– Por supuesto.
– Y, claro, sabía que huiría a la primera ocasión. Ese chico…
– ¿Un novio?
– Si. Estoy casi segura de que ya estaba embarazada cuando terminó aquella primavera.
– ¿Cómo se llamaba? ¿Vive todavía por aquí? Sería fundamental encontrarlo, ¿sabe? Con eso del acervo genético… No entiendo la jerga de los médicos, pero…
– Hubo un hijo. Pero no sé qué pasó. No echaron raíces aquí, eso seguro. El chico pensaba alistarse en la Marina, aunque no sé si llegó a hacerlo, y ella se marchó a la universidad local. No creo que se casaran. Me la encontré una vez por la calle. Se paró para saludarme, pero nada más. Era como si ya no pudiera hablar sobre nada. Claire pasaba de sentirse avergonzada por una cosa a sentirse avergonzada por otra. Sin embargo era brillante, maravillosa en un escenario. Podía interpretar cualquier papel, desde Shakespeare a Ellos y ellas, y hacerlo muy bien. Tenía verdadero talento para la interpretación. Su problema era la realidad.
– Comprendo.
– Era una de esas personas a las que te gustaría ayudar pero no puedes. Su empeño era encontrar a alguien que cuidara de ella, pero siempre encontraba a la persona equivocada. Sin excepción.
– ¿Y el chico?
– ¿Daniel Collins? -La directora tomó el anuario y hojeó unas páginas hacia atrás antes de devolvérselo a Ricky-. Guapo, ¿eh? Volvía locas a las chicas. Jugaba a fútbol y a baloncesto, aunque no era ninguna estrella. Bastante listo, pero no se esforzaba en clase. El tipo de chico que siempre sabe dónde es la fiesta, dónde se obtiene alcohol o hierba o lo que sea, y al que no pillan nunca. Uno de esos muchachos que salía de una para meterse en otra. Tenía a todas las chicas en el bolsillo, pero sobre todo a Claire. Era una de esas relaciones que sabes que sólo pueden acabar mal pero no puedes hacer nada.
– Veo que no le gustaba demasiado ese chico.
– ¿Por qué iba a gustarme? Era una especie de depredador.
Y sin duda era bastante egoísta, sólo miraba por él mismo.
– ¿Tiene la dirección de su familia?
La directora se sentó al ordenador y tecleó un nombre. Luego anotó un número en un trozo de papel que entregó a Ricky. Él asintió a modo de respuesta.
– ¿Piensa que la abandonó?
– Seguro, después de haberla utilizado. Eso era lo que se le daba bien: utilizar a la gente y deshacerse de ella después. Si tardó un año o diez, no lo sé. Cuando te dedicas a este trabajo, llegas a pronosticar muy bien lo que ocurrirá a los chicos. Algunos te pueden sorprender, en un sentido u otro, pero no muchos. -Señaló la predicción del anuario. «En Broadway o bajo él.» Ricky sabía cuál de esas dos alternativas se había hecho realidad-. Los chicos siempre bromean cuando predicen. Pero la vida no suele ser tan divertida, ¿verdad?
Antes de dirigirse al hospital para veteranos del ejército, Ricky pasó por el motel para ponerse el traje negro. También recogió el objeto que había tomado prestado del departamento de teatro en la Universidad de New Hampshire, se lo colocó en el cuello y se contempló en el espejo.
El edificio del hospital tenía el mismo aspecto impersonal que el instituto. Era de ladrillo blanqueado, de dos plantas, como si lo hubieran dejado caer en un espacio abierto entre por lo menos seis iglesias distintas, según el cómputo de Ricky. Pentecostal, baptista, católica, congregacionalista, unitaria y metodista episcopal africana, todas ellas con esos esperanzadores tableros de anuncios en el jardín de entrada que proclamaban una felicidad infinita ante la llegada inminente de Jesús, o como mínimo, el consuelo en las palabras de la Biblia, pronunciadas con fervor en un oficio diario y en dos los domingos. A Ricky, que había adquirido una saludable falta de respeto por la religión en su ejercicio profesional, le gustó bastante la yuxtaposición del hospital para veteranos del ejército y las iglesias: era como sí la dura realidad de los abandonados, representada por el hospital, sirviera para equilibrar en cierta medida todo el optimismo que circulaba sin control en las iglesias. Se preguntó si Claire Tyson habría asistido con regularidad a la iglesia. Sospechaba que si, dado el ambiente en que había crecido. Todo el mundo iba a la iglesia. El problema era que eso no impedía que los feligreses maltrataran a sus mujeres o a sus hijos los demás días de la semana; algo que estaba seguro de que Jesús desaprobaba, si es que opinaba al respecto.
