Sus sentidos se aceleraron como si un potente estimulante los impulsara. Sus receptores sensitivos parecían afinados al máximo. Nunca se había sentido más viva, aunque también tenía cierto miedo. Como un niño en su primera fiesta de carnaval, estaba deslumbrada y ofuscada ante aquella acometida sensual, embelesada con ella, superada por ella, temerosa de ella y, aun así, ansiosa por experimentarla.
La hebilla del cinturón de él casi le pinchaba en el estómago, pero no era una sensación desagradable. El frío metal estaba caliente al contacto con la franja de piel desnuda comprendida entre el borde de la camiseta y la línea del biquini. Fuertes y confiadas, las manos se instalaron en su región lumbar y la atrajeron hacia él.
La besó por el cuello. Ella ladeó la cabeza y él acarició el lóbulo de la oreja con su respiración, con su lengua. Siguiendo la iniciativa de la cabeza, el cuerpo se volvió lentamente, permitiéndole así a él besar todo el cuello, su hombro. Levantándole el cabello, la besó en la nuca. La sensación de su boca le provocó unos escalofríos de placer que le recorrieron la espalda por completo.
Dándole ahora la espalda, se recostó contra su amplio pecho mientras las manos de él la acariciaban. Presionaron los pechos, los cubrieron, repasaron sus formas, antes de continuar camino por el tórax, que casi podían abarcar por completo. Se detuvieron al llegar a las caderas.
Vibrando de excitación, los movimientos de ella eran felinos, descarados, incitantes. Él respondió deslizando la mano por la parte delantera de sus braguitas hasta situarse profundamente entre sus muslos.
Cuando encontró el punto central, ella murmuró su nombre, volvió la cabeza y buscó sus labios.
Se besaron mientras los dedos de él seguían acariciando, separando, penetrando. Ella se puso de puntillas, con su cuerpo arqueado hacia el exterior, tensándose hacia su mano, hasta que sus omoplatos quedaron afianzados en la clavícula de él y su cabeza aplastándole el hombro.
Colocó su mano sobre la de él, animando sus dedos. Pero aquello no era aún bastante. Quería estar muy cerca de él. Todo lo cerca que pudiera estar… y todavía no lo estaba lo suficiente.
Se volvió de repente y se amoldó a su cuerpo. El sonido que emitía el pecho de él era suave, animal, excitante. Le dio una palmada en el trasero y la levantó hacia su cuerpo. Encajaron como dos piezas en un rompecabezas. Perfectamente. Cómodamente. Sobrecogida, Tiel levantó una pierna y la dejó reposar sobre la cadera de Doc. Y mientras se besaban apasionadamente, él empezó a acariciarle la parte inferior del muslo.
Entonces la llevó a la cama. Pese a que la distancia era de escasos metros, a Tiel le pareció que pasaba una eternidad hasta que lo sintió acostado sobre ella. Reajustó su cuerpo bajo su peso.
Él le pasó las manos entre su pelo para apartárselo de la cara. Sus ojos, prácticamente acuosos de deseo, parecían derramarse sobre la cara de ella.
– No sé qué te gusta. -Su voz era ronca. Incluso más de lo habitual. Deseó Tiel que fuera tangible para así sentirla abrasándole la piel como la arena que antes la había quemado.
Recorrió con un dedo la forma de su ceja, siguió el perfil de su nariz recta y estrecha, repasó el contorno de sus labios.
– Me gustas tú.
– ¿Qué quieres que haga?
Por un terrible momento, creyó estar al borde de un nuevo ataque de llanto. La emoción le tensaba el pecho y le subía por la garganta, pero consiguió contenerla.
– Convénceme de que estoy viva, Doc.
Empezó quitándole la camiseta y llevando los labios a sus pechos. Los besó por turnos, pero suavemente, de manera provocativa, y continuó sorbiéndolos hasta que estuvieron preparados. Luego los lamió. Ver aquello resultaba tremendamente excitante. Ella se sentía cada vez más inquieta y caliente. Sentía una fuerte presión en la parte inferior de su cuerpo.
Entonces los labios se cerraron en torno al duro pezón. El sedoso calor, los movimientos tirantes de su boca, resultaban eróticos y potentes. Ella era incapaz de mantener quietas las caderas y las piernas, y cuando le rozó la entrepierna con la rodilla, y se quedó allí para tantear por encima aquella plenitud, él gruñó con una mezcla de placer y dolor.
