– ¡Quítamela!
Ismael, desconcertado, miró a su alrededor y descubrió cuál era la fuente de luz que los había guiado. Una hilera de velas se perdía en la penumbra, en una procesión fantasmal.
El chico agarró una de las velas y acercó la llama a la araña, que buscaba la garganta de Irene. Al simple contacto con el fuego, aquel ser profirió un siseo de rabia y dolor y se descompuso en una lluvia de gotas negras que cayeron al suelo. Ismael soltó la vela y apartó a Irene del alcance de aquellos fragmentos. Las gotas se deslizaron gelatinosamente sobre el suelo y se unieron en un solo cuerpo que reptó hasta la puerta y se filtró de vuelta al otro lado.
– El fuego. El fuego le asusta… -dijo Irene.
– Pues eso es lo que vamos a darle.
Ismael recogió la vela y la colocó al pie de la puerta mientras Irene echaba un vistazo a la estancia en la que se encontraban. El lugar parecía más una antesala semidesnuda, sin muebles, y cubierta por décadas de polvo. Probablemente, aquella cámara había servido en algún tiempo como almacén o depósito adicional a la biblioteca. Un análisis más atento, sin embargo, revelaba formas sobre el techo. Pequeñas tuberías. Irene tomó una de las velas y, alzándola sobre su cabeza, examinó la sala. El brillo de azulejos y mosaicos sobre los muros se encendió a la llama de la vela.
– ¿Dónde diablos estamos? -preguntó Ismael.
– No lo sé… Parecen, parecen unas duchas…
La lumbre de la vela reveló los aspersores metálicos, redes de cientos de orificios en forma de campana que pendían de las cañerías. Las bocas estaban herrumbrosas y tramadas de una ciudadela de telarañas.
– Sea lo que sea, hace siglos que nadie las…
No había acabado de pronunciar esta frase cuando se oyó un quejido metálico, el sonido inconfundible de un grifo oxidado que giraba. Allí dentro, junto a ellos.
Irene apuntó la vela hacia la pared de azulejos y ambos vieron cómo dos llaves de paso estaban girando lentamente.
Una profunda vibración recorría los muros.
Luego, tras unos segundos de silencio, los dos muchachos pudieron rastrear aquel sonido, el sonido de algo que se arrastraba a través de las tuberías, sobre sus cabezas. Algo se estaba abriendo camino en las estrechas cañerías.
– ¡Está aquí! -gritó Irene.
Él asintió, sin apartar los ojos de los aspersores.
En cuestión de segundos, una masa impenetrable empezó a filtrarse lentamente a través de los orificios. Irene e Ismael retrocedieron despacio, sin apartar la vista de la sombra que se formaba poco a poco frente a ellos, como las partículas de un reloj de arena forman una montaña al caer.
Dos ojos se dibujaron en la oscuridad. El rostro de Lazarus, afable, les sonrió. Una visión tranquilizadora, de no haber sabido antes que aquello que tenían frente a sí no era Lazarus. Irene avanzó un paso hacia él.
– ¿Dónde está mi madre? -preguntó, desafiante.
Una voz profunda, inhumana, se dejó oír. -Está conmigo.
– Apártate de él-dijo Ismael.
La sombra clavó sus ojos en él y el muchacho pareció entrar en trance. Irene sacudió a su amigo y quiso apartado de la sombra, pero él permanecía bajo el influjo de aquella presencia, incapaz de reaccionar. La chica se interpuso entre ambos y abofeteó a Ismae1, lo que consiguió arrancarlo de aquel estado. El rostro de la sombra se descompuso en una máscara de rabia, y dos largos brazos se extendieron hacia ellos. Irene empujó a Ismael hasta la pared y trató de esquivar la presa de aquellas garras.
En ese momento, una puerta se abrió en la oscuridad y un halo de luz apareció al otro lado de la estancia. La silueta de un hombre sosteniendo un farol de aceite se recortó en el umbral.
– ¡Fuera de aquí! -gritó, permitiendo a Irene reconocer su voz: era Lazarus Jann, el fabricante de juguetes.
La sombra profirió un alarido de odio y una a una las llamas de las velas se extinguieron. Lazarus avanzó hacia la sombra. Su rostro parecía el de un hombre mucho mayor de lo que Irene recordaba. Sus ojos, inyectados en sangre, acusaban un terrible cansancio, los ojos de un hombre devorado por una cruel enfermedad.
