Eso le proporcionó la primera sensación de satisfacción desde que había abierto la carta en la sala de espera. Lo invadió una sensación que no era precisamente de confianza, sino de capacidad. Lo que no logró ver fue que en el mundo real y mugriento de la detective Riggins estaba perdido, superado y fuera de lugar, y que una vez había vuelto al mundo que conocía, al mundo de la emoción y la acción definidas por la psicología, se sentía cómodo.
Zimmerman, un hombre desdichado y necesitado de mucha ayuda, desapareció de sus pensamientos, pero Ricky no se percató de una segunda cosa, la que podría haberlo parado en seco: comenzaba a participar en el juego y en un terreno concebido a propósito para él, como Rumplestiltskin había predicho que haría.
Un analista no es como el cirujano, que puede observar el monitor de ritmo cardíaco y comprobar su éxito o fracaso con el paciente a partir de los pitidos de la pantalla. Las mediciones son mucho más subjetivas. La curación, una palabra con toda clase de absolutos ocultos, no va unida a un tratamiento analítico, a pesar de que la profesión emplea muchas conexiones médicas.
Ricky había retomado la tarea de redactar una lista. Había tomado un período de diez años, desde 1975, cuando empezó su trabajo como residente, hasta 1985, y anotaba el nombre de todos aquellos a quienes había tratado en ese lapso de tiempo. Descubrió que era bastante fácil, mientras avanzaba año a año, recordar los nombres de los pacientes de hacia tiempo, aquellos que se habían sometido a análisis tradicionales. Esos nombres le venían a la cabeza, y le satisfacía poder recordar rostros, voces y detalles sobre sus situaciones. En algunos casos, recordaba los nombres de los cónyuges, familiares, hijos, dónde trabajaban y dónde se habían criado, además de su diagnóstico clínico y la evaluación de su problema. Todo ello le parecía muy útil, pero dudaba que nadie que se hubiera sometido a un tratamiento largo hubiera dado lugar a la persona que ahora lo amenazaba.
Rumplestiltskin debía de ser el hijo de alguien cuya relación había sido menos estrecha. Alguien que dejó el tratamiento de golpe. Alguien que había dejado de acudir a su consulta tras unas pocas sesiones.
Recordar esos pacientes era una tarea más difícil.
Se sentó en su despacho, con un bloc delante, estableciendo asociaciones mes a mes mientras trataba de imaginar a personas de hacia un cuarto de siglo. Era el equivalente psicoanalítico a levantar pesas; los nombres, las caras y los problemas le volvían despacio a la memoria. Deseó haber llevado unos archivos mejor organizados, pero lo poco que había podido encontrar, las contadas notas y documentos que conservaba de ese periodo, eran todos de pacientes que habían seguido un tratamiento y, a su propio modo, con el paso de los años se sinceraron con él, dejando huella en su memoria.
Tenía que encontrar a la persona que le había dejado una cicatriz.
Enfocaba el dilema de la única forma que sabía. Admitía que no era demasiado eficiente, pero no se le ocurría otro modo de actuar.
Se trataba de un proceso lento, y los minutos de la mañana se evaporaban en silencio a su alrededor. La lista que estaba elaborando crecía de forma azarosa. Un observador lo habría visto algo inclinado en la silla, con el bolígrafo en la mano, como un poeta bloqueado que buscara una rima imposible para una palabra como «impávido».
Ricky trabajó mucho y solo.
Cerca del mediodía sonó el timbre de la puerta.
El sonido pareció sacarlo de su ensimismamiento. Se enderezó con brusquedad y notó que los músculos de la espalda se le tensaban y la garganta se le secaba de repente. El timbre sonó una segunda vez, lo que indicaba que era alguien que desconocía la llamada asignada a sus pacientes.
Se levantó y salió de la consulta, cruzó la sala de espera y se acercó con cautela a la puerta que tan pocas veces cerraba con llave. En medio de la hoja de roble había una mirilla, que no recordaba cuándo había usado por última vez, a la que acercó el ojo mientras el timbre sonaba por tercera vez.
