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La denuncia en si era mucho más sutil de lo que cabía suponer. La autora anónima lo acusaba de violación pero situaba el momento del delito tan atrás en el tiempo que había prescrito. La policía no intervendría, pero desencadenaría una investigación enojosa e inútil del Colegio de Médicos. Seria lenta e ineficaz y era poco probable que entorpeciera el avance del juego. Una denuncia que exigiera la intervención de la policía obtendría una respuesta inmediata, y estaba claro que Rumplestiltskin no quería que la policía interviniese, salvo tangencialmente. Y al hacer la denuncia de forma provocativa pero anónima, la autora mantenía la distancia. Nadie de la Sociedad Psicoanalítica seguiría el asunto.

Lo pasarían, como al parecer habían hecho, a un tercer organismo y se lavarían las manos para evitar lo que podría ser una verdadera lacra para su reputación.

Ricky leyó las dos cartas por tercera vez, y vio una respuesta.

– Me quiere solo -dijo en voz alta.

Se recostó un instante y contempló el techo, como si su blanco liso pudiese ofrecerle claridad de algún modo. Hablaba solo, y su voz parecía resonar huecamente en la consulta.

– No quiere que consiga ayuda. Quiere que juegue sin el menor apoyo. Por eso ha tomado medidas para asegurarse de que no pudiera hablar con nadie más de la profesión.

Casi sonrió ante la índole modestamente diabólica del plan de Rumplestiltskin. sabía que Ricky estaría trastornado por los interrogantes que rodeaban la muerte de Zimmerman. sabía que sin duda estaría asustado por el allanamiento de su hogar y su consulta. Sabía que estaría inquieto e inseguro, quizá sobrecogido ante la rápida sucesión de los acontecimientos. Rumplestiltskin había previsto todo eso y especulado sobre la primera reacción de Ricky: buscar ayuda. ¿Y adónde hubiera recurrido? Habría querido hablar, no actuar, porque ésa era la naturaleza de su profesión, y por tanto habría acudido a otro analista. Un amigo que pudiera servirle de caja de resonancia. Alguien que habría vacilado y escuchado todos los detalles y ayudado a Ricky a revisar la multitud de cosas desencadenadas con tanta rapidez.

Pero eso ya no ocurriría.

La carta con las acusaciones de violación, incluida la gratuita y desagradable descripción de la última sesión, había sido enviada a la jerarquía de la Sociedad Psicoanalítica justo cuando todos se preparaban para las vacaciones de agosto. No había tiempo para negar con razones la acusación, ni ningún foro disponible donde hacerlo con efectividad. La horrible acusación recorrería veloz el mundo del psicoanálisis neoyorquino como un chisme en un estreno de Hollywood. Ricky era un hombre con muchos colegas y pocos amigos de verdad, y él lo sabía. No era probable que esos colegas quisieran mancillar su reputación entrando en contacto con un médico que podía haber violado el tabú más importante de la profesión. La acusación de haber abusado de su posición como terapeuta y analista para obtener los favores sexuales más abyectos y sucios, y de haber dado la espalda al daño psicológico que había provocado era el equivalente psicoanalítico de la peste, lo que le convertía a él en una moderna «María Tifoidea», la famosa portadora de la bacteria Salmonella typhi que contagió a tanta gente en Nueva York. Con esta acusación pendiendo sobre su cabeza, no era probable que nadie lo ayudara, por más que suplicara y por más que la negara, hasta que el asunto estuviera resuelto.

Y eso tardaría meses.

Había otro efecto secundario: la gente que creía conocer a Ricky se plantearía ahora qué sabía de él y cómo. Comprendió que era una mentira envenenada porque el mero hecho de negarla haría que los miembros de su profesión pensaran que se estaba encubriendo.

«Estoy solo -se dijo-. Aislado. Desorientado.» Respiró hondo, como si el aire de la consulta se hubiese solidificado. Comprendió que eso era lo que Rumplestiltskin quería: que estuviese solo.

Volvió a mirar las dos cartas. En la denuncia falsa, su autora había incluido los nombres de un ahogado de Manhattan y de un psiquiatra de Boston. No pudo evitar estremecerse. Sabía que esos nombres figuraban ahí para él. Se suponía que era el camino que debía seguir.

Pensó en la espantosa oscuridad de la consulta la noche anterior. Lo único que había tenido que hacer para tener luz era seguir el camino fácil y enchufar lo que estaba desconectado. Sospechaba que esto era más o menos lo mismo. Sólo que no sabía dónde podría conducirlo ese camino.

Dedicó el resto del día a examinar todos los detalles de la carta de Rumplestiltskin, tratando de diseccionarla más, y a escribir notas precisas sobre todo lo ocurrido, prestando la mayor atención a cada palabra hablada, recreando los diálogos como un reportero que prepara una noticia, buscando una perspectiva que se le escapaba con facilidad. Lo que le resultaba más escurridizo eran las palabras exactas de la mujer, Virgil. No tenía problemas para recordar su figura o la picardía de su voz, pero su belleza era como una cubierta protectora de sus palabras. Eso le inquietaba, porque contradecía su preparación y su costumbre. Como cualquier buen analista, se preguntó por qué era tan incapaz de concentrarse, cuando la verdad era tan evidente que cualquier adolescente reincidente se la podría haber dicho.

Estaba acumulando notas y observaciones, buscando refugio en el mundo interior en el que se sentía cómodo. Pero a la mañana siguiente, después de haberse puesto traje y corbata y de haber dedicado un momento a marcar con una equis otro día en el calendario, empezó de nuevo a sentir la presión de tener el tiempo en contra. Pensó que era importante formular por lo menos su primera pregunta y llamar al Times para publicarla en un anuncio.

El calor de la mañana parecía burlarse de él y se le condensó debajo del traje casi de inmediato. Supuso que lo seguían, pero se negó a volverse para comprobarlo. De todos modos, tampoco sabría descubrir a una persona que lo siguiera. En las películas, al héroe no le costaba demasiado detectar las fuerzas del mal que lo acechaban. Los malos llevaban sombreros negros y una mirada furtiva en los ojos. En la vida real era muy distinto. Todo el mundo es sospechoso. Todo el mundo está absorto. El repartidor de la esquina delante de una tienda de comestibles, el empresario que caminaba deprisa por la acera, el indigente en un hueco, los rostros tras los cristales del restaurante o un coche que pasaba. Cualquiera podría estar observándole o no. Imposible saberlo. Estaba acostumbrado al mundo concentrado de la consulta de analista, en que los papeles eran mucho más claros. En la calle, era imposible saber quién podía estar tomando parte en el juego y vigilándole, y quién era sólo uno más de los ocho millones de personas que poblaban de repente su mundo.

Ricky se encogió de hombros y paró un taxi en la esquina. El taxista tenía un nombre extranjero impronunciable y estaba escuchando una extraña emisora de música de Oriente Medio. Una cantante se lamentaba con una voz aguda que vibraba al cambiar de tono. Cuando empezó una nueva melodía, sólo cambió el compás; los gorgoritos parecían los mismos. No entendía ninguna palabra, pero el conductor, encantado, tamborileaba el volante con los dedos siguiendo el ritmo. Asintió cuando Ricky le dio la dirección, y se internó con rapidez en el tráfico. Ricky se preguntó cuanta gente subiría a ese taxi cada día. El taxista no tenía forma de saber si llevaba a sus pasajeros a algún acontecimiento trascendental de su vida o a sólo un momento más. El taxista hizo sonar el claxon en un cruce y lo condujo a través de las calles abarrotadas sin pronunciar palabra.

Un camión de mudanzas blanco bloqueaba el lado de la calle donde estaba situado el bufete del abogado, sólo dejando espacio para que los coches pasaran justito. Tres o cuatro hombres fornidos entraban y salían por la puerta principal del modesto y corriente edificio de oficinas, y subían una rampa de acero hacia el camión con cajas de cartón y algún que otro mueble, sillas, sofás y similares. Un hombre con una chaqueta azul y una insignia de seguridad vigilaba cómo trabajaban los transportistas a la vez que observaba a los transeúntes con un recelo que indicaba que su presencia obedecía a un solo objetivo y su rigidez se encargaría de que este se cumpliera. Ricky bajó del taxi y se acercó al hombre de la chaqueta.

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