Su siguiente parada fue en una farmacia, donde pidió ver al farmacéutico encargado. El hombre, con una chaqueta blanca y un aire algo oficioso, salió de la trastienda. Ricky se presentó.
– Necesito que me suministre una receta -dijo, y le dio su número de colegiado-. Elavil. Una dosis de pastillas de treinta miligramos para treinta días. Nueve mil miligramos en total.
El hombre sacudió la cabeza, sorprendido.
– No he suministrado una cantidad así en mucho tiempo, doctor. Y en el mercado hay algunos fármacos nuevos que son mucho más efectivos, con menos efectos secundarios y no tan peligrosos como el Elavil. Es casi una antigualla. Hoy en día apenas se usa.
Verá, tengo algo almacenado que todavía no ha caducado, pero ¿está seguro de que lo quiere?
– Por completo -contestó Ricky.
El farmacéutico se encogió de hombros, sugiriendo que había hecho todo lo posible por convencerlo de que se llevara un antidepresivo más eficaz.
– ¿Qué nombre debo poner en la etiqueta? -preguntó.
– El mío -indicó Ricky.
Al salir, Ricky se dirigió a una pequeña papelería. Sin prestar atención a las hileras de tarjetas de felicitación para desear una pronta recuperación, dar el pésame, felicitar por el nacimiento de un bebé, por un cumpleaños o por un aniversario que abarrotaban los pasillos, tomó un bloc barato de papel de carta pautado, doce sobres gruesos y dos bolígrafos. En el mostrador, donde pagó, también consiguió sellos para los sobres. Necesitaba once. La joven cajera ni siquiera le miró a los ojos mientras marcaba los precios.
Lanzó todo al asiento trasero del viejo Honda y condujo deprisa por la carretera 6 hacia Provincetown. Esta población, al final del cabo, tenía una relación curiosa con los demás centros vacacionales cercanos. Recibía visitantes mucho más jóvenes y modernos, a menudo gays o lesbianas, que parecían el polo opuesto de los médicos, abogados, escritores y académicos que atraían Wellfleet y Truro. Estas dos poblaciones eran para relajarse, tomar cócteles y hablar de libros y de política, y de quién se divorciaba y quién tenía alguna aventura amorosa y, por lo tanto, estaban rodeadas de una especie de pesadez y monotonía casi constantes. En verano, Provincetown poseía ritmo musical y energía sexual. No se trataba de relajarse y recuperar biorritmos, sino de divertirse y relacionarse. Era un lugar donde las exigencias de la juventud y la energía eran primordiales. Había pocas oportunidades de que allí lo viera algún conocido. Por consiguiente, era el lugar ideal para su siguiente compra.
En una tienda de deportes se proveyó de una mochila negra como las que usan los estudiantes para llevar los libros. También de la billetera más barata y de un par de zapatillas de deporte normales. Al hacer estas compras, habló lo menos posible con el dependiente y evitó el contacto visual aunque no actuó de modo furtivo, lo que podría haber atraído su atención, sino que tomó las decisiones con presteza para que su presencia en la tienda pasara inadvertida.
Luego se dirigió a otra farmacia, donde compró tinte negro para el pelo, unas gafas de sol baratas y unas muletas ajustables de aluminio, no del tipo que llega hasta la axila y que prefieren los atletas lesionados, sino de la clase que utilizan las personas incapacitadas por alguna que otra enfermedad, con un asidero y un soporte semicircular para la mano y el antebrazo.
Hizo otra parada en Provincetown, en la terminal de autobuses Bonanza, una pequeña oficina junto a la carretera con un solo mostrador, tres sillas para esperar y un estacionamiento asfaltado con capacidad para varios autobuses. Esperó fuera con las gafas de sol puestas hasta que llegó un autobús del que bajó un grupo de visitantes de fin de semana y entró a efectuar su compra con rapidez.
