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– Lamento mucho su pérdida…

– Gracias.

– Sin embargo, me preguntaba si… si la policía ha…

– Dicen que están haciendo progresos y que me mantendrán informado. Usted era policía, ¿no es así? Me parece recordar que mi madre…

– Sí, aquí mismo en Miami. Detective.

– Mi madre hablaba muy bien de usted. Y de todos sus vecinos. ¿Cuál era su especialidad?

– Homicidios.

Murray Millstein hizo una pausa, como si sopesase las connotaciones de aquella respuesta. Era un hombre bajo y delgado, de aspecto enjuto, como un corredor de fondo, y parecía prestar atención a todos los detalles.

El ex detective pensó que las lágrimas que Murray Millstein destinase a llorar el asesinato de su madre serían derramadas en privado. Éste observó a Winter atentamente antes de responder en voz baja.

– La policía de Miami Beach parece bastante competente. ¿Opina lo mismo?

– Sí, seguro que sí. Simplemente es que… ¿podría hacerle algunas preguntas? ¿En alguna parte que no sea aquí? -Simon hizo un gesto y entonces vio que el rabino y el director de la funeraria se acercaban a ellos.

– Pensamos iniciar el duelo cuando regresemos a Long Island. Tenemos previsto volar de regreso esta noche. ¿Hay algo en concreto que quiera usted preguntarme?

– Pues… es algo que su madre me dijo poco antes de su muerte.

– ¿Algo que ella dijo?

– Sí.

– ¿Y usted cree que tiene alguna relación…?

– No estoy seguro, pero me preocupa. Tal vez es que simplemente soy viejo y tengo exceso de imaginación. Debe confiar en la policía de Miami Beach. Estoy seguro de que a su caso le darán prioridad.

Millstein dudó y luego respondió rápidamente.

– Esta tarde tengo que reunirme con los que se ocuparán de la mudanza, a las cuatro. ¿Qué le parece si hablamos entonces?

Winter asintió. El joven se dio la vuelta y se alejó para recibir a los dos hombres que se acercaban.

Simon estaba esperando junto al querubín en el patio de The Sunshine Arms, cuando llegó Murray Millstein, acompañado por un hombre que vestía un traje beis que le sentaba mal. El hijo de la mujer asesinada miró rápidamente alrededor antes de entrar en el apartamento. Había un gran letrero rojo pegado a la puerta: ESCENA DE UN CRIMEN – ENTRADA NO AUTORIZADA. Millstein se detuvo con la llave en la mano, se volvió hacia el hombre del traje beis y dijo:

– No entraré. Hágalo usted y dése prisa, y recuerde no tocar nada. Luego hablaremos.

El hombre asintió con la cabeza y el abogado Millstein abrió la puerta. Después se dirigió a Winter y se sentó en los escalones de la entrada.

– Yo quería que se mudara a una residencia de la tercera edad. Ya sabe, uno de esos lugares en Fort Lauderdale especializados en ancianos. En particular en los que están solos. Una comunidad planificada. Seguridad las veinticuatro horas del día. Juegos de mesa, entretenimientos…

– Ella lo mencionó alguna vez.

– Pero no quería hacerlo. Le gustaba esto.

– A veces cuando te haces anciano, el cambio asusta más que cualquier amenaza del entorno.

– Tal vez. Pero sólo si tu entorno no se materializa una noche y te asesina en tu propia cama mientras duermes. -Su voz rezumaba amarga culpabilidad-. ¿Usted también es así, señor Winter?

– Sí y no. ¿Quién sabe? No me gustaría mudarme a una de esas residencias. Pero cuando finalmente vaya a una, probablemente me guste.

– Ése es el problema, ¿verdad?

– Me temo que sí. -Winter se sentó a su lado.

– No puedo entrar, ¿sabe? Pensé que podría. Pensé que lo necesitaba, ver dónde sucedió. Pero no puedo. -Inspiró hondo-. ¿Hay manchas de sangre?

Simon negó con la cabeza.

– No. Sólo que todo está un poco revuelto. Todas las escenas de crimen lo están. Polvo para las huellas digitales en los muebles, rastros de gente entrando y saliendo… Su madre se habría puesto furiosa. Ella siempre tenía su casa muy limpia.

Murray sonrió.

– Se habría sentido mortificada si hubiera sabido que moría en desorden. -La tristeza acompañó cada palabra, a pesar de la forzada sonrisa.

