También consultó guías telefónicas electrónicas del norte de Florida. Claire Tyson era de esa zona y Ricky sospechaba que, si tenía algún familiar vivo (aparte de Rumplestiltskin), ahí lo localizaría. En el certificado de defunción figuraba la dirección del pariente más cercano, pero cuando la comprobó con el nombre, descubrió que otra persona vivía en ese sitio. Había varios Tyson en las afueras de Pensacola, y parecía una tarea desalentadora intentar averiguar quién era quién, hasta que Ricky recordó las notas que él mismo había garabateado durante sus pocas sesiones con la mujer. Recordaba que había terminado la secundaria y estudiado dos años en la universidad antes de dejarla para seguir a un marinero destinado en una base naval, el padre de sus tres hijos.
Imprimió los nombres de posibles parientes y la dirección de todos los institutos de secundaria de la zona.
Al contemplar las hojas impresas le pareció que debería haber hecho aquello muchos años antes: intentar conocer y comprender a una mujer joven.
Pensó que los dos mundos no podían ser más distintos. Pensacola, Florida, es una zona muy religiosa. Fanatismo cristiano, alabado sea el Señor y ve a misa los domingos y cualquier otro día en que Su presencia sea necesaria. En opinión de Ricky, Nueva York debía de significar todo lo que cualquier persona crecida en Pensacola consideraría malo y diabólico. Le pareció una combinación inquietante. Pero estaba bastante seguro de algo: tenía más probabilidades de encontrar a Rumplestiltskin en la ciudad que en aquella zona rural del norte de Florida. Sin embargo no creía que su perseguidor no hubiera dejado huella en el sur.
Decidió empezar por ahí.
Solicitó un carné de conducir falso de Florida y una tarjeta de identificación de militar retirado a uno de los puntos de venta de este tipo de cosas en Internet. Los documentos tenían que ser remitidos al apartado de correos de Frederick Lazarus en Mailboxes Etc. Pero la identificación era a nombre de Rick Tyson.
Pensó que la gente estaría dispuesta a ayudar a un familiar desaparecido hacía mucho tiempo y que parecía querer encontrar sus raíces del modo más inocente. Para guardarse aún más las espaldas, inventó un centro ficticio para el tratamiento del cáncer y, con papel de carta falso, escribió ~a quien corresponda» explicando que un pariente del señor Tyson, aquejado de la enfermedad de Hodgkin, precisaba una médula ósea compatible, y que cualquier ayuda para localizar a miembros de su familia, cuya médula ósea tenía más probabilidades de serlo, seria agradecida y quizás incluso serviría para salvarle la vida.
Ricky sabía que esta carta era de lo más cínica. Pero seguramente le abriría algunas puertas.
Hizo una reserva de avión, ultimó detalles con sus caseras y su jefe del departamento de mantenimiento de la universidad con objeto de cambiar algunas jornadas laborables. Después fue a una tienda de ropa de segunda mano y se compró un traje negro de verano, sencillo y muy barato. Era más o menos lo que, según él, llevaría alguien de pompas fúnebres y lo consideró adecuado a sus circunstancias.
A última hora de la tarde del día antes de su partida, con la camisa y los pantalones de empleado de mantenimiento, entró en el departamento de teatro de la universidad. Una de sus llaves maestras abría el almacén donde se guardaban los trajes de las diversas producciones.
No tardó mucho en encontrar lo que necesitaba.
El calor de la costa del Golfo contenía una altísima humedad oculta como una amenaza velada. Sus primeras bocanadas de aire al salir del aire acondicionado del vestíbulo del aeropuerto hacia la zona de alquiler de coches fueron de una calidez empalagosa y opresiva, desconocida en Cape Cod hasta en los días más calurosos, e incluso en Nueva York durante la canícula de agosto. Era casi como si el aire tuviera consistencia, como si transportara algo invisible y peligroso. Al principio pensó que serian enfermedades.
