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– Esta hermana, Sophie Millstein fue empujada al infierno sólo para resurgir de nuevo a través de la divinidad y la devoción, como un fénix; fue la amada esposa de Leo y la adorada madre de un hijo brillante, Murray…

La voz del joven religioso era afilada como una aguja. Las palabras parecían clavarse en el aire inmóvil. Los ojos de Winter recorrieron la extensión de cielo azul apagado, buscando en el horizonte algún cúmulo de nubes que pudiesen traer la promesa de una tormenta vespertina y el alivio de una lluvia persistente. Pero no vio nada e inhaló profundamente, respirando un aire tan caliente y pesado como el humo.

Puesto que estaba sentado solo, cerca de la última fila de los congregados, se reprochó el hecho de permitir que el calor le distrajese.

«Él podría estar aquí -se dijo-. Por ahí, justo fuera del alcance de tu vista, oculto en la sombra de aquellos árboles. O sentado cabizbajo en una fila lateral, actuando como un doliente profesional. Si él está cazando, éste sería el primer lugar que inspeccionaría, entre los viejos amigos de Sophie. Pero lo que no sabe es que alguien le está buscando.»

Interrumpió sus elucubraciones y dejó que cierta duda penetrara en sus pensamientos: «Si es que en realidad existe.»

Junto a él, el señor Finkel y los Kadosh prestaban una arrobada atención a las palabras del rabino. La señora Kadosh estrujaba un pañuelo blanco de lino en la mano, que alternativamente utilizaba para secarse los ojos y el sudor de la frente. Su marido sostenía un programa impreso, enroscándolo fuertemente y luego extendiéndolo, alisando sus páginas. Ocasionalmente lo movía ante él para darse aire en un vano intento por mitigar el bochorno.

Los otros residentes de los apartamentos The Sunshine Arms estaban también presentes. Winter vio que el señor González, el casero, mantenía la cabeza inclinada durante la eulogia del rabino. Su hija le había acompañado al servicio religioso; tan alta como su padre, vestía un fino vestido negro que, pensó Simon, habría servido tanto para asistir al estreno de una ópera como a un funeral.

Suspiró. Durante seis meses, la hija de González había ocupado el apartamento vacío junto al de Sophie Millstein. Había entretenido con entrega y entusiasmo a un buen número de novios en aquel lugar, por lo general olvidando cerrar las cortinas del salón, lo cual permitía que él la observase. Pensaba que ella sabía que él la veía, y que dejaba las cortinas abiertas adrede. Sacudió la cabeza para alejar aquellos pensamientos. Cuando ella se mudó a un sitio más elegante en Brickell Avenue, se había llevado consigo gran parte de la energía de The Sunshine Arms.

Antes de sentarse junto a su padre, había mirado por encima del hombro y sus ojos se habían encontrado por un instante, lo suficiente para dirigirle una leve y triste sonrisa con un ligero movimiento de la cabeza, como dándole a entender que ella bien sabía que él echaba en falta aquellos numeritos; y a pesar de la solemnidad de la ocasión y sus atormentados pensamientos acerca de su vecina asesinada, consiguió hacerle sonreír para sus adentros, alegrándolo por un momento.

– Y por ello todos sentimos hoy la pérdida de esta hermana… -El sermón del rabino proseguía predeciblemente.

Apartó con esfuerzo la mirada de la hija del señor González y, una vez más, escudriñó a los dolientes sentados. «Si él se encuentra aquí, sin duda estará observándolos detalladamente, buscando rostros para hacerlos coincidir con los de su memoria», pensó Winter.

Se centró en un hombre, un poco apartado, sentado a su derecha. El hombre miraba intensamente al rabino. El viejo detective sintió una súbita sospecha. «¿Por qué muestras tanto interés?», se preguntó.

Pero entonces, con igual rapidez, vio que el hombre se inclinaba y susurraba algo a la anciana que tenía a su lado. La mujer le tocó el brazo.

«Falsa alarma. Si te encuentras aquí, estás solo. ¿Acaso no estás siempre solo? Si es que existes», pensó Winter.

