcida por ahí. Sólo un poco. Y este tío tenía un largo historial de joder a otros camellos. Quiero decir que, vale, te estaba ayudando, pero seguro que tenía un montón de enemigos en el mundo real. Tíos capaces de desollarlo sin pensárselo mucho. El tío que esperabas que Leroy te ayudara a trincar, ¿sabía lo suficiente como para venir aquí y hacerle esto a este mamón?

– No lo sé. No pensé que supiera nada de Jefferson.

– Bueno, Jefferson salió el otro día en el periódico. A lo mejor eso lo puso sobre aviso.

– Sigo sin entender cómo estableció la relación. Mierda.

– El tipo que estás buscando ¿es negro? ¿De Miami Beach?

– No; blanco. Blanco y viejo.

Al oír eso, un par de detectives que estaban trajinando en la habitación se detuvieron de pronto. Uno de ellos meneó la cabeza con gesto exagerado.

– ¿Y tú crees que un viejo blanco vino aquí, a la selva, en mitad de la noche, e hizo esto? ¡Ni de coña! No es que quiera aguarte la fiesta, Walt, pero ¿un anciano de raza blanca aquí en plena noche?

– Creo que ha sido él.

– Bueno, puede ser. Es posible que una vez cada milenio venga aquí un viejo y consiga irse con el culo intacto. No digo que no pueda ocurrir, pero, Walt, vamos, sé realista. Yo apuesto por los camellos de crack locales. Esto tiene toda la pinta de un ajuste de cuentas.

– ¿Tenéis algún testigo? -inquirió Robinson-. ¿Alguien del edificio vio u oyó algo?

El detective sonrió.

– ¿En los Apartamentos King? ¿Crees que si alguien lo vio correrá a contárnoslo? Ja. Viendo cómo ha quedado el pobre Leroy, ¿crees que habrá muchos interesados en ejercer los deberes del buen ciudadano?

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