– La situación está controlada -dijo lentamente-. De momento, todo el mundo está tranquilo. No tome medidas drásticas, por favor.
– Ya la he captado, señorita McCoy. Nada de exhibiciones, nada de fuegos artificiales, ni equipos especiales, ni nada de eso.
– Exactamente. -Se sintió aliviada al ver que la había entendido-. Hasta el momento, nadie ha resultado herido.
– Y a todos nos gustaría que la cosa siguiese así.
– Me alegra oírle decir eso. Por favor, por favor, consiga un médico lo más rápidamente posible.
– Estoy en ello. Le doy el número del teléfono que llevo conmigo.
Tomó nota del número de memoria. Montez le deseó suerte y colgó. Tiel devolvió el teléfono al mostrador, contenta de ver que se trataba de un modelo antiguo sin manos libres. Ronnie habría querido oír futuras conversaciones.
– Está tratando de conseguir un médico.
– Eso me gusta -dijo Doc.
– ¿Cuánto tardará en llegar?
Volviéndose hacia Ronnie, respondió Tiel:
– Llegará lo antes posible. Voy a ser sincera contigo. Ha adivinado tu identidad y la de Sabra.
– ¡Oh!, mierda -gruñó el chico-. ¿Qué más puede salimos mal?
– ¡Los han localizado!
Cuando se oyó el grito procedente de la habitación contigua, Russell Dendy casi derriba al agente del FBI que casualmente se interponía en su camino. No pidió perdón por haber derramado el café hirviendo en la mano del agente. Entró a toda prisa en la biblioteca de su casa que, desde aquella mañana, se había convertido en un puesto de mando.
– ¿Dónde? ¿Dónde están? ¿Le ha hecho algún daño a mi hija? ¿Está bien Sabra?
El responsable del caso era el agente especial William Calloway. Un hombre alto, delgado, casi calvo que, de no ser por la pistola que llevaba colgada, más parecía un banquero especializado en hipotecas que un agente federal. Su comportamiento tampoco casaba con el estereotipo. Era tranquilo y de voz suave…, casi siempre. Russell Dendy había puesto a prueba la actitud agradable de Calloway.
Cuando Dendy entró en la habitación lanzando preguntas, Calloway le indicó que se calmara y continuó con su conversación telefónica.
Dendy, impaciente, pulsó una tecla del teléfono y por el altavoz se filtró una voz femenina:
– Se trata de Rojo Flats. Prácticamente en medio de la nada, al sudoeste de San Angelo. Van armados. Han intentado atracar un pequeño supermercado, pero el atraco se ha visto frustrado. Ahora mantienen rehenes en el interior del establecimiento.
– ¡Maldita sea, maldita sea! -Dendy hundió el puño de una mano en la palma de la otra-. ¡Ha convertido a mi hija en una delincuente común! Y ella no comprendía por qué no me gustaba.
Calloway volvió a indicarle que bajara la voz.
– Ha dicho que van armados. ¿Hay algún herido?
– No, señor. Pero la chica está de parto.
– En la tienda.
– Afirmativo.
Dendy maldijo profusamente.
– ¡La retiene en contra de su voluntad!
La mujer incorpórea dijo:
– Según uno de los rehenes, que habló con el sheriff, la joven se niega a irse.
– Le ha lavado el cerebro -declaró Dendy.
La agente del FBI de la oficina de Odessa siguió como si no le hubiese oído.
– Al parecer, uno de los rehenes tiene conocimientos médicos. La está controlando, pero han pedido un médico.
Dendy dio un puñetazo en la mesa del despacho.
– Quiero que saquen a Sabra de allí, ¿me han oído?
– Le hemos oído, señor Dendy -dijo Calloway, cada vez con menos paciencia.
– No me importa si para ello tienen que utilizar una carga de dinamita.
– Pues a mí sí me importa. Según el portavoz, nadie está herido.
– ¡Mi hija está de parto!
– Y la llevaremos a un hospital lo antes posible. Pero no haré nada que ponga en peligro la vida de los rehenes, de su hija o del señor Davison.
