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«Una emboscada basada en el amor», pensó con cierta ironía.

Encontró un papel y se esforzó un rato con un poema. Cuando le quedó como quería, llamó a la sección de anuncios del Village Voice. De nuevo, como antes, se encontró hablando con un empleado. Le dio algo de conversación, como había hecho en otras ocasiones. Pero esta vez procuró hacerle unas preguntas clave y proporcionarle información vital:

– Perdone, pero si estoy fuera de la ciudad, ¿puedo llamar y recibir igualmente las respuestas?

– Por supuesto -dijo el empleado-. Sólo tiene que marcar el código de acceso. Puede llamar desde cualquier sitio.

– Fantástico -contestó Ricky-. Verá, es que este fin de semana tengo que atender unos asuntos en Cape Cod, así que me voy allí unos días y quiero seguir recibiendo las respuestas.

– No será ningún problema -aseguró el empleado.

– Espero que haga buen tiempo. Han pronosticado lluvia. ¿Ha estado alguna vez en Cape Cod?

– En Provincetown. Hay mucha marcha el fin de semana después del Cuatro de Julio.

– Ni que lo diga -corroboró Ricky-. Yo siempre voy a Wellfleet. O por lo menos eso hacía antes. Tuve que vender la casa. Liquidación total por incendio. Ahora voy a ir para arreglar unas cuestiones pendientes, y después de vuelta a la ciudad y a toda esta rutina.

– Ya. Ojalá tuviera yo una casa en Cape Cod.

– Es un sitio especial. -Ricky hablaba con cuidado, pronunciando despacio cada palabra-. Sólo vas en verano, tal vez un poco en otoño y primavera, pero cada estación te acaba calando a su modo. Se convierte en tu hogar. Más que un hogar, en realidad. Un lugar para empezar y terminar. Cuando muera, quiero que me entierren allí.

– Yo sólo puedo desearlo -aseguró el empleado, algo envidioso.

– Quizás algún día -respondió Ricky, y se aclaró la garganta para decir el mensaje que deseaba publicar en la sección de clasificados. Lo había incluido bajo un discreto titular: BUSCANDO AL SR. R.

– ¿No querrá decir señor Regio? -preguntó el hombre.

– No -contestó Ricky-. Señor R está bien.

A continuación pronunció lo que esperaba fuera el último poema que tuviera que componer nunca:

– ¿Está aquí? ¿Está allá? Vete a saber.

En cualquier parte puede aparecer.

Puede que a Ricky le guste vagar, puede que haya vuelto a su hogar.

O quizá Ricky se quiera ocultar para que no lo puedan encontrar.

Un viejo lugar o un nuevo lugar, Ricky siempre logrará escapar.

Y aunque lo busque con apuro, el señor R nunca sabrá seguro cuándo Ricky pueda estar presente, no como amigo sino como oponente, para sembrar la muerte y el mal, y provocar de alguien el final.

– Vaya -dijo el empleado con un silbido largo y lento-. ¿Y dice usted que se trata de un juego?

– Sí -respondió Ricky-. Pero no habría mucha gente dispuesta a jugarlo.

El anuncio se iba a publicar el viernes siguiente, lo que dejaba a Ricky poco tiempo. Sabía lo que pasaría: el periódico llegaría a los quioscos la noche anterior, y sería entonces cuando los tres hermanos leerían el mensaje. Pero esta vez no contestarían en el periódico. Ricky supuso que sería Merlin, con sus tonos bruscos y exigentes de abogado y unos modales indirectamente amenazadores. Merlin llamaría al supervisor de los anuncios y descendería con rapidez por la jerarquía del periódico hasta encontrar al empleado que había recibido el poema por teléfono. Y le preguntaría a fondo sobre el hombre que llamó. Y el empleado recordaría enseguida la conversación sobre Cape Cod. Ricky imaginó que a lo mejor el hombre incluso recordaría su comentario de que le gustaría que algún día lo enterraran ahí; un pequeño deseo, en cierto sentido, pero que tendría mucho significado para Merlin. Después de obtener la información, la transmitiría a su hermano. Luego los tres volverían a discutir. Los dos hermanos pequeños estaban asustados, probablemente como nunca desde que eran niños y su madre los abandonó al suicidarse. Querrían acompañar al señor R en su búsqueda, sintiéndose responsables del peligro y también culpables de que tuviera que cuidar de ellos una vez más. Pero no sería verdad, y el hermano mayor tampoco querría aceptar. Esta muerte querría infligirla solo.

