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Estaba tan cerca de la vida como de la muerte.

Pasados unos minutos, el hombre decidió que ya tenía todo lo que había de valor en la basura y se dirigió al siguiente cubo.

Ricky permaneció sentado sin perderlo de vista. Tras unos momentos dedicados a hurgar en la basura, el hombre se marchó tirando del carrito. Ricky lo siguió.

No tardó mucho en llegar a una calle de Charlestown llena de tiendas mugrientas. Era un lugar para los necesitados de todo tipo. Una tienda de muebles de saldo que ofrecía en grandes letras escritas en los escaparates facilidades y créditos. Dos casas de empeños, una tienda de electrodomésticos, una tienda de modas cuyos maniquíes parecían carecer todos de un brazo o tina pierna, como si hubieran quedado mutilados o marcados en algún accidente. Ricky observó cómo el hombre se dirigía directo hacia la mitad de la manzana, hacia un edificio cuadrado pintado de amarillo con un cartel prominente en la fachada: REFRESCOS Y LICORES DE AL. Debajo había un segundo cartel, con las mismas letras, casi igual de grandes: CENTRO DE CANJE. Este cartel tenía una flecha que señalaba la parte posterior.

El hombre que tiraba del carrito lleno de latas dobló la esquina del edificio. Ricky lo siguió.

En la parte trasera de la tienda había una puerta de postigo, con un cartel sobre el dintel: CANJEAR AQUÍ. El hombre tocó un timbre que había a un lado. Ricky se apretó contra la pared para no dejarse ver.

En unos segundos apareció un joven. La transacción sólo llevó unos minutos. El vagabundo entregó la colección de latas, el muchacho las contó y después tomó un par de billetes de un fajo que se sacó del bolsillo. El hombre cogió el dinero, se metió la mano en un bolsillo del abrigo y sacó una gruesa y vieja cartera de piel llena de papeles. Puso los billetes en ella y entregó otro al chico. El adolescente desapareció y regresó instantes después con una botella, que entregó al hombre.

Ricky se sentó en el suelo del callejón y esperó a que el hombre pasara por su lado. La botella, que Ricky supuso sería de vino barato, ya había desaparecido entre los pliegues del abrigo. El hombre lanzó una mirada a Ricky, pero no pudo verle los ojos porque éste agachó la cabeza. Ricky aguardó unos segundos y luego le siguió.

En Manhattan, Ricky había servido de ratón a los gatos Virgil, Merlin y Rumplestiltskin. Ahora estaba en el lado opuesto de la misma ecuación. Aminoraba o aceleraba el paso para no perder de vista al vagabundo en ningún momento, lo bastante cerca para seguirlo, lo bastante alejado para no ser descubierto. Provisto ahora de una botella, el hombre caminaba con resolución, como en una rápida marcha militar con un destino determinado. Giraba a menudo la cabeza para mirar en todas direcciones, sin duda temeroso de que le siguieran. Ricky pensó que su comportamiento paranoico estaba bien fundado.

Cubrieron decenas de manzanas y se adentraron y se alejaron del tráfico mientras el barrio se volvía cada vez más sórdido. El sol menguante del día proyectaba sombras en la calzada, y la pintura desconchada y las fachadas decrépitas parecían imitar el aspecto de Ricky y su objetivo.

De pronto el hombre vaciló en mitad de una manzana y se volvió hacia Ricky, que se apretujó contra un edificio para esconderse. Con el rabillo del ojo vio cómo el hombre se adentraba en un callejón, un angosto pasaje entre dos edificios de ladrillo. Inspiró hondo y lo siguió.

Se acercó a la boca del callejón y se asomó con cuidado. Era un lugar que parecía acoger la noche con bastante antelación. Ya estaba a oscuras; el tipo de lugar confinado que jamás se caldeaba en invierno ni se refrescaba en verano. Sólo pudo distinguir un montón de cajas de cartón abandonadas y un contenedor de basuras verde al fondo. El callejón lindaba con un edificio, y Ricky supuso que no tenía salida.

A una manzana de distancia había pasado por una tienda de ocasión y por otra de bebidas alcohólicas baratas. Se dirigió hacia allí. Sacó uno de sus valiosos billetes de veinte dólares del forro del abrigo y lo sujetó en la palma de la mano, donde quedó impregnado de sudor.

Fue primero a la tienda de bebidas. Era un local pequeño, con las ofertas anunciadas con letras rojas en el escaparate, pero estaba cerrado. Por el escaparate vio a un dependiente sentado tras la caja registradora. Intentó entrar y la puerta vibró. El dependiente miró en su dirección, se agachó y habló por un micrófono. Una vocecita salió por un altavoz pegado a la puerta.