– Mire, Calloway, si piensa abordar la situación como un pusilánime…
– La forma de abordarla depende de mí, no de usted. ¿Comprendido?
Russell Dendy tenía reputación de ser un verdadero hijo de puta.
Desgraciadamente, conocerlo en persona no había disipado ninguna de esas leyendas ni cambiado la idea preconcebida que Calloway tenía del millonario.
Dendy dirigía de forma despótica diversas empresas. No estaba acostumbrado a ceder el control a nadie, ni siquiera a dar un voto de confianza a otra persona en cuanto a cómo gestionar las cosas. Sus negocios no tenían nada que ver con la democracia, y tampoco su familia. La señora Dendy no había hecho en todo el día otra cosa que sollozar y secundar las respuestas de su marido a las tentativas preguntas de los agentes sobre su vida familiar y su relación con su hija. No había ofrecido ni una opinión que difiriera de la de su marido, ni expresado ningún tipo de observación personal.
Calloway había dudado desde el principio de la acusación de secuestro que había lanzado Dendy. Y se había inclinado hacía la versión más probable: Sabra Dendy había huido de casa con su novio para escapar de un padre dominante.
El rapapolvo de Calloway había dejado a Russ Dendy prácticamente echando espumarajos de rabia por la boca.
– Voy para allá.
– No se lo aconsejo.
– Me importa una mierda lo que usted me aconseje.
– En nuestro helicóptero no hay plaza para más pasajeros -le gritó el agente a la espalda de Dendy.
– Pues iré con mi Lear.
Salió precipitadamente de la habitación y empezó a vociferar órdenes a su banda de omnipresentes lacayos, tan silenciosos y discretos como muebles hasta que las estridentes órdenes de Dendy los ponían en marcha. Salieron en fila detrás de él. La señora Dendy quedó completamente ignorada y sin invitación para acompañarle.
Calloway desconectó el altavoz y cogió el auricular para oír con más claridad a la agente.
– Me imagino que lo habrás oído.
– Veo que estás de lo más ocupado, Calloway.
– Sólo faltaba esto. ¿Qué tal los agentes locales?
– Por lo que tengo entendido, Montez es un sheriff competente, pero esto le sobrepasa y es lo bastante listo como para saberlo. Ha buscado el apoyo de los Rangers y de la patrulla de tráfico.
– ¿Crees que les molestará nuestra presencia?
– ¿No es así siempre? -le respondió ella secamente.
– Nos ha llegado como un secuestro. Voy a dejarlo así hasta que lo tenga más claro.
– De hecho, seguramente Montez se alegrará de quitarse el problema de encima. Su principal preocupación es que no haya heroicidades. Quiere evitar un derramamiento de sangre.
– Entonces hablamos el mismo idioma. Creo que lo que tenemos aquí es simplemente a un par de chicos asustados que se han visto atrapados en una situación y no saben cómo salir de ella. ¿Qué sabes de los rehenes, si es que sabes algo?
Se los enumeró primero por sexo.
– Uno de ellos ha sido identificado por el sheriff Montez como un ranchero local. La cajera es empleada fija del establecimiento. En Rojo Flats la conoce todo el mundo. Y luego está esa tal señorita McCoy que ha hablado con el sheriff 'Montez.
– ¿Qué se sabe de ella?
– Trabaja como reportera para un canal de televisión de Dallas.
– ¿Tiel McCoy?
– ¿La conoces?
La conocía, y se formó una imagen mental de ella: delgada, cabello corto y rubio, ojos claros. Azules, seguramente verdes. Salía por televisión casi todas las noches. Calloway la había visto también fuera de los estudios, entre otros periodistas, con relación a alguno de los casos criminales que investigaba. Era agresiva, pero objetiva. Sus reportajes nunca eran incendiarios o explosivos porque sí. Era guapa y tremendamente femenina, pero su trabajo merecía toda credibilidad.
Saber que una periodista televisiva de su calibre se encontraba en el epicentro de esta crisis no le emocionaba en absoluto. Era un factor adicional del que podía haber prescindido muy fácilmente.
– Estupendo. Ya tenemos una periodista en la escena.