Harlen se estremeció, y la señora S. le trajo un trozo de pastel. El doctor Staffney empezó a preguntarle con qué frecuencia hacía su madre aquellos recados y le dejaba solo en casa. ¿Estaba enterada de que había leyes contra los que descuidaban a sus hijos?
Harlen trataba de responder, pero era difícil; tenía la boca llena de pastel y no quería parecer grosero delante de Michelle.
Barney llegó unos treinta y cinco minutos después de que el doctor le llamase: probablemente un nuevo récord del pueblo, pensó Harlen.
Éste refirió de nuevo su historia, esta vez con un poco menos de pánico sincero, y en tono más ceremonioso. Cuando llegó a la parte referente a la cara en la ventana y el camión en la calle, el temblor de su voz fue auténtico. En realidad pensaba en lo cerca que había estado de subir pedaleando por el callejón y esconderse en uno de aquellos oscuros graneros o casas vacías, y se preguntaba qué podría haber estado esperándole allí.
Había verdaderas lágrimas en sus ojos cuando terminó de describir la situación al policía; pero pestañeó para contenerlas. No iba a llorar delante de Michelle Staffney. Ojalá no hubiese subido corriendo al piso de arriba para ponerse una bata de franela mientras la madre preparaba el chocolate caliente. De hecho, el ligero deseo sexual que experimentó al entrar se estaba ya mezclando con el recuerdo de puro terror y con la descarga física de adrenalina que le había precedido.
El agente Barney le llevó a su casa. El doctor Staffney les acompañó y se quedó sentado en el coche con Harlen, mientras Barney registraba la casa, que estaba como Harlen la había dejado, con las luces encendidas y la puerta cerrada. Pero Barney había ido a la puerta de atrás y había llamado antes de entrar… De haber estado en su lugar, Harlen habría entrado agachado y rápidamente, empuñando el revólver, como hacían los polis en La ciudad desnuda. Barney ni siquiera tenía revólver, o al menos no lo llevaba consigo.
Harlen contestó las preguntas del doctor S. sobre los hábitos de viajes de fin de semana de su madre, pero esperando oír un grito dentro de la casa.
Barney salió y les hizo señas de que entrasen.
– No hay señales de entrada con violencia -dijo cuando subieron la escalera de atrás. Harlen se dio cuenta de que el policía se dirigía al médico, no a él-. Todo está un poco revuelto. Como si alguien hubiese estado buscando algo. -Se volvió a Harlen-. ¿Ha sido esto, hijo, o siempre suele estar así?
Harlen examinó la cocina y el comedor con mirada atenta. Las cazuelas llenas de grasa encima del hornillo. Montones de platos sucios en el fregadero, en el tablero e incluso encima de la mesa. Viejas revistas, cajas y porquerías en el suelo. Bolsas de basura llenas a rebosar. El cuarto de estar no era mucho mejor. Harlen sabía que había un sofá debajo de todos aquellos papeles y recetas de cocina de la tele, ropa y trastos, pero comprendía por qué el policía y el doctor podían tal vez no estar seguros.
Se encogió de hombros.
– Mamá no es muy ordenada.
Le fastidió el tono en que sonó su voz, como si tuviese que disculparse ante aquel par de imbéciles.
– ¿Encuentras a faltar algo, Jimmy? -preguntó Barney, como si acabase de recordar su nombre.
Salvo las bofetadas, nada molestaba tanto a Harlen como que le llamasen Jimmy. A excepción de cuando Michelle le había llamado así esta noche. Sacudió la cabeza y pasó de una habitación a otra en la pequeña planta baja, tratando de arreglar disimuladamente algunas cosas de pasada.
– No -dijo-. No creo que falte nada. Pero no estoy seguro.
«¿Qué coño habrían podido robar? ¿La esterilla eléctrica de mamá? ¿Las viejas recetas de la tele? ¿Mis revistas de desnudos?» Harlen se ruborizó de pronto al pensar que Barney, el FBI o alguien podían hacer un registro a fondo y encontrarlas debajo de las tablas inferiores de su armario.
– La vieja estaba arriba, no aquí abajo -dijo, con una brusquedad que no había pretendido.
– Ya he mirado arriba -dijo el policía. Después se dirigió al doctor S.-. Mucho desorden pero ninguna señal de robo ni de vandalismo.
Mientras subían los tres, Harlen se iba sintiendo asqueado por momentos. Se imaginaba al remilgado doctor contando a sus remilgadas esposa e hija todo el revoltijo que había visto. Probablemente iría a casa y despertaría a Michelle para decirle que se apartase de ese patán de Harlen. Ella le había llamado Jimmy.
– ¿Falta algo? -preguntó Barney desde el pasillo mientras Harlen miraba en la habitación de su madre y después en la suya.
¡Maldita sea! Al menos ella hubiera podido hacer la maldita cama o recoger los malditos Kleenex, las revistas o alguna cosa.
– No -dijo, dándose cuenta de lo estúpido que parecía. Se imaginó al elegante doctor diciendo a la señora S. y a Michelle al día siguiente, durante el desayuno: «Ese chico es un patán y un retrasado mental»-. Creo que no -añadió. Y después, en tono realmente apremiante-: ¿Ha registrado los armarios?
– Es lo primero que he hecho -dijo Barney-. Pero volveremos a mirarlos juntos.
Harlen se quedó atrás mientras el policía y el médico miraban en los armarios. «Me están siguiendo la corriente. Después, cuando se hayan ido, aquel cadáver putrefacto saldrá de alguna parte y me arrancará el corazón de una dentellada.»
– Como si leyese sus pensamientos, Barney dijo:
– Yo esperaré a que vuelva tu madre, hijo.
– También yo -dijo el médico. Intercambió una mirada con el poli-. ¿Sabes cuándo volverá, Jim?
– No.
Harlen se mordió el labio. Si volvía a llamarle así, iría en busca del viejo revólver de su padre y se saltaría la tapa de los sesos delante de aquellos dos tipos. «El revólver. ¿No se lo había dejado él a mamá, para que pudiese defenderse?» Empezó a animarse.
– Ponte el pijama, hijo -dijo el policía. Por su vida que no podía Harlen recordar el verdadero nombre de Barney-. ¿Tienes un poco de café?
– De ése instantáneo -dijo Harlen. Había estado a punto de decir «no»-. En el tablero de la cocina. Abajo.
«Acabamos de pasar por la cocina, estúpido.»
– Prepárate para ir a la cama -insistió el agente, y descendió a la planta baja con el médico.
La casa era pequeña. Harlen podía oírles fácilmente. Su madre y él no podían tirarse un pedo sin que el otro lo oyese; Harlen se preguntaba a veces si ésta era la causa de que su padre se hubiese largado con la fulana. Pero esta noche, la casa no era lo bastante pequeña. Salió al pequeño rellano.
– ¿Ha mirado debajo de las camas…, señor? -gritó hacia abajo.
Barney se puso al pie de la escalera.
– Claro que sí. Y en los rincones. No hay nadie ahí arriba. Ni aquí abajo. El doctor acaba de mirar en el jardín. Y yo voy a ir a registrar el garaje. No tenéis sótano, ¿verdad, hijo?
– No -dijo Harlen. «¡Maldita sea!»
Barney asintió con la cabeza y volvió a la cocina. Harlen oyó que el padre de Michelle decía algo sobre el departamento de Sanidad.
Harlen entró en su habitación y no cerró la puerta; arrojó las bambas en un rincón, tiró los calcetines en el suelo, y se quitó los tejanos y la camiseta de manga corta. Entonces se inclinó, recogió los calcetines y el pantalón y los arrojó dentro del armario, sin acercarse demasiado.
«Ella estaba precisamente allí. Junto a la ventana. Paseaba arriba y abajo.»
Se sentó en el borde de la cama. El despertador marcaba las 10.28. Temprano. Aquellos hombres estarían allí durante cuatro o cinco horas más, si era una noche de sábado normal. Pero ¿se quedarían realmente? Si no lo hacían, Harlen estaba dispuesto a correr detrás del coche de la policía cuando se marchasen. Esta noche no se quedaría aquí solo.
«¿Dónde diablos guarda ella el arma?» No era muy grande, pero sí de un acero azul y de aspecto amenazador. Y había una caja blanca y azul de balas. Su padre le había dicho que no tocase nunca el revólver ni las balas; solían estar en el cajón de papá, pero mamá los había escondido cuando él se había marchado con la fulana. «¿Dónde?» Probablemente era ilegal. Barney lo encontraría y les metería a los dos en la cárcel.