– Lárguese si no tiene dinero, viejo de mierda.

– Tengo dinero -dijo Ricky.

El dependiente era un hombre barrigón de mediana edad, de más o menos los mismos años que él. Cuando cambió de postura, vio que llevaba un revólver enfundado a la cintura.

– ¿Sí? ¿Tiene dinero? Ya. Muéstremelo.

Ricky levantó el billete de veinte dólares. El hombre le echó un vistazo desde detrás de la caja.

– ¿De dónde lo ha sacado?

– Me lo encontré en la calle -contestó Ricky.

Se oyó el zumbido de la puerta, y Ricky la empujó para entrar.

– Si, seguro -comentó el dependiente-. Muy bien, tiene dos minutos. ¿Qué quiere?

– Una botella de vino.

El hombre alargó la mano hacia un estante que tenía detrás y eligió una botella. No era como ninguno de los vinos que Ricky había bebido hasta entonces. Llevaba tapón de rosca y en la etiqueta ponía Silver Satin. Costaba dos dólares. Ricky asintió y entregó el billete de veinte. El hombre metió la botella en una bolsa de papel, abrió la caja y sacó un billete de diez y dos de un dólar. Se los dio a Ricky.

– ¡Oiga! -se quejó éste-. Falta cambio.

– Creo que el otro día le vendí a crédito -contestó el hombre con una sonrisa torcida y la mano en la culata del revólver-. Sólo me estoy cobrando la deuda, viejo.

– Eso es mentira -soltó Ricky, enfadado-. Nunca antes he estado aquí.

– ¿Cree que voy a discutir, escoria? -El dependiente hizo un amago de lanzarle un puñetazo. Ricky retrocedió y lo miró con dureza. El hombre se rió y añadió-: Ya le he dado algo de cambio. Y más del que se merece. Ahora lárguese. Márchese de aquí, si no quiere que lo eche. Y si me hace salir de detrás del mostrador, le quitaré la botella y el cambio de una buena patada en el culo. ¿Qué decide?

Ricky se dirigió despacio hacia la puerta. Se volvió mientras intentaba pensar en una réplica adecuada, pero sólo consiguió que el dependiente dijera:

– ¿Qué pasa? ¿Tiene algún problema?

Ricky salió oyendo la risa del dependiente a su espalda.

Fue hasta la tienda de ocasión, donde lo recibieron con la misma pregunta: «¿Tiene dinero?». Mostró el billete de diez dólares.

Dentro, compró un paquete de los cigarrillos más baratos que encontró, un par de chocolatinas, un par de magdalenas y una linterna pequeña. El dependiente de la tienda era un chico joven, que echó las cosas en una bolsa de plástico y dijo con sarcasmo:

– Buena cena.

Ricky regresó a la calle. La noche había invadido la zona. La tenue luz de las tiendas que seguían abiertas lanzaba cuadraditos de claridad a la penumbra. Ricky cruzó hacia la boca del callejón.

Se metió con el menor ruido posible, se apoyó contra la pared de ladrillo y se deslizó hacia abajo para sentarse y esperar, sin dejar de pensar que hasta esa noche no había sabido lo fácil que es ser odiado en este mundo.

Fue como si la oscuridad lo envolviera POCO a poco del mismo modo que el calor durante el día. Era una negrura densa que le traspasó el cuerpo. Ricky dejó pasar un par de horas. Estaba en un estado de semisueño, con la cabeza llena de imágenes de quién había sido, de la gente que había llegado a su vida para destruirla y del plan que había elaborado para recuperarla. Le habría reconfortado, al estar ahí apoyado contra la pared de un callejón sombrío de una parte de una ciudad que le era desconocida, haber recordado a su mujer, o quizás a un viejo amigo, o tal vez incluso algún momento feliz de su infancia: una mañana de Navidad, una graduación, el momento de lucir su primer esmoquin en el baile del instituto o el ensayo de la cena la víspera de su boda. Pero todos esos momentos parecían pertenecer a otra existencia y otra persona. Jamás había creído demasiado en la reencarnación, pero era casi como si hubiese vuelto al mundo como alguien distinto. Al percibir el hedor creciente de su abrigo de vagabundo levantó la mano en la oscuridad e imaginó que tendría las uñas llenas de tierra. Antes las tenía así los días felices, porque significaba que se había pasado horas en el jardín de su casa de Cape Cod. Se le hizo un nudo en el estómago y pudo oír el estrépito de la gasolina encendida al propagarse por la casa. Era un recuerdo auditivo que parecía proceder de otra época, recuperado de un pasado distante por un arqueólogo.

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