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Y se relamió como una gata que ha bebido un poco de leche.

– ¿Quieres decir con ello -quiso saber Behaim-, que nadie te ha abrazado y besado antes?

– No hace falta que lo sepáis todo -opinó Niccola- Quizás soy de las que se dejan besar en cualquier esquina de la calle.

– Pero sí conviene que tú sepas -le explicó Behaim-, y para que no haya discusiones te lo digo de antemano, que yo no soy de los que se contentan con simples besos.

– Ya me he dado cuenta -dijo Niccola tratando de dar a sus palabras un tono de severa reprensión-. Cuando me dejé besar por vos, dejasteis jugar también vuestras manos. Eso fue un atrevimiento. Y, ciertamente, yo no os he prometido que en tan poco tiempo vos…

Enmudeció, pues el muchacho que les atendía estaba en la sala con una jarra de vino en la mano; se sonrojó, apurada, pues no sabía si el muchacho había oído sus palabras. Entonces se acercó a la ventana y se quedó mirando la carretera y el estanque. Había dejado de llover. El águila ratera levantaba las plumas y afilaba el pico contra la cadena que la sujetaba.

En voz baja, con labios inmóviles, se dijo a sí misma: «Quizás es verdad que me ama, pues no es de los que pronuncian palabras vanas. Sí, creo que me tiene afecto. Pero probablemente habrá amado a muchas mujeres. ¡Oh Dios, asísteme! Ojalá que lo que se ha iniciado entre nosotros tenga para mí un final dichoso y feliz. Pues cómo podría ocultártelo, Tú no ignoras que seré suya cuando él lo quiera».

Esa tarde lluviosa, messere Leonardo había acudido, como solía hacer a menudo, al mercado de pájaros que se celebraba dos veces por semana cerca de la Porta Nuova. Mientras deambulaba entre los puestos, tenderetes y carros examinando a los pájaros en sus cárceles hechas de varas de mimbre y ramas de aligustre, había preguntado a los pajareros de qué manera y por medio de qué artimañas engañaban a los pájaros con reclamos, varetas y redes, y también había escuchado sus quejas sobre la cautela, la paciencia y el esfuerzo que requería un oficio que sin embargo era tan poco rentable.

Luego, con el medio escudo que había caído inesperadamente en su bolsillo esa misma mañana, messere Leonardo compró algunos verderones, dos tordos, dos pinzones y un pico manchado a los que, como era su costumbre, quería poner en libertad, a las afueras de la ciudad, en un prado o un bosquecillo. Pues no se cansaba de observar las distintas maneras de actuar de los pájaros cuando, tras una larga cautividad, recuperaban la libertad, cómo algunos revoloteaban indecisos como si no supiesen qué hacer con ella, mientras que otros se elevaban a gran altura y desaparecían al instante.

En compañía de algunos de sus amigos, había tomado el camino que conducía a Monza, y uno de ellos, Matteo Bandello, que pese a su juventud gozaba ya de un considerable prestigio como autor de novelas y narrador de cuentos, había cargado con las jaulas. El día anterior había llegado a Milán procedente de Brescia, con el único objeto de ver los Progresos que había hecho la Cena de messere Leonardo.

– En el relato que me ocupa actualmente y que pienso titular «El Retrato alegórico» -dijo Bellincioli, el poeta de la corte ducal que caminaba a su lado-, me gustaría ser capaz de expresar siquiera una partícula de esa riqueza de formas y relaciones que messere Leonardo muestra en todos sus cuadros. Y esa variedad y riqueza es tanto más sorprendente si consideramos lo reciente que es en nuestros tiempos el ejercicio de este arte que hasta los días de Giotto estuvo sometido a la locura de los hombres.

– Sin razón -declaró messere Leonardo- elogias, Matteo, lo poco y escaso que he logrado hasta hoy en la pintura. Es posible que en Florencia haya aprendido algo de mi profesor, el maestro Verrocchio, que a su vez tomaría también de mí algún que otro detalle. Pero sólo aquí en Milán, trabajando en esa Cena, me he convertido en pintor.