– ¡Fuera de aquí! -gritó de nuevo.
La sombra dejó entrever un rostro demoníaco y se transformó en una nube de gas, filtrándose entre los resquicios del suelo, hasta escapar por una grieta en los muros. Un sonido similar al del viento azotando tras las ventanas acompañó su huida.
Lazarus permaneció observando aquella grieta por espacio de varios segundos y, finalmente, dirigió su penetrante mirada hacia ellos.
– ¿Qué creéis que estáis haciendo aquí? -preguntó sin ocultar su ira.
– He venido a buscar a mi madre y no me iré sin ella -declaró Irene, sosteniendo aquella mirada intensa y escrutadora sin parpadear.
– No sabes a lo que te estás enfrentando… -dijo Lazarus-. Rápido, por aquí. No tardará en volver.
Lazarus los guió al otro lado de la puerta. -¿Qué es eso? ¿Qué es lo que hemos visto?
– preguntó Ismael.
Lazarus lo observó detenidamente. -Soy yo. Eso que has visto soy yo…
Lazarus los condujo a través de un intrincado laberinto de túneles que parecía recorrer las entrañas de Cravenmoore, a modo de estrechos conductos paralelos a galerías y corredores. El camino estaba flanqueado por numerosas puertas cerradas a ambos lados, dobles entradas a las decenas de habitaciones y salas de la mansión. El eco de sus pasos quedaba confinado a aquel angosto pasaje, y daba la sensación de que un ejército invisible los estuviese siguiendo.
El farol de Lazarus esparcía un anillo de luz ámbar sobre los muros. Ismael observó su propia sombra y la de Irene caminar junto a ellos en la pared. Lazarus no proyectaba sombra alguna. El fabricante de juguetes se detuvo frente a una puerta alta y estrecha, y extrajo una llave con la que abrió el cerrojo. Oteó el extremo del corredor por el que habían llegado hasta allí y les indicó que entrasen.
– Por aquí -dijo nerviosamente-. No volverá aquí, al menos durante unos minutos…
Ismael e Irene intercambiaron una mirada de sospecha.
– No tenéis más alternativa que confiar en mí -añadió Lazarus, advirtiéndolos.
El muchacho suspiró y se adelantó hacia el interior de la cámara. Irene y Lazarus lo siguieron y él cerró de nuevo la puerta. La luz del farol desveló un muro cubierto por multitud de fotografías y recortes. En un extremo se apreciaba una pequeña cama y un escritorio desnudo. Lazarus dejó reposar el farol sobre el suelo y observó cómo los dos muchachos examinaban todos aquellos pedazos de papel adheridos a la pared.
– Debéis abandonar Cravenmoore mientras todavía estéis a tiempo.
Irene se volvió hacia él.
– No es a vosotros a quienes quiere -añadió el fabricante de juguetes-. Es a Simone.
– ¿Por qué? ¿Qué pretende hacer con ella? Lazarus bajó la mirada.
– Quiere destruida. Para castigarme. Y hará lo mismo con vosotros si os interponéis en su camino. -¿Qué significa todo eso? ¿Qué pretende decirnos? -preguntó Ismael.
– Cuanto tenía que deciros os lo he dicho ya. Debéis salir de aquí. Tarde o temprano volverá, y esta vez yo no podré hacer nada por protegeros.
– Pero ¿quién volverá?
– Lo has visto con tus propios ojos.
En ese momento, un estruendo lejano se oyó en algún lugar de la casa. Aproximándose. Irene tragó saliva y miró a Ismael. Pisadas. Una tras otra, estallando como disparos, cada vez más cerca. Lazarus sonrió débilmente.
– Ahí viene -anunció-. No os queda mucho tiempo.
– ¿Dónde está mi madre? ¿Adónde la ha llevado? -exigió la muchacha.
– No lo sé, pero aunque lo supiera, de nada serviría.
– Usted construyó esa máquina con su rostro… -acusó Ismael.
– Creí que le bastaría con eso, pero quería más.
La quería a ella.
Las pisadas infernales se oyeron entonces detrás de la puerta, enfilando el corredor.
– Al otro lado de esa puerta -explicó Lazarus- hay una galería que conduce a la escalera principal. Si os queda una gota de sentido común, corred hasta allí y alejaos de esta casa para siempre.