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Ricky debió de parecer asombrado, porque Virgil prosiguió.

– No demasiado contento al principio, según me han dicho, pero con un extraño entusiasmo después. Yo no participé en esa conversación, de modo que no puedo darte detalles. Mi función era otra. Sin embargo, te diré quién intervino. Una mujer de mediana edad y algo desfavorecida llamada Lu Anne, un nombre bonito y, sin duda, inusual y poco adecuado dada su precaria situación en este mundo. El caso, Ricky, es que cuando me vaya de aquí, te convendría hablar con Lu Anne. Quién sabe lo que podrías averiguar. Y estoy segura de que buscarás al señor Zimmerman para que te dé una explicación, pero también estoy segura de que no te será fácil encontrarlo. Como dije, el señor R es muy rico y está acostumbrado a salirse con la suya.

Ricky iba a pedirle que se explicara, pero Virgil se levantó.

– ¿Te importa si me quito la gabardina? -preguntó con voz ronca.

– Como quiera -dijo Ricky con un gesto amplio de la mano; un movimiento que significaba aceptación.

Virgil sonrió de nuevo y se desabrochó despacio los botones delanteros y el cinturón. Después, con un movimiento brusco, dejó caer la prenda al suelo.

No llevaba nada debajo.

Se puso una mano en la cadera y ladeó el cuerpo provocativamente en su dirección. Se volvió y le dio la espalda un momento, para girar de nuevo y mirarlo de frente. Ricky asimiló la totalidad de su figura con una sola mirada. Sus ojos actuaron como una cámara fotográfica para captar los senos, el sexo y las largas piernas, y regresar, por fin, a los ojos de Virgil, que brillaban expectantes.

– ¿Lo ves, Ricky? -musitó ella-. No eres tan viejo. ¿Notas cómo te hierve la sangre? Una ligera animación en la entrepierna, ¿no?

Tengo una buena figura, ¿verdad? -Soltó una risita-. No hace falta que contestes. Conozco bien la reacción. La he visto antes, en muchos hombres.

Siguió mirándolo, como segura de que podía adivinar la dirección que seguiría la mirada de él.

– Siempre existe ese momento maravilloso, Ricky -comentó Virgil con una ancha sonrisa-, en que un hombre ve por primera vez el cuerpo de una mujer. Sobre todo el cuerpo de una mujer que no conoce. Una visión que es toda aventura. Su mirada cae en cascada, como el agua por un precipicio. Entonces, como pasa ahora contigo, que preferirías contemplar mi entrepierna, el contacto visual provoca algo de culpa. Es como si el hombre quisiera decir que todavía me ve como una persona mirándome a la cara pero, en realidad, está pensando como una bestia, por muy educado y sofisticado que finja ser. ¿No es acaso lo que está pasando ahora?

Él no contestó. Hacía años que no estaba en presencia de una mujer desnuda, y eso parecía generar una convulsión en su interior. Le retumbaban ¡os oídos con cada palabra de Virgil, y era consciente de que se sentía acalorado, como si la elevada temperatura exterior hubiese irrumpido en la consulta.

Virgil siguió sonriéndole. Se dio la vuelta una segunda vez para exhibirse de nuevo. Posó, primero en una posición y luego en otra, como la modelo de un artista que trata de encontrar la postura correcta. Cada movimiento de su cuerpo parecía aumentar la temperatura de la habitación unos grados más. Finalmente, se agachó despacio para recoger la gabardina negra del suelo. La sostuvo un segundo, como si le costara volver a ponérsela. Pero enseguida, con un movimiento rápido, metió los brazos por las mangas y empezó a abrochársela. Cuando su figura desnuda desapareció, Ricky se sintió arrancado de algún tipo de trance hipnótico o, por lo menos, como creía que debía de sentirse un paciente al despertar de una anestesia. Empezó a hablar, pero Virgil levantó una mano.

– Lo siento, Ricky -le interrumpió-. La sesión ha terminado por hoy. Te he dado mucha información y ahora te toca actuar.

No es algo que se te dé bien, ¿verdad? Lo que tú haces es escuchar.

