Ricky disparó decenas de veces con una pequeña automática del 22., y una Magnum, la 9 milímetros que prefieren las fuerzas del orden y la del calibre 45 que se popularizó durante la Segunda Guerra Mundial y cuyo retroceso le sacudía hasta el hombro y el pecho al dispararla.
Se decidió por algo intermedio, una Ruger semiautomática 3 8o con un cargador de quince balas. Era un arma situada en la gama entre el gran disparo que prefería la policía y las mortíferas armas pequeñas que gustaban a las mujeres y los asesinos profesionales. Ricky eligió la misma arma que había visto en el maletín de Merlin en aquel tren, algo que le parecía ocurrido en un mundo totalmente distinto. Pensó que era una buena idea estar igualados, aunque sólo fuera en cuanto al arma.
Rellenó la solicitud de licencia de armas con el nombre de Frederick Lazarus y usó el número de la Seguridad Social falso que había conseguido para esta finalidad concreta.
– Tarda un par de días -comentó el dependiente-. Aunque aquí es más fácil que en Massachusetts. ¿Cómo la va a pagar?
– En efectivo.
– Un método anticuado -sonrió el hombre-. ¿No va a ser con tarjeta?
– Las tarjetas sólo te complican la vida.
– Una Ruger 380 la simplifica.
– ¿De eso se trata, ¿no? -repuso Ricky.
El dependiente asintió mientras terminaba el papeleo.
– ¿Está pensando en simplificar a alguien en particular, señor Lazarus?
– Qué pregunta tan extraña -contestó Ricky-. ¿Tengo el aspecto de ser un hombre con un enemigo por jefe? ¿Con un vecino que te suelte el chucho cada vez que pasas por su casa? ¿O casado con una mujer que te haya fastidiado demasiado a menudo?
– No -dijo el dependiente con una sonrisa-. No lo tiene. Pero es que tampoco tenemos muchos clientes nuevos. La mayoría son bastante habituales, de modo que al menos les conocemos la cara, si no el nombre. -Bajó los ojos hacia el formulario-. ¿Se la van a conceder, señor Lazarus?
– Claro. ¿Por qué no?
– Bueno, eso es más o menos lo que estoy preguntando. Detesto todo este follón legal.
– Las normas son las normas -dijo Ricky.
El hombre asintió.
– Ya lo puede decir, ya.
– ¿Y para practicar? -quiso saber Ricky-. Porque ya me dirá de qué sirve una buena arma como ésta si no la maneja un experto.
– Tiene toda la razón, señor Lazarus -asintió el dependiente-.
Mucha gente cree que cuando ha comprado la pistola ya no necesita nada más para protegerse. Pero es sólo el principio, coño. Hay que saber manejar el arma, sobre todo cuando las cosas se ponen, digamos, tensas, como cuando tienes un atracador en la cocina y tú estás en pijama en el dormitorio…
– Exacto -asintió Ricky-. No se puede estar tan asustado…
que uno termine cargándose a la mujer o al perro o al gato de la familia. -El dependiente terminó la frase por él y rió-. Aunque puede que eso no fuera lo peor. Si usted estuviera casado con mi parienta, después invitaría al atracador a tomar una cerveza.
Y más si tuviera también ese maldito gato suyo que me hace estornudar a todas horas.
– Así pues, ¿el local de tiro…?
– Puede usarlo siempre que quiera. Las dianas cuestan sólo cincuenta centavos. El único requisito es que compre aquí la munición. Y que no entre por la puerta con un arma cargada. Tiene que llevarla enfundada y con el cargador vacío. Llenarlo aquí, donde alguien pueda ver qué hace. Luego podrá disparar todo lo que quiera. Al llegar la primavera organizamos un curso de combate en el bosque. A lo mejor le interesa probarlo.
– Por supuesto -dijo Ricky.
– ¿Quiere que le llame cuando llegue la licencia, señor Lazarus?
– ¿Cuarenta y ocho horas? Ya me pasaré por aquí. O telefoneare.
– Como quiera. -El hombre lo observó con atención-. A veces las licencias de armas son rechazadas debido a algún problema técnico. Igual hay algún que otro problema con los números que me dio, ¿sabe? Aparece algo en algún ordenador, ya me entiende.
– Todo el mundo puede equivocarse, ¿verdad? -dijo Ricky.