En el Honda, de regreso a casa, pensó que apenas le quedaba tiempo suficiente ese día. La luz del sol daba en el parabrisas y el calor circulaba por las ventanillas abiertas. Era ese momento de la tarde veraniega en que las personas se reúnen en la orilla del mar, llaman a los niños para que salgan del agua, recogen las toallas, las neveras portátiles, los cubos y las palas de plástico y emprenden el camino algo incómodo hacia sus vehículos: un momento de transición antes de sumergirse en la rutina nocturna de la cena y una película, una fiesta o un rato tranquilo leyendo una vieja novela en rústica. Era el momento en que Ricky, los años anteriores, habría disfrutado de una ducha caliente y luego habría charlado con su mujer sobre cosas corrientes de su vida: alguna fase especialmente difícil de un paciente en su caso, un cliente que no podía salir de un aprieto en el de ella. Pequeños momentos que llenaban días, sencillos pero fascinantes, en el esquema de su apacible vida conyugal.
Recordó esos momentos y se preguntó por qué no había pensado en ellos desde que ella había muerto. Recordar no lo puso triste, como sucede a veces al pensar en el cónyuge desaparecido, sino que lo reconfortó. Sonrió porque, por primera vez en meses, pudo recordar el sonido de su voz. Se preguntó si ella había pensado en las mismas cosas, no en los momentos grandes y extraordinarios de la vida sino en los pequeños momentos que rayan en lo corriente, cuando se preparaba para la muerte. Sacudió la cabeza. Supuso que lo habría intentado pero que el dolor del cáncer era demasiado intenso y, cuando la morfina lo enmascaraba, esos recuerdos quedaban bloqueados. Ricky lamentó haberse dado cuenta de ello.
«Mi muerte parece distinta», se dijo.
Muy distinta.
Entró en una gasolinera Texaco y se detuvo frente a los surtidores. Bajó del Honda y sacó el par de bidones del maletero para proceder a llenarlos de gasolina normal. Un empleado joven vio lo que hacía Ricky en la zona de autoservicio y le gritó:
– Oiga, si son para un fueraborda tiene que dejar espacio para el aceite. Algunos van con una mezcla de cincuenta a uno, otros de cien a uno.
– No son para un fueraborda, gracias.
Ricky meneó la cabeza.
– Son depósitos de fueraborda -insistió el muchacho.
– Sí. Pero yo no tengo un fueraborda.
El chico se encogió de hombros. Debía de trabajar ahí todo el año. Ricky supuso que seria un alumno local de secundaria que no imaginaba que los depósitos pudieran usarse para otra cosa distinta que para la que estaban concebidos, y que le había incluido en la categoría que los habitantes de Cape Cod reservaban a los veraneantes, consistente en un ligero desprecio y en el convencimiento de que nadie de Nueva York o Boston tenía la menor idea de lo que estaba haciendo en ningún instante. Ricky pagó, puso los depósitos llenos en el maletero, algo que incluso él comprendió que era muy peligroso, y se marchó a su casa.
Dejó los depósitos de gasolina en el salón y fue a la cocina. Se sintió repentinamente agotado, como si hubiese gastado mucha energía, y se bebió con avidez una botella de agua que había en el frigorífico. Su corazón parecía aumentar su ritmo a medida que las horas de su último día menguaban. Se obligó a conservar la calma.
Extendió los sobres y el bloc de papel en la mesa de la cocina, se sentó y escribió la siguiente nota:
Al Departamento de Protección de la Naturaleza:
Les ruego acepten el donativo adjunto. No busquen más porque no tengo nada más que dar y. después de esta noche, no estaré aquí para darlo.
Atentamente, DOCTOR FREDFRICK STARKS Tomó un billete de cien dólares del fajo y lo metió junto con la carta en uno de los sobres con estampilla.
Después redactó notas parecidas e incluyó una cantidad similar en los demás sobres, salvo uno. Hizo donativos a la Sociedad Americana contra el Cáncer, al Sierra Club, a la Asociación de Conservación Costera, a la organización benéfica CARE y al Comité Nacional Demócrata. En cada caso se limitó a escribir el nombre de la institución en el sobre.
Cuando terminó, miró el reloj y vio que se aproximaba la hora limite del Times para aceptar anuncios. Fue al teléfono y por cuarta vez llamó a la sección de clasificados.