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– Bonjour, Héléne -dijo Ricky-. Tout le monde estarrivé cejour.

– Sí, doctor. Estaremos todo el día ocupados.

Ricky meneó la cabeza. Él practicaba su francés isleño con ella, quien, a cambio, practicaba su inglés con él, preparándose con la esperanza de reunir algún día dinero suficiente en la caja que guardaba enterrada en el patio de su casa para pagar a su primo una plaza en su viejo barco pesquero, de modo que éste se arriesgara a navegar por el traicionero estrecho de Florida y la llevara a Miami para poder empezar de cero en un lugar donde, según sabía de buena tinta, las calles estaban atestadas de dinero.

– No, no, Héléne, pas docteur. C’est monsieur Lively. le ne suis plus un médecin.

– Sí, si, señor Lively. Sé lo que me dice esto tantas veces. Lo siento, porque estoy olvidando de nuevo otra vez.

Esbozó una sonrisa, como si no lo entendiera del todo pero aun así deseara participar de la gran broma que hacía Ricky al contribuir con tantos conocimientos médicos a la clínica y, sin embargo, no querer que lo llamaran doctor. Ricky creía que Héléne atribuía este comportamiento a las peculiaridades extrañas y misteriosas de los blancos y, como a la gente reunida a la puerta de la clínica, le daba lo mismo cómo quería Ricky que lo llamaran. Ella sabía lo que sabía.

– Le docteur Dumondais, ¿Il est arrivé ce matin?

– Sí, monsieur Lively. En su, ah, bureau.

– Se llama despacho.

– Si, si, Il oublie. Despacho. Oficina. Si. Está ahí. Il vous attend.

Ricky llamó a la puerta y entró. Auguste Dumondais, un hombre menudo que llevaba bifocales y la cabeza afeitada, estaba tras su destartalada mesa de madera, al otro lado de la camilla, poniéndose una bata blanca. Cuando Ricky entró, levantó la vista y le sonrió.

– Ah, Ricky, estaremos ocupados hoy, ¿no?

– Oui -contestó Ricky-. Bien sur.

– Pero ¿no es hoy el día que nos dejas?

– Sólo para una breve visita a casa. Será menos de una semana.

El médico, que semejaba un gnomo, asintió. Ricky advirtió la duda reflejada en sus ojos. Auguste Dumondais no había hecho muchas preguntas cuando Ricky llegó a la clínica seis meses antes y ofreció sus servicios a cambio de un salario más que modesto.

La clínica había prosperado después de que Ricky hubiera instalado en ella su consulta, muy parecida a la que él ocupaba en ese momento, empujando a le docteur Dumondais a abandonar su pobreza autoimpuesta y permitiéndole invertir en más equipo y más medicinas. Últimamente los dos hombres habían comentado la adquisición de un aparato de rayos X de segunda mano en un centro de liquidación de Estados Unidos que Ricky había descubierto. Ricky veía que el doctor temía que el azar que lo había llevado a su puerta fuera a arrebatárselo.

– Una semana como mucho. Te lo prometo.

– No me lo prometas, Ricky -dijo Auguste Dumondais sacudiendo la cabeza-. Tienes que hacer lo que tengas que hacer, por la razón que sea. Cuando vuelvas, continuaremos nuestro trabajo.

Sonrió, como dando a entender que tenía tantas preguntas que le resultaba imposible decidir por cuál empezar.

Ricky asintió. Se sacó el cuaderno del bolsillo ancho de los pantalones.

– Hay un caso -comentó-. El del niño que vi la otra semana.

– Ah, sí -sonrió el doctor-. Por supuesto, lo recuerdo. Imaginé que te interesaría, ¿no? ¿Cuánto tiene, cinco años?

– Seis. Y tienes razón, Auguste, me interesa mucho. El niño todavía no ha dicho una sola palabra, según su madre.

– Eso es también lo que yo entendí. Interesante, ¿no crees?

– Poco corriente. Si, es verdad.

– ¿Y tu diagnóstico?

