Había vuelto al apartamento alquilado, donde tuvo que dominar el impulso de echarse sobre la cama y dejarse vencer por el sueño. Se dijo que las respuestas figuraban en aquel libro sobre psicopatología. Sólo tenía que leerlas. La pregunta era dónde.
La enciclopedia tenía setecientas setenta y nueve páginas y estaba organizada alfabéticamente. Hojeó unas cuantas páginas, pero no encontró ningún dato que le indicara nada. Aun así, mientras estaba enfrascado en el libro como el monje de un antiguo monasterio, sabía que lo que buscaba estaba en alguna parte.
Se retrepó en la silla y se dio golpecitos en los dientes con un lápiz. Estaba en el lugar adecuado pero, a no ser que estudiara todas las páginas, no sabía muy bien qué hacer. Se dijo que tenía que pensar como su viejo analista. Un juego. Un desafío. Un acertijo.
«Las respuestas están aquí -pensó-. Dentro de un texto sobre psicopatología.»
¿Qué le había dicho? Virgil era actriz. Merlin, abogado. Rumplestiltskin, un asesino a sueldo. Tres profesiones aunadas. Mientras hojeaba las páginas intentando reflexionar sobre el problema al que se enfrentaba, pasó las dedicadas a la letra V. Casi por casualidad, sus ojos captaron una señal en la primera página de esa letra, que empezaba en la 559. En el margen superior, escrito con el mismo bolígrafo que Lewis había usado para su saludo en la primera página, figuraba el quebrado uno es a tres. Un tercio.
Eso era todo.
Buscó las entradas de la M. En un sitio parecido había otro par de números, pero ahora se trataba de un cuarto, escrito uno barra cuatro. En la página inicial de la R encontró una tercera indicación: dos quintos. Dos barra cinco.
No tuvo la menor duda de que eran claves. Ahora tenía que descifrarlas.
Se inclinó en el asiento y se balanceó despacio atrás y adelante, como si quisiera aplacar un estómago algo revuelto; movimientos casi involuntarios mientras se concentraba en el problema. Era el acertijo sobre la personalidad más complejo que se le había presentado nunca. El hombre que lo había tratado para conducirlo a través de su propia personalidad, que había sido su guía hacia la profesión y que al final había facilitado los medios para su muerte, le entregaba un último mensaje. Ricky se sintió como un antiguo matemático chino trabajando con un ábaco mientras las bolitas negras repiqueteaban al pasarlas de un lado a otro para efectuar cálculos a medida que la ecuación crecía.
«¿Qué sé en realidad?», se pregunto.
Comenzó a formarse mentalmente un retrato, empezando por Virgil. El doctor Lewis había dicho que era actriz, lo que tenía sentido porque había actuado todo el rato. La hija de la pobreza, la menor de los tres, que había pasado vertiginosamente de tan poco a tanto. Ricky se planteó cómo le habría afectado eso. Ocultos en su inconsciente habría cuestiones de identidad, dudas sobre quién era en realidad. De ahí la decisión de dedicarse a una profesión que requería rediseñarse a uno mismo sin cesar. Un camaleón. Los papeles predominaban sobre las verdades. Ricky asintió. Un rasgo de agresividad, además, y una tensión nerviosa que indicaba amargura. Pensó en todos los factores que habían intervenido en formarla tal como era y en lo ansiosa que había estado por figurar en el drama que había arrastrado a la muerte al doctor Lewis.
Ricky cambió de postura en la silla. «Haz una suposición -se dijo-. Una hipótesis inteligente.»
Trastorno narcisista de la personalidad.
Buscó en la enciclopedia la N de «narcisismo» y luego esa patología en particular.
El pulso se le aceleró. Lewis había señalado varias letras entre las palabras con un marcador amarillo. Anotó las letras y se recostó de golpe con la mirada fija en el galimatías. No tenía sentido.
Volvió a la definición de la enciclopedia y recordó la clave: un tercio. Esta vez anotó la tercera letra después de las señaladas. Fue inútil de nuevo.