Pero después supuso que esa idea era exagerada.
Su plan era sencillo: se alojaría en un motel barato e iría a la dirección que figuraba en el certificado de defunción de Claire Tyson. Llamaría a algunas puertas, haría preguntas, averiguaría si alguien que viviera ahí ahora conocía el paradero de su familia.
Luego recorrería los institutos más cercanos a esa dirección. No era un plan demasiado brillante pero poseía cierta tenacidad periodística: llamar a puertas y averiguar quién tenía algo que decir.
Encontró un Motel 6 situado en un bulevar lleno de centros comerciales, restaurantes de comida rápida de todas las cadenas y tiendas de saldos. Era una calle bañada por el implacable sol del Golfo. Las esporádicas zonas de palmeras y matorrales parecían haber llegado con la corriente hasta aquella costa de comercio barato como restos flotantes tras una tormenta. Podía saborear el mar cercano, cuyo aroma llenaba el aire, pero la vista era la de un terreno urbanizado, casi infinito, como un período decimal de edificios de dos plantas y carteles chillones.
Se inscribió con el nombre Frederick Lazarus y pagó una estancia de tres días en efectivo. Dijo al recepcionista que era viajante, aunque el hombre no le prestó demasiada atención. Dejó la bolsa en la modesta habitación y luego cruzó el estacionamiento hacia la tienda de una gasolinera. Allí compró un plano detallado de la zona de Pensacola.
La extensión de viviendas cerca de la base naval poseía una uniformidad que le recordó un poco a uno de los primeros círculos del infierno. Hileras de casas de bloque de hormigón, con manchas de hierba achicharrada al sol y aspersores omnipresentes que salpicaban el césped. Al recorrer la zona en coche, Ricky pensó que cada manzana presentaba características que parecían definir las aspiraciones de sus habitantes: las manzanas con la hierba bien cortada en jardines cuidados y las casas recién pintadas de blanco reluciente al sol del Golfo parecían significar esperanza y posibilidades.
Los coches aparcados en los senderos de entrada estaban limpios, pulidos, brillantes y nuevos. En algunos jardines había columpios y juguetes de plástico, y a pesar del calor de la mañana, algunos niños jugaban bajo la mirada atenta de sus padres. Pero la línea de demarcación era clara: unas manzanas más allá las casas tenían un aspecto notoriamente desgastado. La pintura vieja, pelada, y los canalones manchados por el uso. Franjas de tierra, alambradas, un par de coches sobre bloques, sin ruedas, oxidándose. Pocas voces de niños jugando, cubos de basuras desbordantes de botellas.
Manzanas de sueños limitados.
El Golfo, a lo lejos, con su extensión de vibrantes aguas azules, y la base, con enormes barcos grises de la armada alineados, eran el eje sobre el que giraba todo. Pero a medida que se alejaba del mar y se adentraba más en las carencias, el mundo que veía parecía limitado, sin rumbo y tan inútil como una botella vacía.
Encontró la calle donde vivía la familia de Claire Tyson y se estremeció. No era ni mejor ni peor que las demás, pero su mediocridad impulsaba a huir de allí.
Ricky buscaba el número trece, que estaba hacia mitad de la calle. Frenó y aparcó.
La casa en sí era similar a las demás de la calle, de una planta con dos o tres dormitorios y aparatos de aire acondicionado colgando de un par de ventanas. En el cochambroso porche había una oxidada barbacoa negra. La casa estaba pintada de un rosa apagado y lucía un estrafalario trece negro escrito a mano junto a la puerta. El uno era mucho más grande que el tres, lo que casi indicaba que la persona que había pintado la dirección en la pared había cambiado de idea a medio brochazo. Había un aro de baloncesto clavado sobre la puerta de un garaje que le pareció, a pesar de no ser ningún experto, estar entre quince y treinta centímetros por debajo de lo reglamentario. Además estaba doblado. No tenía red. Una pelota vieja y descolorida descansaba junto a un puntal.