– Ya.

El joven suspiró lentamente.

– Es muy duro -dijo en voz baja-. Tienes un tipo de relación que atañe a los aspectos difíciles y cotidianos de la vida. Intentas que tu madre haga algo que no quiere hacer. Discutes con tu mujer. Después tu madre intenta suavizar las cosas enviándole regalos a su nieto… Yo sabía que se estaba haciendo mayor, y supongo que sabía también que no le quedaba mucho tiempo. Había muchas cosas que quería decirle. Cuando mi padre murió me di cuenta. Vi lo terrible que era querer decir cosas y no tener la oportunidad de hacerlo. Así que me prometí decirle todo lo que me había guardado. Pero primero por una cosa y luego por otra, también por culpa de mi trabajo, el tiempo transcurrió inexorablemente, señor Winter. El tiempo se escapa a toda prisa, no importa lo que hagas. Y luego todo se frustra porque un yonqui de mierda necesita unos dólares para chutarse o lo que sea y cree que matando a mi madre tiene el problema resuelto…

La voz de Murray Millstein se había alzado como un turbulento río de angustia, sus palabras resonaron en el patio.

– Algún jodido yonqui, un maldito drogadicto, una escoria. Se chuta la vida de mi madre en su jodido brazo o se la fuma en su puta pipa. Espero que cuando lo atrapen me dejen arrancarle el corazón.

Hizo una pausa para tomar aliento.

– Esa bestia pagará su crimen… -espetó.

Luego calló, como si de pronto se sintiese incómodo dejándose llevar por sus emociones con tal intensidad. Miró al frente un momento antes de volverse hacia Winter y preguntar:

– ¿Usted cree que atraparán a ese bastardo?

– No lo sé. Las técnicas policiales han mejorado. Tal vez sí.

– Pero tal vez no, ¿verdad?

– Quizá no. La mayoría de los homicidios que se resuelven son los que sabes enseguida quién los ha cometido. Un marido, una esposa, un socio, otro traficante, el que sea… Pero cuando dos vidas sólo se encuentran por azar…

– Es más difícil.

– Así es.

– ¿Habló usted con el detective? ¿Aquel tipo negro?

– Sí. Parecía bastante competente.

– Eso espero. Veremos.

– Siga presionándoles -aconsejó Winter.

– ¿Qué?

– No deje de llamar por teléfono. Escriba cartas al fiscal del condado. Escriba a los condenados periódicos, a las cadenas de televisión. Siga recordándoselo. Eso ayudará. Mantendrá el caso en lo alto del montón de expedientes del despacho de alguien, en lugar de quedar sepultado abajo.

– ¿Suele suceder? ¿Casos que sencillamente se traspapelan?

– Todos los detectives lo saben. Siga haciendo que piensen en su caso. Tal vez obtenga resultados.

– Es un buen consejo.

Ambos se quedaron en silencio unos instantes y luego Murray Millstein hizo un amplio gesto con el brazo abarcando todo lo que veía.

– Tengo treinta y nueve años y quiero irme de aquí para siempre. Quiero que el tipo de las mudanzas termine con su tarea y quiero subir a un avión y regresar a casa… -Se giró un poco hacia Winter-. Así que ya puede preguntarme lo que quería.

– El día que su madre fue asesinada vino a verme. Estaba asustada. Había visto a alguien de su pasado, en Berlín, 1943.

– ¿De veras?

– ¿Der Schattenmann significa algo para usted?

Millstein hizo una pausa y contestó:

– No. No que yo recuerde. Der Schattenmann… No. No me suena de nada.

– ¿Su madre hablaba mucho de sus experiencias durante la guerra?

Millstein negó con la cabeza.

– ¿Sabe algo de las relaciones entre los supervivientes del Holocausto y sus hijos, señor Winter?

– No.

– Son, como lo diría… problemáticas. -Se frotó la frente, como si quisiera despejar algún pensamiento difícil, antes de continuar-. Ella no quería hablar de los campos ni de su vida antes de los campos. Tampoco de su vida antes de conocer a mi padre. Solía decir que su vida realmente empezó cuando él la trajo a Estados Unidos. ¿Sabía que ella no hablaba inglés cuando vino? No sólo aprendió el idioma, sino que se empeñó en borrar completamente cualquier rastro de su acento alemán. Mi padre contaba que se quedaba hasta altas horas de la noche practicando delante de un espejo.

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