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– ¿Resultará efectivo cuando esté aquí? ¿Qué será capaz de hacer en estas circunstancias?

– Esperemos que tenga cierta experiencia con partos de nalgas. O a lo mejor puede convencer a Ronnie y Sabra de que no hay más remedio que hacer una cesárea.

– Y si no fuera éste el caso…

– Pues muy mal -dijo apesadumbrado-. Para todos los implicados.

– ¿Se las apañará sin una jeringa de aspiración?

– Espero que el médico traiga una. Debería.

– ¿Y si no ha dilatado…?

– Cuento con que la naturaleza siga su curso. A lo mejor el bebé da la vuelta solo. Eso ocurre…

Tiel acarició la cabeza de la chica. Sabra parecía adormilada. No habían empezado aún las fases finales del parto y estaba agotada.

– Suerte que puede echar estas siestecitas.

– Su cuerpo sabe que más tarde necesitará de todas sus fuerzas.

– Me gustaría que no tuviese que sufrir.

– Sufrir es una putada, de acuerdo -dijo, casi para sus adentros-. El médico puede darle una inyección que le alivie el dolor. Algo que no perjudique al feto. Pero sólo hasta cierto punto. Cuanto más cerca esté el momento del parto, mayor riesgo supone la administración de fármacos.

– ¿Y la epidural? ¿No la administran en las fases finales del parto?

– Dudo que el médico intente un bloqueo en estas condiciones, a no ser que esté lo bastante seguro.

Después de un momento de reflexión, dijo Tiel:

– Creo que seguir por la vía natural es una locura. Supongo que pensar esto me convierte en una desgracia para la mujer en general.

– ¿Tiene hijos?

Cuando sus ojos conectaron con los de ella, notó como si acabaran de pincharla justo debajo del ombligo.

– ¡Oh!, no. -Bajó rápidamente la vista-. Sólo digo que si algún día los tengo, cuando los tenga, quiero fármacos con una F mayúscula.

– La entiendo perfectamente.

Y Tiel tuvo la impresión de que así era. Cuando volvió a mirarlo, él volvía a prestar atención a Sabra.

– ¿Tiene usted hijos, Doc?

– No.

– Antes hizo un comentario sobre las hijas que me llevó a pensar…

– No. -Rodeaba con la mano la muñeca de Sabra, el pulgar buscando el punto exacto para contar las pulsaciones-. Ojalá tuviese un manguito para conocer la tensión arterial. Y espero que traiga un fetoscopio.

– ¿Qué?

– Sirve para controlar el latido fetal. Hoy en día, los hospitales utilizan modernos aparatos de ultrasonidos. Pero con un fetoscopio nos apañaríamos.

– ¿De dónde ha sacado toda esta formación médica?

– Lo que de verdad me preocupa -dijo, desoyendo su pregunta- es si le practicará o no una episiotomía.

Tiel puso mala cara sólo de pensar en la incisión y en la delicada zona donde debía realizarse.

– ¿Cómo la haría?

– No será agradable, pero si no la practica, la chica podría rasgarse y eso sería más desagradable si cabe.

– Todo esto que dice no es nada bueno para mis nervios, Doc.

– Me imagino que todos hemos tenido días mejores para nuestros respectivos nervios. -Volvió a levantar la cabeza y la miró-. Por cierto, me alegro de que esté aquí.

La mirada era intensa, sus ojos tan atractivos como antes, pero esta vez ella no se amedrentó y no apartó la vista.

– No estoy haciendo nada constructivo.

– El simple hecho de estar con ella ya es mucho. Cuando le venga un dolor, anímela a no luchar contra él. La tensión de los músculos y del tejido que rodea el útero sólo sirve para aumentar las molestias. El útero está hecho para contraerse. Debería dejar que hiciese su trabajo.

– Eso es muy fácil de decir.

– Sí, es fácil de decir -admitió, con una débil sonrisa-. Respire con ella. Inspire profundamente por la nariz y suelte el aire por la boca.

– A mí también me irán bien esas respiraciones profundas.

– Lo está haciendo usted muy bien. Ella se siente a gusto con usted. Neutraliza su timidez.

– Antes admitió que le daba vergüenza estar con usted.

– Comprensible. Es muy joven.

– Ha dicho que no tiene usted aspecto de médico.

– No, me imagino que no.

– ¿Lo es usted?

– Soy ranchero.

– ¿Es entonces un vaquero de verdad?

– Crío caballos, tengo un rebaño de reses. Conduzco una furgoneta. Todo eso me convierte en un vaquero.

– Entonces, ¿cuándo aprendió…?

El sonido del teléfono interrumpió su conversación. Ronnie cogió el auricular.

– ¿Diga? Soy Ronnie Davison. ¿Dónde está el médico?

Hizo una pausa para escuchar. Tiel adivinó por su expresión que lo que estaba escuchando no le gustaba.

– ¿El FBI? ¿Cómo es posible? -Y entonces explotó: ¡Yo no la he secuestrado, señor Calloway! Era una fuga. Sí, señor, ella también es lo que más me preocupa. No. No. Se niega a ir a un hospital.

Escuchó durante más tiempo y luego miró de reojo a Sabra.

– De acuerdo. Si el teléfono alcanza. -Tirando al máximo del cable trasladó el teléfono hasta donde estaba Sabra-. El agente del FBI quiere hablar contigo.

Dijo Doc:

– Levantarse no le irá mal. De hecho, podría hacerle bien.

Él y Tiel sujetaron a Sabra y la ayudaron a incorporarse. Avanzó a pasitos lo suficiente como para coger el auricular que le tendía Ronnie.

– ¿Diga? No, señor. Lo que le ha dicho Ronnie es verdad. No pienso irme sin él. Ni siquiera para ir al hospital. ¡Debido a mi padre! Dijo que se llevaría a mi bebé, y siempre hace lo que dice. -Sorbió por la nariz para contener las lágrimas-. Por supuesto que vine voluntariamente con Ronnie. Yo… -Cogió aire y se agarró a la camisa de Doc.

Él la cogió en brazos y la condujo de nuevo hasta la improvisada cama, depositándola delicadamente en ella. Tiel se arrodilló a su lado y, tal y como Doc le había explicado, aconsejó a Sabra que se relajara, que no luchara contra la contracción y que respirara.

Ronnie seguía hablando ansioso por teléfono.

– Escuche bien, señor Calloway. Sabra no puede seguir hablando. Tiene una contracción. ¿Dónde está el médico que se nos prometió? -Miró a través de la luna del escaparate. Sí, ya lo veo. Por supuesto que le dejaré entrar.

Colgó el auricular de un golpe y dejó de nuevo el teléfono en el mostrador. Se dirigió entonces hacia la puerta pero, dándose cuenta de lo expuesto que quedaría de ese modo a los posibles francotiradores, volvió a esconderse detrás del expositor de aperitivos.

– Cajera, no abra hasta que esté frente a la puerta. Luego, tan pronto como haya entrado, cierre enseguida. ¿Entendido?

– ¿Qué te piensas? ¿Que soy estúpida?

Donna esperó hasta que el médico empujara la puerta para darle al interruptor. En cuanto entró, todo el mundo, incluyendo el joven médico, escuchó el sonido metálico de la puerta al cerrarse de nuevo.

Nervioso, el médico miró por encima del hombro hacia la puerta antes de presentarse.

– Soy…, soy el doctor Cain. Scott.

– Acerqúese.

El doctor Scott Cain era un hombre atractivo, de altura y constitución mediana, de unos treinta y cinco años de edad. Con los ojos abiertos de par en par, examinó a las personas acurrucadas formando un grupo justo delante del mostrador. Gladys le saludó con la mano.

Su mirada volvió enseguida a Ronnie.

– Estaba realizando visitas por el condado cuando me han localizado. Nunca me imaginé que me llamarían para asistir una emergencia de este tipo.

– Con todos los debidos respetos, doctor Cain, vamos mal de tiempo.

Tiel compartía la impaciencia de Doc. Era evidente que el doctor Cain estaba muy verde y que le daba pavor verse convertido en actor de aquel drama. No había llegado a comprender del todo la gravedad de la situación.

Doc preguntó si le habían informado acerca de la condición en la que se encontraba Sabra.

– Me han dicho que estaba de parto y que podría haber complicaciones.

Doc le indicó el lugar donde estaba postrada la chica.

– ¿Puedo? -le preguntó Cain a Ronnie, mirando asustado la pistola.

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