Se replanteó el dilema. En esta ocasión, tomó las letras que estaban a tres palabras de distancia. Pero antes de escribirlas se le ocurrió que era uno partido por tres, y buscó las letras tres líneas más abajo.
Las dos primeras señaladas formaban una palabra: LA.
Siguió con rapidez y obtuvo una segunda palabra: AGENCIA.
Había cinco señales más. Con el mismo esquema, formaban JONES.
Se dirigió a la mesilla de noche, donde había una guía telefónica de Nueva York. Buscó en la sección teatral y, en medio de varias entradas, encontró un pequeño anuncio con un número de centralita a nombre de «la Agencia Jones. Una agencia teatral y de talentos dedicada a las estrellas del mañana».
Uno menos. Ahora, el abogado Merlin.
Se lo imaginó: cabello bien peinado; traje sin arrugas, adaptado a los matices de su cuerpo. Hasta su ropa informal era elegante. Recordó sus manos. Manicuradas. Un hijo mediano:
quería que todo estuviera ordenado, porque no soportaba el desbarajuste de la vida anómala de donde procedía. Debía de odiar su pasado, adorar la seguridad que veía en su padre adoptivo, incluso a pesar de que el viejo analista lo había manipulado sistemáticamente. Era el que arreglaba las cosas, el que las hacía posibles, el hombre que se había ocupado de las amenazas y del dinero, y que había arremetido contra la vida de Ricky sin miramientos.
Este diagnóstico fue más sencillo: trastorno obsesivo-compulsivo de la personalidad.
Se dirigió con rapidez a ese apartado de la enciclopedia y vio la misma serie de letras destacadas. Usó la clave proporcionada y enseguida obtuvo una palabra que le sorprendió: ARNESON. No era lo que se dice un revoltijo de letras pero tampoco algo reconocible.
Se detuvo un momento porque no parecía tener sentido. Luego vio que la siguiente letra era una C.
Retrocedió, comprobó la clave, frunció el entrecejo y, de repente, lo comprendió. Las letras restantes deletreaban la palabra:
FORTIER.
Un caso judicial.
No estaba seguro del juzgado donde encontraría Arneson contra Fortier, pero era probable que una visita a un funcionario con un ordenador y el acceso a la lista de casos en trámite sirviera para averiguarlo.
A continuación pensó en el hombre situado en el centro de todo lo que había ocurrido: Rumplestiltskin. Consultó las entradas de la P que trataban sobre los PSICÓPATAS. Había un subapartado para HOMICIDAS.
Y ahí estaban las señales que esperaba.
Descifró pronto las letras y las anotó en una hoja. Al terminar, enderezó la espalda y suspiró profundamente. Después arrugó el papel y lanzó la bola a la papelera.
Soltó una serie de juramentos, que sólo ocultaban lo que medio había esperado.
El mensaje obtenido decía: ÉSTE NO.
Ricky no durmió demasiado, pero la adrenalina le daba energías.
Se duchó, se afeitó y se puso chaqueta y corbata. Una visita a la hora del almuerzo a los tribunales y untar un poco a un funcionario detrás del mostrador le había proporcionado información sobre Arneson contra Fortier. Era un litigio civil en un tribunal superior, cuya vista previa estaba fijada para la mañana siguiente.
Por lo que entendió, las dos partes litigaban por una transacción inmobiliaria que había salido mal. Había demandas y contrademandas y cantidades considerables de dinero extraviadas entre un par de promotores acaudalados de Manhattan. Ricky supuso que era la clase de caso en el que las partes son ricas y están enfadadas y poco dispuestas a llegar a un acuerdo, lo que significa que todos terminan perdiendo salvo los abogados, que se llevan unos jugosos emolumentos. Era tan mundano y corriente que Ricky casi sintió desdén. Pero con una sombría sensación desagradable, supo que, en medio de todos esos alegatos, actitudes, poses y amenazas entre un puñado de abogados, encontraría a Merlin.
La lista de casos le aportó los nombres de todas las partes involucradas. Ninguno le resultó conocido. Pero uno correspondía al hombre que estaba buscando.