En el umbral había un joven con una camisa azul de Federal Express manchada de sudor que sujetaba un sobre y una tablilla en la mano. Cuando parecía a punto de marcharse, algo irritado, Ricky abrió la puerta, pero sin quitar la cadena.
– ¿Sí? -preguntó.
– Traigo una carta para el doctor Starks. ¿Es usted?
– Si.
– Tiene que firmar.
Ricky vaciló.
– ¿Lleva alguna identificación?
– ¿Qué? -Soltó el hombre con una sonrisa-. ¿No le basta el uniforme? -Suspiró y le enseñó una identificación plastificada con su fotografía que llevaba sujeta a la camisa-. ¿La ve bien? Sólo necesito una firma.
Ricky abrió a regañadientes la puerta.
– ¿Dónde tengo que firmar?
El mensajero le pasó la tablilla y señaló la vigésima segunda línea.
– Aquí -dijo.
Ricky firmó. El mensajero comprobó la firma y pasó un lector electrónico por encima de un código de barras. El chisme pitó dos veces. Ricky no tenía idea de qué iba todo eso. El mensajero le entregó un sobre pequeño de envío urgente.
– Buenos días -se despidió, en un tono que indicaba que en realidad no le importaba que fuesen buenos o malos para Ricky, pero que le habían enseñado que debía decirlo y por tanto así lo hacia.
Ricky se quedó en la puerta contemplando la etiqueta del sobre. El remitente era la Sociedad Psicoanalítica de Nueva York, una organización de la que hacia mucho tiempo que era miembro, pero con la que apenas había tenido relación a lo largo de los años. La asociación era una especie de organismo rector para los psicoanalistas de Nueva York, pero Ricky siempre había rehuido el politiqueo y las relaciones sociales que acompañaban a cualquier organización de ese tipo. Iba a alguna que otra conferencia patrocinada por la asociación, y hojeaba la revista semestral para seguir en contacto con sus colegas y sus opiniones, pero evitaba participar en los debates que celebraban así como en los cócteles y veladas.
Regresó a la sala de espera y cerró las puertas, sin dejar de preguntarse por qué le escribían en ese momento. Suponía que la asociación cerraba durante las vacaciones en agosto. Como tantos aspectos del proceso, en el mundo del psicoanálisis, el mes veraniego era sagrado.
Ricky abrió el sobre acolchado. En su interior había un sobre tamaño carta con el membrete de la asociación en relieve en una esquina. Llevaba su nombre mecanografiado y en la parte inferior figuraba una única línea:
POR MENSAJERO – URGENTE.
El sobre contenía dos hojas. La primera llevaba el membrete oficial y era una carta del presidente de la asociación, un médico unos diez años mayor que él y a quien conocía ligeramente. No recordaba haber hablado con ese hombre, sólo un apretón de manos y las cortesías de rigor.
Leyó deprisa:
Estimado doctor Starks:
Tengo el desagradable deber de informarle de que la Sociedad Psicoanalítica ha recibido una queja importante con respecto a su relación con una antigua paciente. Le adjunto una copia de la carta de denuncia.
Según las normas de la sociedad, y tras comentar este tema con la dirección, he traspasado todo este asunto a los investigadores del Colegio de Médicos. Muy pronto recibirá noticias de ellos.
Me permito recomendarle que consulte a un abogado competente lo antes posible. Confío en que podremos mantener la naturaleza de esta denuncia fuera del alcance de los medios de comunicación, ya que imputaciones como estas desacreditan a toda nuestra profesión.
Ricky apenas miró la firma antes de pasar a la segunda hoja de papel. También se trataba de una carta, pero iba dirigida al presidente de la asociación, con copias al vicepresidente, al presidente de la comisión de ética profesional, a los seis médicos que formaban esta comisión, al secretario de la sociedad y al tesorero.
De hecho, como pudo observar Ricky, cualquier médico cuyo nombre estuviera vinculado de algún modo a la dirección de la sociedad había recibido una copia. Rezaba así: