Литмир - Электронная Библиотека

– Estamos en la biblioteca de Lazarus.

– Pues espero que tenga otra salida, porque no pienso volver a mirar ahí detrás… -dijo Ismael señalando a su espalda.

– Debe de haberla. Creo que sí, pero no sé dónde está -dijo ella, aproximándose al centro de la gran sala mientras el chico trababa la puerta con una silla.

Si aquella defensa resistía más de dos minutos, se dijo, empezaría a creer en los milagros a pies juntillas. La voz de Irene murmuró algo a su espalda. El muchacho se volvió y la vio junto a una mesa de lectura, examinando un libro de aspecto centenario.

– Hay algo aquí -dijo ella.

Un oscuro presentimiento se despertó en él. -Deja ese libro.

– ¿Por qué? -preguntó Irene, sin comprender.

– Déjalo.

La joven cerró el volumen e hizo lo que su amigo le indicaba. Las letras doradas sobre la cubierta brillaron a la lumbre de la hoguera que caldeaba la biblioteca: Doppelgänger.

Irene apenas se había alejado unos pasos del escritorio cuando sintió que una intensa vibración atravesaba la sala bajo sus pies. Las llamas de la hoguera palidecieron y algunos de los tomos en las interminables hileras de estanterías empezaron a temblar. La muchacha corrió hasta Ismael.

– ¿Qué demonios…? -dijo él, percibiendo también aquel intenso rumor que parecía provenir de lo más profundo de la casa.

En ese momento, el libro que Irene había dejado sobre el escritorio se abrió violentamente de par en par. Las llamas de la hoguera se extinguieron, aniquiladas por un aliento gélido. Ismael rodeó a la joven con sus brazos y la apretó contra sí. Algunos libros empezaron a precipitarse al vacío desde las alturas, impulsados por manos invisibles.

– Hay alguien más aquí -susurró Irene-. Puedo sentirlo…

Las páginas del libro empezaron a volverse lentamente al viento, una tras otra. Ismael contempló las láminas del viejo volumen, que brillaban con luz propia, y advirtió por primera vez cómo las letras parecían evaporarse una a una, formando una nube de gas negro que adquiría forma sobre el libro. Aquella silueta informe fue absorbiendo palabra a palabra, frase a frase.

La forma, más densa ahora, le hizo pensar en un espectro de tinta negra suspendido en el vacío.

La nube de negrura se expandió y las formas de unas manos, unos brazos y un tronco se esculpieron de la nada. Un rostro impenetrable emergió de la sombra.

Ismael e Irene, paralizados por el terror, contemplaron electrizados aquella aparición y cómo, alrededor de ella, otras formas, otras sombras cobraban vida de entre las páginas de aquellos libros caídos. Lentamente, un ejército de sombras se desplegó ante sus ojos incrédulos. Sombras de niños, de ancianos, de damas ataviadas con extrañas galas… Todos ellos parecían espíritus atrapados, demasiado débiles para adquirir consistencia y volumen. Rostros en agonía, aletargados y desprovistos de voluntad. Al contemplarlos, Irene sintió que se encontraba frente a las almas perdidas de decenas de seres atrapados en un terrible maleficio. Los vio extender sus manos hacia ellos, suplicando ayuda, pero sus dedos se escindían en espejismos de vapor. Podía sentir el horror de su pesadilla, del sueño negro que los atenazaba.

Durante los escasos segundos que duró aquella visión, se preguntó quiénes eran y cómo habían llegado hasta allí. ¿Habían sido alguna vez incautos visitantes de aquel lugar, como ella misma? Por un instante esperó reconocer a su madre entre aquellos espíritus malditos, hijos de la noche. Pero, a un simple gesto de la sombra, sus cuerpos vaporosos se fundieron en un torbellino de oscuridad que atravesó la sala.

La sombra abrió sus fauces y absorbió todas y cada una de esas almas, arrancándoles la poca fuerza que todavía vivía en ellas. Un silencio mortal siguió a su desaparición. Luego, la sombra abrió los ojos y su mirada proyectó un halo sangrante en la tiniebla.

Irene quiso gritar, pero su voz se perdió en el estruendo brutal que sacudió Cravenmoore.

Una a una, todas las ventanas y las puertas de la casa se estaban sellando como lápidas. Ismael oyó aquel eco cavernoso recorrer los cientos de galerías de Cravenmoore, y sintió que sus esperanzas de salir de aquel lugar con vida se evaporaban en la oscuridad.