Ricky visualizó a aquel niño pequeño, enjuto y nervudo como muchos otros isleños, y algo desnutrido, lo que también era típico, pero no tanto. El niño tenía una mirada furtiva mientras había estado frente a Ricky, asustado a pesar de seguir en el regazo de su madre. Ésta había vertido unas lágrimas amargas que le resbalaron por las mejillas oscuras cuando Ricky le hizo preguntas, porque la mujer creía que el niño era el más inteligente de sus siete hijos, rápido en aprender, rápido en leer, rápido con los números, pero sin decir jamás una palabra. Lo consideraba un niño especial en casi todos los aspectos. La mujer tenía fama de tener poderes mágicos y se ganaba algún dinero extra vendiendo filtros de amor y amuletos que, según se decía, protegían del mal. Y Ricky comprendió que, para ella, llevar al niño a ver al extraño médico blanco de la clínica debía de haber sido una concesión muy difícil de hacer y que indicaba su decepción respecto a las medicinas nativas y su amor por el niño.

– No creo que la dificultad sea orgánica -dijo Ricky despacio.

– ¿Su falta de habla es…? -Sonrió Auguste Dumondais, y convirtió esa expresión en una pregunta.

– Una reacción histérica.

El pequeño doctor negro se frotó la barbilla y se pasó la mano por el cráneo reluciente.

– Lo recuerdo vagamente de mis estudios. Quizá. ¿Por qué piensas eso?

– La madre insinuó una tragedia, cuando el niño era más pequeño. Había siete hijos en la familia pero ahora sólo son cinco.

– ¿Conoces la historia de esa gente?

– Murieron dos niños, es cierto. Y el padre también. Recuerdo que fue en un accidente, durante una gran tormenta. Si, el niño estaba ahí; eso también lo recuerdo. Podría ser el origen. Pero ¿qué tratamiento podríamos aplicarle?

– Lo elaboraré después de estudiar un poco más el caso. Tendremos que convencer a la madre, claro. No será fácil.

– ¿Le resultará caro?

– No -contestó Ricky. La petición de Auguste Dumondais de que diera un diagnóstico sobre el niño cuando tenía previsto un viaje fuera del país obedecía a algún motivo. Un motivo bueno, sin duda, Imaginaba que él habría hecho más o menos lo mismo-.

Creo que no les costará traerme al niño para que lo vea cuando haya vuelto. Pero primero tengo que averiguar algunas cosas.

– Excelente -dijo Dumondais, que sonrió y asintió.

Se colgó un estetoscopio al cuello y dio a Ricky una bata blanca.

Fue un día muy ajetreado, tanto que Ricky casi perdió su vuelo a Miami en Caribe Air. Un empresario de mediana edad llamado Richard Lively, que viajaba con un pasaporte norteamericano reciente que sólo contenía unos cuantos sellos de varias naciones caribeñas, pasó por la aduana estadounidense sin demasiada dilación. Comprendió que no encajaba en ninguno de los habituales perfiles delictivos, que se habían inventado más que nada para identificar a los traficantes de drogas. Ricky pensó que era un delincuente de lo más especial, imposible de clasificar. Tenía reserva en el avión de las ocho de la mañana a La Guardia, así que pernoctó en el Holiday Inn del aeropuerto. Tomó una larga ducha caliente y jabonosa, que disfrutó tanto desde un punto de vista higiénico como sensual y que le pareció rayar en auténtico lujo tras el alojamiento espartano al que estaba acostumbrado. El aire acondicionado que mitigaba el calor del exterior y refrescaba la habitación constituía un placer recordado. Pero durmió de manera irregular, con sobresaltos, tras una hora dando vueltas en la cama antes de que se le cerraran los ojos para despertarse después dos veces, una en medio de un sueño sobre el incendio de su casa y otra cuando soñaba con Haití y con el niño que no podía hablar.

Yació en la cama, en la oscuridad, un poco sorprendido de que las sábanas le parecieran demasiado suaves y el colchón demasiado mullido, y escuchó el zumbido de la máquina de cubitos de hielo en el vestíbulo y algunos pasos en el pasillo, apagados por la moqueta. En medio del silencio, reconstruyó la última llamada que había hecho a Virgil hacia casi nueve meses.

Era medianoche cuando llegó a la habitación en las afueras de Provincetown. Había sentido una extraña y contradictoria sensación de agotamiento y energía, cansado de la larga carrera y entusiasmado con la idea de haber superado una noche que debería haber visto su muerte. Se había dejado caer en la cama y había marcado el número de Virgil en Manhattan.

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