– Parece buena gente, señor Lazarus. Me daría rabia que le negaran la licencia por alguna metedura de pata burocrática. -El dependiente habló despacio, casi con cautela. Ricky oyó su tono-.
Todo depende del funcionario que repasa la solicitud. Algunos se limitan a teclear los números sin apenas prestar atención. Otros se toman su trabajo muy en serio.
– Al parecer hay que asegurarse de que la solicitud llegue a la persona adecuada.
– No tendríamos que saber quién hace las comprobaciones -asintió el dependiente-, pero tengo amigos que trabajan ahí.
Ricky sacó la cartera y puso cien dólares en el mostrador.
– No es necesario -comentó el hombre sonriendo de nuevo, pero cogió el dinero-. Me aseguraré de que llegue al funcionario adecuado, uno que procesa las cosas con mucha rapidez y eficiencia.
– Es usted muy amable -aseguró Ricky-. Muy amable. Le deberé una.
– No es nada. Queremos que nuestros clientes queden satisfechos. -Se guardó el billete en el bolsillo-. Oiga, ¿le interesaría un rifle? Tenemos en oferta uno muy bueno del calibre 30 con mira telescópica para cazar ciervos. Y también escopetas…
– Tal vez -asintió Ricky-. Tengo que ver antes qué necesito.
Cuando sepa que no hay problemas con la licencia, estudiaré mis necesidades. Tienen una pinta impresionante.
Señaló la colección de armas de asalto.
– Una ametralladora Uzi o una Ingram del 45 o un AK-47 que puede ir muy bien para acabar con cualquier disputa a la que se esté enfrentando -informó el hombre-. Suelen desalentar la disconformidad y favorecer la aceptación.
– Lo recordaré -contestó Ricky.
Ricky tenía cada vez más destreza con el ordenador.
Con su nombre informático hizo un par de búsquedas electrónicas sobre su árbol genealógico y, con rapidez desalentadora, descubrió lo fácil que le había sido a Rumplestiltskin obtener la lista de familiares que había constituido la base de su amenaza inicial. Los aproximadamente cincuenta miembros de la familia del doctor Frederick Starks surgieron a través de Internet en sólo un par de horas de búsqueda. Una vez obtenidos los nombres, no se tardaba demasiado en conseguir direcciones. Las direcciones se convertían en profesiones. No costaba imaginar cómo Rumplestiltskin (que tenía todo el tiempo y la energía necesarios) había logrado información sobre esas personas y encontrado a varios miembros vulnerables del extenso grupo.
Ricky estaba sentado frente al ordenador, algo perplejo.
Cuando su nombre apareció y el segundo programa de árboles genealógicos le mostró como recientemente fallecido, se puso tenso en la silla, sorprendido, aunque no debería haberlo estado; fue como el susto que se tiene cuando por la noche un animal cruza la carretera frente a un coche y desaparece entre los matorrales. Un instante de miedo que remite al instante.
Había trabajado décadas en un mundo de privacidad donde los secretos permanecían ocultos bajo nieblas emocionales y capas de dudas, encerrados en la memoria, oscurecidos por años de negaciones y depresiones. Si el análisis, en el mejor de los casos, consiste en ir desprendiéndose de frustraciones para dejar verdades al descubierto, el ordenador le pareció el equivalente clínico del bisturí. Los detalles y los datos simplemente se iluminaban en la pantalla, arrancados al instante con unas meras pulsaciones en el teclado. Lo detestaba y le apasionaba a la vez.
También se dio cuenta de lo desfasada que parecía su profesión.
Y también comprendió las pocas posibilidades que había tenido de ganar el juego de Rumplestiltskin. Cuando recordaba los quince días entre la carta y su pseudomuerte, veía lo fácil que le había sido a su perseguidor anticiparse a cada paso que él daba.
La previsibilidad de su reacción ante cada situación era de lo más evidente.
Reflexionó sobre otro aspecto del juego. Cada momento había sido pensado por anticipado, cada momento lo había lanzado en direcciones qué estaban claramente previstas. Rumplestiltskin lo había sabido tan bien como él mismo ahora. Virgil y Merlin habían sido el señuelo usado para distraerlo y evitar que pusiera las cosas en perspectiva. Le habían impuesto un ritmo vertiginoso, llenado sus últimos días de exigencias y convertido en real y palpable cada amenaza.