Inclinó la cabeza ligeramente, apoyando la barbilla contra el pecho para pensar. Les había aconsejado a Irving Silver, Frieda Kroner y al rabino Rubinstein que no asistieran al funeral. No quería darle al hombre que tanto temían la ventaja de verles antes de que ellos estuviesen preparados. Ellos habían puesto objeciones, pero él había insistido.

Observó a la multitud otra vez, buscando rostros desconocidos, pero había demasiados. Sophie Millstein había pertenecido a muchísimas asociaciones de mujeres, clubes de bridge, asambleas de la sinagoga. Había casi un centenar de ancianos cociéndose en las sillas de metal.

Las palabras del rabino parecían reverberar en el calor.

– Pasar por tantas cosas, para acabar de esta manera casi al final de sus días, es un sinsentido demasiado doloroso, muy difícil de aceptar, pero aun así…

Winter echó un vistazo alrededor, buscando al detective Robinson o a aquella joven fiscal, pero no les vio. Suponía que habría alguien de la policía de Miami Beach mezclado entre los dolientes; era el procedimiento habitual en cualquier homicidio, incluso cuando el sospechoso principal era de diferente edad y raza. No se podía predecir quién podría aparecer, movido por la curiosidad. Pensó que Robinson habría enviado a un subordinado, ya que su color de piel le impedía disfrutar del anonimato necesario para observar a la gente reunida bajo el dosel.

Por supuesto, quienquiera que fuese la persona que el detective había enviado, lo más probable es que estuviese buscando a la persona equivocada.

Simon Winter exhaló el aire lentamente y estrujó en su mano el programa impreso. Sentía una furia difícil de controlar, una frustración martilleándole las entrañas.

«Aún no tengo nada -se dijo-. Sólo extrañas coincidencias, tres viejos y una pesadilla de otra época.»

Alzó de nuevo la vista al cielo. La frustración iba trocándose en un sentimiento de culpa. «¿Te acordarás realmente de cómo hacerlo? ¿Cómo detectar pistas y convertirlas en algo tangible, frío y real? -Apretó los dientes-. Empieza a actuar como lo hacías en tus tiempos -se ordenó-. ¿Quieres que te llamen detective de nuevo? Pues entonces compórtate como uno de ellos. Haz preguntas y encuentra respuestas.»

En la primera fila, junto a la tumba, un niño de unos cuatro o cinco años no dejaba de moverse nerviosamente, intentando hablar mientras el rabino pronunciaba el sermón, y su madre le hacía callar suavemente. El rabino hizo una pausa, sonrió al niño y luego continuó:

– Así pues, ¿quién era Sophie Millstein, esta mujer que dio tanto de sí misma, que consiguió tantos logros en su vida? Deberíamos saber más de esta extraordinaria mujer, para aprender de las lecciones de su vida, de la misma forma que han aprendido su hijo, su nuera y su amado nieto…

Simon Winter veía a Murray Millstein de espaldas. Pero mientras el rabino hablaba vio que el abogado extendía su brazo y rodeaba los hombros de su esposa y de paso abrazaba a su hijo, en el que reposó su mano. El rabino prosiguió, finalmente cambiando sin esfuerzo al hebreo, para pronunciar el kaddish sobre el ataúd, pero Winter ya no escuchó y ya no sintió el calor opresivo. Lo único que veía era la mano del joven padre apoyada en el hombro de su hijito, y al niño que reposaba suavemente su mejilla en la mano, donde encontraba la seguridad necesaria para disipar los miedos terribles que los niños experimentan ante la muerte y extinción.

Winter se puso a un lado de la cola de quienes iban a dar el pésame después del servicio religioso. Esperaba el momento oportuno, quería que fuese más de un segundo, deseaba pronunciar más que un simple murmullo de consuelo y marcharse. Cuando los asistentes empezaron a irse y vio que el joven abogado buscaba con la mirada a su esposa y su hijo, Winter se adelantó.

– Señor Millstein, soy Simon Winter. Era uno de los vecinos de su madre…

– Por supuesto, señor Winter. Mi madre hablaba de usted a menudo.

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