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Tenía que convertirse en alguien que estuviera muerto y vivo a la vez.

Pensó en esta contradicción y sonrió. Levantó la cabeza hacia el sol abrasador.

Sabía exactamente lo que tenía que hacer.

No tardó demasiado en encontrar una tienda de ropa del Ejército de Salvación. Se encontraba en un pequeño centro comercial, por donde pasaba la principal línea de autobús. Era un lugar con edificios cuadrados, de pintura descolorida y desconchada, no exactamente decrépito y no precisamente venido a menos, sino un lugar que reflejaba el desgaste del abandono en las papeleras sin vaciar y en las grietas del estacionamiento asfaltado. La tienda del Ejército de Salvación estaba pintada de un blanco monótono y reflectante, de modo que brillaba al sol de la tarde. El interior era parecido a un pequeño almacén, con electrodomésticos como tostadoras y planchas para hacer gofres en un lado, e hileras de ropa donada en percheros que ocupaban el centro de la tienda. Algunos jóvenes repasaban los percheros en busca de pantalones anchos de faena y otros artículos anodinos, y Ricky se deslizó tras ellos para inspeccionar el mismo montón de ropa. A primera vista le pareció que nadie donaba al Ejército de Salvación nada que no fuera marrón o negro, lo que se ajustaba a su idea.

Encontró enseguida lo que buscaba: un abrigo largo y desgarrado de lana que le llegaba a los tobillos, un jersey gastado y unos pantalones dos tallas más grandes que la suya. Todo era barato, pero eligió lo más barato, casi lo más estropeado e inadecuado para el final todavía cálido del verano de Nueva Inglaterra.

El cajero era un voluntario mayor, con gafas gruesas y una camiseta incongruentemente roja que destacaba en el ámbito sombrío de la ropa donada. El hombre se acercó el abrigo a la nariz y lo olisqueó.

– ¿Está seguro de que quiere éste?

– Sí -contestó Ricky.

– Huele como si hubiese estado en algún sitio desagradable -dijo el hombre-. A veces tenemos material que logra llegar a los percheros pero no debería hacerlo. Hay cosas más bonitas si busca un poco más. Este apesta y se le tendría que haber remendado ese desgarrón antes de ponerlo a la venta.

– Es justo lo que necesito -dijo Ricky.

El hombre se encogió de hombros, se ajustó las gafas y miró la etiqueta.

– Bueno, no pienso cobrarle los diez dólares que piden por él.

¿Qué le parece tres? Me parece más justo. ¿Qué dice?

– Muy generoso por su parte -dijo Ricky.

– ¿Para qué quiere esta basura? -quiso saber el hombre, con una curiosidad nada malsana.

– Es para una producción teatral -mintió Ricky.

– Espero que no sea para la estrella del espectáculo -asintió el -w dependiente-. Porque si huele este abrigo exigirá que contraten a otro encargado de vestuario.

El hombre soltó una carcajada ruidosa con la broma, y sus sonidos entrecortados sonaron más fatigosos que divertidos. Ricky se le unió con una risa falsa.

– Bueno, el director me dijo que consiguiera algo raído, así que supongo que la culpa será suya -afirmó-. Yo sólo soy el recadero.

Teatro local, ¿sabe? El presupuesto es reducido.

– ¿Quiere una bolsa?

Ricky asintió, pagó y salió de la tienda con su compra bajo el brazo. Vio que un autobús llegaba a la parada del centro comercial y corrió para tomarlo. El esfuerzo le hizo sudar y, una vez se sentó en el asiento trasero, sacó el jersey viejo y se secó la frente y las axilas con él.

Antes de llegar a la habitación del motel esa noche, Ricky llevó todas sus compras a un parque, donde se dedicó a ensuciarías con algo de tierra junto a unos árboles.

Por la mañana, metió la ropa vieja que había comprado en una bolsa de papel marrón. Todo lo demás (los pocos documentos que tenía sobre Rumplestiltskin, los periódicos y las otras prendas que había comprado) fue a parar a la mochila. Pagó la cuenta en la recepción del motel y dijo al hombre que seguramente regresaría en unos días, información que no hizo que éste alzara los ojos de la sección de deportes del periódico que lo mantenía absorto.

Había un autobús de Trailways que salía para Boston a media mañana y con el que Ricky ya estaba algo familiarizado. Como siempre, se sentó en la parte posterior y evitó el contacto visual con el pequeño grupo de pasajeros para mantener la soledad y el anonimato en cada paso. Se aseguró de ser el último en bajar en Boston. Al inhalar la mezcla de gases de escape y de calor que parecía estar suspendida en la calle, tosió. Pero el interior de la terminal de autobuses tenía aire acondicionado, aunque incluso ese ambiente parecía sucio. Había filas de asientos de plástico de color naranja y amarillo sujetos al suelo de linóleo, muchos de los cuales exhibían señales y marcas dejadas por personas aburridas que habían tenido que esperar horas a que llegara o saliera su autobús. Se notaba un fuerte olor a fritura, y a un lado de la terminal había una hamburguesería junto a una tienda de Donuts. Un quiosco ofrecía los periódicos del día y revistas además de la pseudopornografía más corriente. Ricky se preguntó cuántas personas comprarían en aquella terminal un ejemplar de U. S. News amp;

World Report y la revista pornográfica Hustier a la vez.

Se sentó lo más cerca posible frente a los aseos de hombres y esperó. En unos veinte minutos se convenció de que los aseos estaban vacíos, en especial después de que un policía con su camisa azul manchada de sudor hubiera entrado y salido poco después quejándose en voz alta a su compañero, de lo más divertido, sobre el desagradable efecto de un perrito caliente ingerido hacia poco. Ricky entró deprisa en cuanto los dos policías se alejaron con un repiqueteo de tacones en el sucio suelo de la terminal.

Con movimientos rápidos, se encerró en un retrete y se quitó la ropa normal que llevaba para cambiarla por las prendas compradas al Ejército de Salvación. Arrugó la nariz ante la dura combinación de sudor y almizcle que le llegó al ponerse el abrigo. Metió la ropa en la mochila, junto con todo lo demás, incluido el dinero en efectivo, salvo cien dólares en billetes de veinte, que hundió dentro de un desgarro del abrigo, de modo que si bien no estaban del todo seguros, por lo menos estaban resguardados. Tenía un poco de calderilla, que se metió en el bolsillo de los pantalones. Al salir del retrete se miró en el espejo del lavabo. No se había afeitado en un par de días y eso ayudaba.

Un grupo de taquillas de metal azul cubría una pared de la terminal. Metió la mochila en una, aunque conservó la bolsa de papel que había usado para llevar las prendas viejas. Echó dos monedas de veinticinco y giró la llave. Cerrar los pocos objetos que tenía le hizo vacilar. Pensó un instante que ahora estaba más aislado que nunca. Ahora, salvo la llavecita de la consigna número 569 que llevaba en la mano, no había nada que lo vinculara a nada. No tenía identidad y ninguna relación con nadie.

Inspiró hondo y se metió la llave en el bolsillo.

Se marchó deprisa de la terminal y sólo se detuvo una vez, cuando creyó que nadie le observaba, para coger algo de tierra del suelo y restregársela por el cabello y la cara.

Para cuando había recorrido dos manzanas, las axilas y la frente habían empezado a sudarle, y se los secó con la manga del abrigo.

Antes de haber llegado a la tercera manzana, pensó: «Ahora parezco lo que soy. Un sin techo”.

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