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– No -contestó Ricky de inmediato-. Parece tenerlo todo bien planeado. Al parecer ha previsto todos mis actos, casi como si los hubiera dispuesto de antemano.

– Estoy seguro de que lo ha hecho.

Ricky asintió. El doctor Lewis siguió con sus preguntas.

– ¿Dirías que es psicológicamente astuto?

– Esa es mi impresión.

– En algunos juegos eso es fundamental. -Lewis asintió-. En el fútbol quizás. En el ajedrez sin duda.

– ¿Está insinuando que…?

– Para ganar una partida de ajedrez hay que ser más previsor que el adversario. Ese único movimiento que escapa a su perspicacia es lo que permite derrotarlo. Creo que deberías hacer lo mismo.

– ¿Cómo voy a…?

– Lo pensaremos durante una cena sencilla y el resto de la velada. -Lewis, que se había levantado, esbozó una leve sonrisa-.

Has tenido en cuenta un factor importante, ¿verdad?

– ¿Cuál? -quiso saber Ricky.

– Bueno, parece bastante evidente que Rumplestiltskin ha pasado meses, tal vez años, planeando todo esto. Es una venganza que toma en consideración muchos elementos y, como tú señalas, ha previsto prácticamente todos tus pasos.

– Sí, es cierto.

– No entiendo entonces por qué supones que no me ha reclutado a mí, quizá mediante amenazas o presiones de algún tipo, para ayudarle a cumplir su propósito -dijo el doctor Lewis despacio-. Quizá me haya pagado de alguna forma. ¿Por qué supones que estoy de tu parte en todo esto, Ricky?

Y con un amplio gesto para que Ricky lo acompañara en lugar de contestar a su pregunta, el viejo analista lo condujo a la cocina, cojeando un poco mientras avanzaba.

Había dos cubiertos dispuestos en una mesa antigua en medio de la cocina. Una jarra de agua fría y unas rebanadas de pan en una cesta de mimbre adornaban el centro de la mesa. Lewis cruzó la habitación y retiró una fuente del horno, la puso en un salvamanteles y sacó luego una ensalada del frigorífico. Mientras terminaba de poner la mesa, tarareó un poco. Ricky reconoció unos cuantos compases de Mozart.

– Siéntate, Ricky. Este mejunje que tenemos delante es pollo.

Sírvete, por favor.

Ricky vaciló. Alargó la mano y se sirvió un vaso de agua, que se bebió como un hombre que acabara de cruzar un desierto. El liquido apenas sació su repentina sed.

– ¿Lo ha hecho? -preguntó de golpe.

Apenas reconoció su propia voz, que sonó aguda y estridente.

– ¿Si ha hecho qué?

– ¿Se ha puesto Rumplestiltskin en contacto con usted? ¿Forma parte de todo esto?

El doctor Lewis se sentó, se puso con cuidado la servilleta en el regazo y se sirvió una generosa ración de pollo y ensalada antes de responder.

– Permíteme que te pregunte algo, Ricky -dijo-. ¿Qué importancia tendría eso?

– Toda la importancia del mundo -balbuceó Ricky-. Necesito saber que puedo confiar en usted.

– ¿De verdad? Creo que la confianza está sobrevalorada. Por otra parte, ¿qué he hecho hasta ahora para que me retires la confianza que te trajo hasta aquí?

– Nada.

– Entonces deberías comer. El pollo lo ha preparado mi criada y te aseguro que es bastante bueno, aunque no tanto, por desgracia, como el que mi mujer solía cocinar antes de su muerte. Y estás pálido, Ricky, como si no te cuidaras.

– Tengo que saberlo. ¿Le ha reclutado Rumplestiltskin?

Lewis sacudió la cabeza, pero no era una respuesta negativa a la pregunta de Ricky, sino más bien un comentario de la situación.

– Me parece que lo que necesitas son conocimientos, Ricky. Información. Comprensión. Nada de lo que hasta ahora ha hecho ese hombre ha sido concebido para engañarte. ¿Cuándo ha mentido? Bueno, quizás el abogado cuyo bufete no estaba donde se suponía, pero eso parece un engaño bastante simple y necesario. En realidad, todo lo que ha hecho hasta ahora está concebido para llevarte hasta él. Por lo menos, podría interpretarse así. Te da pistas. Te manda una joven atractiva para que te ayude. ¿Crees que en realidad desea que no seas capaz de averiguar quién es?