El hospital para veteranos del ejército tenía dos mástiles con la bandera de Estados Unidos y la del estado de Florida, una junto a otra, colgando lánguidamente en aquel calor impropio de finales de la primavera. Había unos arbustos plantados sin ton ni son junto a la entrada, y Ricky vio unos cuantos ancianos con batas andrajosas y en sillas de ruedas, sentados solos en un pequeño porche lateral bajo el sol de la tarde. No estaban en grupo, ni siquiera en parejas. Cada uno parecía funcionar en una órbita exclusiva, definida por la edad y la enfermedad. Avanzó y cruzó la entrada. El interior estaba en penumbra. Se estremeció. Los hospitales a los que había llevado a su mujer antes de morir eran claros, modernos, diseñados para reflejar todos los avances de la medicina. Eran sitios que parecían llenos del propósito de sobrevivir. O, como era su caso, de la necesidad de luchar contra lo inevitable. De robar días a la enfermedad, como un jugador de fútbol americano que intenta ganar yardas, por muchos defensas que lo plaquen. Este hospital era todo lo contrario. Era un edificio en el peldaño inferior de la asistencia médica, donde los tratamientos eran tan anodinos y poco creativos como el menú diario. La muerte, tan regular y sencilla como el arroz blanco. Ricky sintió frío al adentrarse, porque supo que era un lugar triste al que aquellos ancianos iban a morir.
Vio a una recepcionista tras una mesa y se acerco.
– Buenos días, padre -le dijo la mujer afablemente-. ¿En qué puedo servirle?
– Buenos días, hija mía -contestó Ricky mientras se tocaba el alzacuellos que había tomado prestado del cuarto de atrás-. Qué calor para llevar el traje elegido por el Señor -bromeó-. A veces me preguntó por qué el Señor no elegiría una de esas bonitas camisas hawaianas de colores tan alegres en lugar del alzacuellos -prosiguió-. Seria más cómodo en días como este.
La recepcionista soltó una carcajada.
– ¿En qué estaría pensando nuestro Señor? -añadió.
– He venido para ver a un paciente. Se llama Tyson.
– ¿Es pariente suyo, padre?
– Pues no, hija mía. Pero su hija me rogó que lo visitara cuando algún asunto de la Iglesia me trajese aquí.
Esta respuesta pareció colar, tal como Ricky había previsto.
No creía que nadie de aquella zona de Florida fuera a rechazar nunca a un sacerdote. La mujer comprobó unos datos en el ordenador. Sonrió cuando el nombre apareció en pantalla.
– Qué extraño -comentó-. Aquí no consta ningún familiar vivo. Ningún pariente próximo. ¿Está seguro de que era su hija?
– Han estado muy distanciados, y ella le volvió la espalda hace tiempo. Ahora, con mi ayuda y la bendición del Señor, quizás exista la probabilidad de una reconciliación en su vejez.
– Eso estaría bien, padre. Espero que así sea. De todos modos, ella debería figurar en nuestro ordenador.
– Le diré que le envíe sus datos -aseguró Ricky.
– Puede que él la necesite…
– Que Dios la bendiga, hija mía -dijo Ricky, disfrutando de la hipocresía de sus palabras y de su relato, del mismo modo que en el escenario un actor disfruta de esos momentos llenos de tensión y alguna duda, pero vigorizados por el público.
Después de tantos años pasados tras el diván guardándose sus opiniones sobre la mayoría de las cosas, Ricky estaba ahora radiante por poder salir al mundo y mentir.
– No parece que haya mucho tiempo para una reconciliación, padre. Me temo que el señor Tyson está en la unidad de desahuciados -anunció la recepcionista-. Lo siento, padre.