De pronto saltó de la cama. Se desnudó rápidamente. Su pecho estaba cubierto por la cantidad justa de vello. Su piel era firme. Los músculos bien definidos, pero no de forma exageradamente grotesca. Su vientre era plano. Su pene sobresalía de forma agresiva en el punto de unión entre sus afiladas caderas y sus potentes muslos.
Tiel se sentó en el momento en que él puso una rodilla en la cama. Siguió con la punta de los dedos el sendero de vello sedoso que dividía en dos su vientre y los deslizó hacia donde el pelo se hacía más denso. La erección se sentía caliente, dura, viva; la textura era de terciopelo. Sin un atisbo de timidez, él le permitió que lo estudiara.
En ese momento lo enlazó por las caderas y lo atrajo hacia ella, de modo que su cabeza quedó apresada contra su pecho y el sexo de él entre sus pechos. Era una sensación deliciosa.
Pero, pasado un momento, gimió él:
– Tiel…
Delicadamente la recostó en la cama. Se inclinó sobre ella y le quitó el resto de ropa interior. Se detuvo un instante, sus ojos centrados en ella con sincero interés. Entonces la besó justo por encima de la línea del vello púbico. Fue un beso perezoso, sexi, húmedo, que la incitó a desearlo sin ningún reparo.
Se tendió sobre ella. Los muslos se separaron con toda naturalidad. El deslizó sus brazos por debajo de la espalda de ella y la atrajo hacia él.
Y entonces la penetró.
Estaban enroscados el uno con el otro, desnudos, sin ni siquiera taparse con una sábana. El aire acondicionado lanzaba aire frío en la pequeña habitación, pero la piel de ambos irradiaba calor.
Tiel, de hecho, se sentía como si tuviese fiebre. Se había acomodado sobre él, la cabeza sobre su pecho, un brazo extendido sobre su cintura, la rodilla albergada en su entrepierna. Él respiraba de manera uniforme y con satisfacción, le acariciaba el cabello sin pensar.
– Creí que te había hecho daño.
– ¿Daño? -murmuró ella.
– Has gritado.
Sí. Con la primera arremetida. Ahora lo recordaba. Volvió la cabeza y le acarició la nariz.
– Porque era muy bueno.
Él la abrazó con más fuerza.
– También para mí. Esa cosa que haces…
– ¿Qué cosa?
– Esa cosa.
– No hago ninguna cosa.
Él abrió los ojos y sonrió.
– Sí que la haces.
– ¿Sí?
– Hmm. Y es estupenda.
Se sonrojó y volvió a colocar la mejilla sobre su pecho.
– Pues bueno, gracias.
– El gusto ha sido mío.
– Estoy agotada.
– También yo.
– Pero no quiero dormir.
– Tampoco yo.
Pasaron unos momentos, un rato de dulce reflexión. Finalmente, Tiel se apoyó en su esternón y lo miró.
– ¿Doc?
– Hmm.
– ¿Te has dormido? ¿Puedo preguntarte algo?
– Adelante.
– ¿Qué estamos haciendo?
Él abrió un único ojo para mirarla.
– ¿Quieres la nomenclatura científica, la fraseología educada o bastará con la jerga del siglo XXI?
Frunció el entrecejo ante aquella broma.
– Me refiero…
– Ya sé a qué te refieres. -Abrió el segundo ojo y ladeó la cabeza sobre la almohada para poder mirarla mejor-. Justo lo que has dicho antes, Tiel. Estamos convenciéndonos mutuamente de que estamos vivos. No es para nada excepcional que la gente quiera sexo después de una experiencia que pone la vida en peligro. O después de cualquier tipo de recordatorio de su mortalidad, un funeral, por ejemplo. El sexo es la afirmación definitiva de que estamos vivos.
– ¿De verdad? Pues entonces es la afirmación más condenadamente fantástica del instinto de supervivencia que he experimentado en mi vida. -Él rió entre dientes. Pero Tiel se quedó en silencio, introspectiva. Sopló levemente el vello del pecho que le rozaba los labios-. ¿Ha sido sólo eso?