– ¿Le está ayudando?

– Estoy intentando ayudarte a ti, Ricky. Ayudarte a ti podría ayudarle a él también. Es una posibilidad. Ahora siéntate y come.

Es un buen consejo.

Ricky apartó una silla pero el estómago se le cerró ante la mera idea de probar bocado.

– Tengo que saber que está de mi parte.

– Tal vez consigas la respuesta a esta pregunta al final del juego.

El viejo psicoanalista se encogió de hombros. Clavó el tenedor en el pollo y se llevó un trozo enorme a la boca.

– He venido a verle como amigo. Como antiguo paciente. Usted fue la persona que me ayudó a formarme, por el amor de Dios.

Y ahora…

El doctor Lewis agitó el tenedor en el aire, como un director con una batuta frente a una orquesta descoordinada.

– ¿Consideras amigos tuyos a las personas a las que tratas?

– No. -Ricky sacudió la cabeza, vacilante-. Claro que no. Pero la función del mentor es distinta.

– ¿De verdad? ¿No tienes algún paciente en más o menos la misma situación?

La pregunta quedó suspendida en el aire. Ricky sabía que la respuesta era afirmativa, pero no lo dijo en voz alta. Pasados unos momentos, Lewis movió la mano para descartar la pregunta.

– Necesito saberlo -insistió Ricky con brusquedad a modo de respuesta.

El doctor Lewis esbozó un gesto exasperantemente inexpresivo, apto para una mesa de póquer. Ricky se exaltó al reconocer esa actitud vaga: la misma expresión evasiva que no indica aprobación, desaprobación, espanto, sorpresa, temor ni cólera que él utilizaba con sus pacientes. Es la especialidad del analista, una parte fundamental de su coraza. La recordaba de su tratamiento hacía un cuarto de siglo y le irritó volverla a ver.

– No lo necesitas, Ricky. -El anciano meneó la cabeza-. Sólo necesitas saber que estoy dispuesto a ayudarte. Mis motivos son irrelevantes. Quizá Rumplestiltskin tiene algo para presionarme.

Quizá no. Si blande una espada sobre mi cabeza o tal vez sobre uno de los miembros de mi familia, es algo independiente de tu situación. La pregunta pende siempre en nuestro mundo, ¿no?

¿Existe alguien absolutamente fiable? ¿Hay alguna relación carente de peligro? ¿No nos lastiman aquellos a quienes amamos y respetamos más que aquellos a quienes odiamos y tememos?

Ricky no contestó; Lewis lo hizo por él.

– La respuesta que no puedes articular en este momento es: sí.

Ahora, cena un poco. Nos espera una noche muy larga.

Los dos analistas comieron en relativo silencio. El pollo estaba exquisito, y lo siguió un pastel de manzana casero con una pizca de canela. También tomaron café solo, que parecía anunciar que les esperaban horas que requerían energía. Ricky pensó que jamás había tenido una cena tan corriente y tan extraña a la vez. Estaba hambriento e indignado por igual. La comida sabía exquisita un instante y, acto seguido, se le volvía terrosa y fría en el paladar.

Por primera vez en lo que le parecieron años, recordó comidas que había tomado solo, en unos minutos robados a la cabecera de la cama de su mujer cuando la medicación contra el dolor la sumía en una especie de sopor los últimos días de su agonía. El sabor de esa cena le resultó muy parecido.

El doctor Lewis retiró los platos y los amontonó en el fregadero. Se llenó la taza de café por segunda vez e hizo un gesto a Ricky para regresar al estudio. Se sentaron en los asientos que habían ocupado antes, uno frente a otro.

Ricky contuvo su enfado ante el carácter esquivo del anciano.

Se propuso usar la frustración en beneficio propio. Era más fácil decirlo que hacerlo. Se movió en la butaca sintiéndose como un niño al que riñen injustamente.

Lewis lo miró, y Ricky supo que el anciano era perfectamente consciente de todos los sentimientos que lo invadían, con la misma habilidad de un adivino en una feria.

– A ver, Ricky, ¿por dónde quieres empezar?

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