Y después nada. Bueno, esos tiempos se han acabado, Ricky. Ahora tendrás que salir al mundo y hacer algo. De otro modo… Será mejor que no pensemos en eso. Cuando el guía te señala, tienes que seguir el camino. Que no te pillen de brazos cruzados. Manos a la obra y todo eso. Ya sabes, al que madruga Dios le ayuda. Es un consejo buenísimo. Síguelo.

Se dirigió con rapidez a la puerta.

– Espera -dijo Ricky impulsivamente-. ¿Volverás?

– Quién sabe -contestó Virgil con una sonrisita-. Puede que de vez en cuando. Veremos cómo te va.

Abrió la puerta y se marchó.

Escuchó un momento el taconeo de sus zapatos en el pasillo.

Luego se levantó de un brinco y corrió hacia la puerta. La abrió, pero Virgil ya no estaba en el pasillo. Se quedó ahí un instante y volvió a entrar en la consulta. Se acercó a la ventana y miró fuera, justo a tiempo de ver cómo la joven salía por el portal del edificio. Una limusina negra se acercó a la entrada y Virgil subió en ella. El coche se alejó calle abajo, de forma demasiado repentina para que Ricky pudiese haber visto la matrícula o cualquier otra característica de haber sido lo bastante organizado e inteligente como para pensar en ello.

A veces, frente a las playas de Cape Cod, en Wellfleet, cerca de su casa de veraneo, se forman unas fuertes corrientes de retorno superficial que pueden ser peligrosas y, en ocasiones, mortales. Se crean debido a la fuerza del océano al golpear la costa, que acaba por excavar una especie de surco bajo las olas en la restinga que protege la playa. Cuando el espacio se abre, el agua entrante encuentra de repente un nuevo lugar para regresar al mar y circula por este canal subacuático. Entonces en la superficie se produce la corriente de retorno. Cuando alguien queda atrapado en esta corriente hay un par de cosas que debe hacer y que convierten la experiencia en algo perturbador, quizás aterrador y sin duda agotador, pero más que nada molesto. Si no las hace, lo más probable es que muera. Como la corriente de retorno superficial es estrecha, no hay que luchar nunca contra ella. Hay que limitarse a nadar paralelo a la costa, y en unos segundos el tirón violento de la corriente se suaviza y lo deja a uno a poca distancia de la playa. De hecho, las corrientes de retorno superficial suelen ser también cortas, de modo que uno se puede dejar llevar por ellas y cuando el tirón disminuye situarse en el lugar adecuado y nadar de vuelta a la playa. Ricky sabía que se trataba de unas instrucciones sencillísimas que, comentadas en un cóctel en tierra firme, o incluso en la arena caliente a la orilla del mar, hacen que salir de una corriente de retorno superficial no parezca más difícil que sacudirse una pulga de mar de la piel.

La realidad, por supuesto, es mucho más complicada. Ser arrastrado inexorablemente hacia el océano, lejos de la seguridad de la playa, provoca pánico al instante. Estar atrapado por una fuerza muy superior es aterrador. El miedo y el mar son una combinación letal. El terror y el agotamiento ganan al bañista. Ricky recordaba haber leído en el Cape Cod Times por lo menos un caso cada verano de alguien ahogado, a escasos metros de la costa y la seguridad.

Intentó controlar sus emociones, porque se sentía atrapado en una corriente de retorno superficial.

Inspiró hondo y luchó contra la sensación de que lo arrastraban hacia un lugar oscuro y peligroso. En cuanto la limusina que llevaba a Virgil hubo desaparecido de su vista, encontró el teléfono de Zimmerman en la primera página de su agenda, donde lo había anotado y después olvidado, ya que nunca se había visto obligado a llamarlo. Marcó el número pero no obtuvo respuesta.

Ni Zimmerman. Ni su madre sobreprotectora. Ni un contestador ni servicio automático. Sólo un tono de llamada reiterado y frustrante.

En ese momento de confusión decidió que debía hablar directamente con Zimmerman. Aunque Rumplestiltskin lo hubiera sobornado de algún modo para que abandonara el tratamiento, quizá lograse arrojar algo de luz sobre la identidad de su torturador.

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