Tan sólo un resquicio de claridad trazaba una aguja de luz a través de la bóveda del techo, una cuerda floja de luz suspendida en lo alto de aquella siniestra carpa circense. La luz se grabó en la mirada de Ismael, y el muchacho, sin esperar un segundo más, asió la mano de Irene y la condujo hacia el extremo de la sala, a tientas.

– Quizá la otra salida esté ahí -susurró.

Irene siguió la trayectoria que señalaba el índice del chico. Sus ojos reconocieron el filamento de luz, que parecía emerger del orificio de una cerradura. La biblioteca estaba organizada en óvalos concéntricos recorridos por un estrecho pasillo que ascendía en espiral por la pared y hacía las veces de distribuidor a las diferentes galerías que partían de él. Simone le había hablado de ello, comentándole aquel capricho arquitectónico: si alguien seguía aquel corredor hasta el fin, llegaba casi hasta el tercer piso de la mansión. Una suerte de torre de Babel de puertas adentro, imaginó. Esta vez fue ella quien guió a Ismael hasta el corredor y, una vez en él, se apresuró a ascender.

– ¿Sabes adónde vas? -preguntó el muchacho.

– Confía en mí.

Ismael corrió tras ella, sintiendo cómo el suelo ascendía lentamente bajo sus pies a medida que se adentraban en el corredor. Una fría corriente de aire le acarició la nuca e Ismael observó la espesa mancha negra que se esparcía sobre el suelo a su espalda. La sombra tenía una textura casi sólida, y sólo su contorno parecía fundirse con la oscuridad. La mancha espectral se desplazaba como una lámina de aceite, espeso y brillante.

Al cabo de unos segundos, aquel ente de negrura líquida se extendió bajo sus pies. Ismael sintió un espasmo gélido, similar al de caminar en aguas heladas.

– ¡Rápido! -exclamó.

El origen de la línea de luz nacía, tal como habían supuesto, en la cerradura de una puerta que apenas se encontraba a media docena de metros de ellos. Ismael apretó el paso y consiguió rebasar el rastro de la sombra bajo sus pies por unos instantes. Las probabilidades de que aquella puerta estuviese abierta se le antojaban nulas. De poco les serviría alcanzar la puerta si ésta no conducía a ninguna parte.

Irene palpó la cerradura en la penumbra, en busca de un resorte que le permitiese abrirla. El muchacho se volvió para comprobar dónde se encontraba la sombra y sus ojos descubrieron el manto de azabache que se alzaba frente a él, una escultura de gas espeso que adquiría forma lentamente. Un rostro de alquitrán se materializó. Un rostro familiar.

Ismael creyó que sus ojos le estaban engañando y parpadeó. El rostro seguía allí. El suyo propio.

Su oscuro reflejo le sonrió malévolamente y una lengua de reptil asomó entre los labios. Instintivamente, Ismael extrajo el cuchillo que había arrebatado al autómata del vestíbulo y lo blandió frente a la sombra. La silueta escupió su gélido aliento sobre el arma y una red de escarcha y astillas de hielo ascendió desde la punta del filo hasta la empuñadura. El metal congelado le transmitió una fuerte sensación de quemazón en la palma de la mano. El frío, un frío intenso, quemaba tanto o más que el fuego.

Ismael estuvo a punto de soltar el arma, pero resistió el espasmo muscular que le agarrotó el antebrazo y trató de hundir la hoja del cuchillo en el rostro de la sombra. La lengua se desprendió de ella al contacto con el filo y cayó sobre uno de sus pies. Instantáneamente, la pequeña masa negra le rodeó el tobillo como una segunda piel y empezó a ascender lentamente. El contacto viscoso y helado de aquella materia le provocó náuseas.

En ese momento, oyó el crujido de la cerradura con la que Irene estaba forcejeando a su espalda y un túnel de luz se abrió ante ellos. La chica corrió hacia el otro lado de la puerta e Ismael la siguió, cerrando de nuevo la puerta y dejando a su perseguidor al otro lado. La porción desprendida de la sombra trepó por su muslo y adquirió la forma de una gran araña. Una punzada de dolor le sacudió la pierna. Ismael gritó e Irene trató de expulsar aquel monstruoso arácnido. La araña se volvió contra la muchacha y saltó sobre ella. Irene dejó escapar un alarido de terror.

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