– Y por ese motivo -replicó Bellincioli en un tono levemente burlón-, preferiríais que os dejasen seguir trabajando toda la vida en esa Cena y realizar vuestros experimentos con los colores y el barniz…

– No tengo mayor deseo -le respondió Leonardo- que terminar esa bella obra porque después pienso consagrarme por completo al estudio de las matemáticas, pues en ellas se manifiesta y percibe la voluntad divina. Pero el propio cielo y también la tierra tienen que asistirme para que esa Cena se convierta en una obra que signifique algo grande que viva y perdure eternamente y dé testimonio de mí. Es cierto que en los últimos tiempos no he tenido mucho trato con el pincel y las pinturas. Pero para esa obra, dos o tres años no es mucho tiempo. Además deberíais considerar que soy un pintor y no un burro de carga. Y si bien es cierto que no estoy siempre con el pincel en la mano, paso todos los días dos horas delante del cuadro pensando dónde colocar a los personajes y qué apariencia y actitud darles. Por no hablar del laborioso trabajo que realizo en las calles, en las tabernas y en otros lugares y que, por cierto, me ha reportado esta mañana medio escudo. Llegó muy a punto, pues sin él no habría podido rescatar a esos pequeños prisioneros que lleva nuestro Matteo a las espaldas.

Y preguntado sobre la proveniencia de ese medio escudo, messere Leonardo contó lo siguiente:

– Sabéis que este cuadro en el que represento al Salvador sentado a la mesa con sus discípulos exige un trabajo imprevisto que me quita mucho tiempo, y a veces persigo un día entero a un hombre que me llama la atención por su barbilla, su frente, su cabello o su barba, para descubrir su carácter y su naturaleza y modelar a su semejanza a mi san Jacobo, mi san Simón Pedro o a otro de los doce. Y esta mañana, un individuo que yo perseguía de esa manera, se volvió y dirigiéndose hacia mí me dijo enojado: «¡Ahí tienes tu medio escudo, hombre insufrible, y que sepas que lo encontré en el arroyo y ahora lárgate y no incordies más, y en el futuro, cuida mejor de tu dinero!», Y con esas palabras se fue sin dejar de refunfuñar y así, caballeros, fue como conseguí mi medio escudo y eso era todo lo que yo tenía, pues había comprado ayer a mi criado Giacomo, a quien llamáis el Tragaldabas, paño para un abrigo y una gorra para que me dejase en paz, pues no paraba de asediar mis oídos con sus deseos, penas, quejas y ruegos.

– ¿De modo que, después de haber gastado vuestro dinero en ese holgazán y mentiroso, en ese ladrón que os roba las sábanas de la cama y hace yesca con ellas para encender la estufa, no habéis hallado para el medio escudo mejor destino que el mercado de los pájaros? -Se exasperó el escultor Simoni que caminaba detrás de messere Leonardo al lado de Marco d'Oggiono.

El novelista Bandello, que llevaba a las espaldas cinco o seis jaulas de pájaros, se detuvo y volvió su rostro jovial hacia el escultor a quien solía hacer, desde siempre, objeto de sus burlas y gracias.

– ¿Entonces no sabéis, maestro Simoni -dijo reanudando la marcha a su lado-, que messere Leonardo trata de penetrar el secreto del vuelo de las aves? Dentro de poco lo habrá conseguido y todas esas pequeñas criaturas, los pinzones y verderones con los que me ha cargado le ayudarán a hacerlo. Claro que el papel que os corresponde en este asunto es de más envergadura e importancia que el mío y veo llegado el día en que os encontraré tumbado en el hospital donde…

– ¿En el hospital? ¿A mí? -le interrumpió el escultor.

– Sí. Con las fracturas de brazos y piernas inevitables en estos casos -prosiguió Bandello-, pero cubierto de gloria. ¡A todos nos consume la envidia, pues vos sois el hombre a quien messere Leonardo ha concedido el honor y la distinción de ser el primero entre los mortales que se eleve como un dios hasta las nubes, con alas de águila!

– Lo de las alas de águila no es ni mucho menos definitivo -objetó Marco d'Oggiono-. A mí messere Leonardo gólo me ha hablado de un par de alas de murciélago que había destinado para el maestro Simoni. Pues ya sabéis que las alas de murciélago resultan mucho más baratas que las de águila.

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