«Y, por lo tanto, actuará solo», pensó Ricky.

Solo y con la esperanza de terminar de una vez para siempre lo que le habían hecho creer que ya había concluido. Iba a tener prisa por dirigirse hacia otra muerte.

Se fue del apartamento tras comprobar que no dejaba ningún rastro de su existencia. Luego, antes de salir de la ciudad, efectuó otra serie de tareas. Cerró sus cuentas bancarias en las sucursales de Nueva York y fue a una oficina del centro para buscar un banco con agencias en el Caribe, donde abrió una simple cuenta corriente y de ahorros a nombre de Richard Lively. Cuando hubo terminado el papeleo y depositado una cantidad modesta del efectivo que le quedaba, salió del banco y caminó dos manzanas por la avenida Madison hasta la sucursal del Crédit Suisse frente a la que tantas veces había pasado en los días en que era un neoyorquino mas.

Una empleada estuvo más que dispuesta a abrir una cuenta al señor Lively. Era una mera cuenta de ahorros tradicional, pero con una característica interesante. Un día al año, el banco transferiría el noventa por ciento de los fondos acumulados directamente al número de cuenta que Ricky dio del banco caribeño. Sus comisiones se deducirían del resto. Eligió la fecha para esta transferencia con una especie de aleatoriedad cuidada. Al principio pensó en usar el día de su cumpleaños y luego el de su mujer. Después se planteó usar el día en que había fingido su muerte. También consideró usar el cumpleaños de Richard Lively. Pero por fin preguntó a la agradable joven, que se había esmerado en asegurarle la confidencialidad total y la inviolabilidad de las regulaciones bancarias suizas, cuándo era su cumpleaños. Como había esperado, no guardaba relación con ninguna fecha que pudiera recordar. Un día de finales de marzo. Eso le gustó. Marzo era el mes que marcaba el final del invierno y anunciaba la primavera, pero estaba lleno de falsas promesas y de vientos engañosos. Un mes variable. Le dio las gracias a la joven y le dijo que ése era el día que elegía para las transferencias.

Una vez terminados sus asuntos, Ricky volvió al coche. Mientras recorría las calles hacia la Henry Hudson Parkway en dirección al norte, no miró hacia atrás ni una sola vez. Tenía muchas cosas que hacer y poco tiempo.

Devolvió el coche de alquiler y se pasó el día acabando con Frederick Lazarus. Cerró, canceló o liquidó cada carné, tarjeta de crédito y cuenta telefónica, todo lo relacionado con ese personaje. Incluso fue a la armería donde había aprendido a disparar, se compró una caja de balas y se pasó una hora productiva en el local de tiro disparando a una diana con la silueta negra de un hombre que él atribuía con facilidad a su implacable perseguidor. Después charló un poco con el dependiente de la armería y le dejó caer que se iba de la zona por varios meses. El hombre se encogió de hombros, pero Ricky pudo ver que, aun así, tomaba nota de su marcha.

Así pues, Frederick Lazarus se desvaneció. Por lo menos sobre el papel y los documentos. Dejó también las pocas relaciones que ese personaje tenía. Para cuando hubo terminado, lo único que quedaba de aquel individuo eran las posibles venas asesinas que él mismo hubiera absorbido. Por lo menos creía que eso seguiría pesando en su interior.

Richard Lively no sería tan fácil, porque Richard Lively era un poco más humano que Lazarus. Y era Richard Lively quien tenía que vivir. Pero también necesitaba desaparecer de su vida en Durham, New Hampshire, con el mínimo de fanfarria y en muy corto plazo. Tenía que dejarlo todo atrás, pero no parecer que lo hacia, por si acaso alguien, algún día, aparecía haciendo preguntas y relacionaba la desaparición con ese fin de semana concreto.

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