Michelle oyó también aquel ruido y se echó atrás, cubriéndose el pecho con los brazos y mirando por encima del hombro.
Debió de ver algo, aunque la cara muerta y los negros hombros se perdieron de vista como descendiendo en un ascensor hidráulico. Mike le tapó la boca con una mano cuando ella empezó a gritar.
– ¿Qué? -consiguió decir Michelle cuando él aflojó la presión
– Vístete -murmuró Mike, sintiendo un latido en el costado, pero sin saber Si era suyo o de ella-. ¡Deprisa!
Treinta segundos más tarde rascaron en la ventana de atrás, pero estaban ya bajando la escalera del altillo. Mike en primer lugar, sintiendo desvanecerse la oleada de excitación sexual al ser sustituidas las hormonas que le habían dominado un momento antes por la química del terror.
– ¿Qué? -murmuró Michelle, cuando se detuvieron junto a la puerta.
Se estaba sujetando los tirantes del vestido de fiesta y llorando en silencio.
– Alguien nos estaba espiando -murmuró Mike.
Miró a su alrededor buscando un arma, una horca, una pala, algo; pero las paredes estaban desnudas salvo por algunas correas gastadas.
Impulsivamente, Mike se inclinó hacia delante, besó a Michelle Staffney, rápida pero firmemente, y después abrió la puerta.
Nadie advirtió su regreso desde las sombras de debajo del roble.
31
Dale se estaba cansando de la fiesta y se disponía a marcharse solo cuando vio a Mike y a Michelle Staffney que doblaban la esquina de la casa.
Hacía algunos minutos que el padre de Michelle se movía entre los invitados, preguntando a los chicos si habían visto a su hija. El médico tenía una nueva máquina Polaroid y quería tomar algunas fotos antes de que empezasen los fuegos artificiales.
En un momento dado, Dale había cruzado la cocina y había recorrido el pasillo para usar el cuarto de baño -la única parte del interior de la casa abierta a los chiquillos en aquella noche memorable- y pasó por delante de una pequeña habitación llena de libros y donde estaba encendido un televisor, sin que nadie lo mirase. La pantalla mostraba a una multitud debajo de banderas rojas, blancas y azules. Dale había prestado bastante atención a los acontecimientos mundiales, desde su visita del martes a la casa de Ashley-Montague para saber que esta noche era la penúltima de la Convención Demócrata. Dale entró y se entretuvo el tiempo suficiente para captar la esencia de lo que estaban diciendo Huntley y Brinkley: el senador Kennedy estaba a punto de ser nominado como candidato demócrata a la presidencia. Mientras Dale miraba la pantalla, un hombre sudoroso, entre la multitud, gritó por el micrófono: «¡Wyoming da los quince votos para el próximo presidente de Estados Unidos!»
La cámara mostró el número 763 superpuesto. La muchedumbre se volvió loca. David Brinkley dijo: «Wyoming ha hecho que supere la cifra necesaria.»
Dale acababa de volver al exterior cuando Mike y Michelle salieron de las sombras del patio posterior, y Michelle se reunió con un grupo de amiguitas y entró corriendo en la casa, mientras Mike miraba atribulado a su alrededor.
Dale se acercó a él.
– ¡Eh! ¿Estás bien?
No lo parecía. Estaba pálido, con los labios blancos, y tenía una fina capa de sudor sobre la frente y el labio superior. Tenía cerrado el puño derecho y temblaba ligeramente.
– ¿Dónde está Harlen? -fue todo lo que respondió.
Dale señaló un grupo de chicos donde estaba Harlen, contando su terrible accidente, diciendo que estaba trepando al tejado de Old Central por una apuesta cuando una ráfaga de viento le había hecho caer desde una altura de quince metros.
Mike se acercó y tiró bruscamente de Harlen, apartándole del grupo.
– Eh, ¿qué diablos…?
– Dámela -ordenó Mike en un tono que Dale no había oído nunca a su amigo. Éste chascó los dedos delante de Harlen-. ¡Deprisa!
– Que te dé, ¿qué? -empezó a decir Jim, visiblemente dispuesto a discutir.
Mike le golpeó con fuerza el cabestrillo, el chico hizo una mueca de dolor. Chascó de nuevo los dedos.
– Dámela. Ahora mismo.
Ni Dale ni nadie a quien éste conociese, y mucho menos Jim Harlen, se habría atrevido a desobedecer a Mike O'Rourke en aquel momento. Dale se imaginó que incluso un adulto habría dado a Mike lo que éste pedía.
Harlen miró a su alrededor, sacó la pequeña pistola del 38 de su cabestrillo y se la tendió a Mike.
Este la miró para asegurarse de que estaba cargada, y la sostuvo junto a su costado, casi casualmente, pensó Dale, de manera que nadie habría mirado dos veces su mano derecha y la pistola, a menos que supiese que la llevaba. Entonces se marchó, dirigiéndose al granero con largas y rápidas zancadas.
Dale miró a Harlen, que arqueó una ceja, y después se confundieron los dos con la multitud de chiquillos que corrían hacia el jardín de delante, donde el doctor Staffney estaba haciendo fotos con su cámara mágica, mientras algunos amigos montaban el castillo de fuegos artificiales.
Mike pasó al lado sur del granero, internándose en la sombra que allí había. Se situó junto a la pared, con la mano derecha levantada y el corto cañón reflejando la última luz de las bombillas encendidas en lo alto. Giró en redondo cuando entraron Dale y Harlen en la sombra, y entonces les hizo seña de que se arrimasen a la pared.
Mike llegó al extremo del granero, pasó alrededor de algunos arbustos, agachándose para mirar debajo de ellos, y se volvió, apuntando con la pistola al oscuro callejón. Dale miró a Harlen, recordó el relato de Jim de cuando había huido del camión de recogida de animales muertos por este mismo callejón. «¿Qué había visto Mike?»
Doblaron la esquina de atrás del granero. Un solo farol a media manzana de distancia, en el callejón, parecía acentuar incluso su oscuridad, las negras masas de follaje y las siluetas, en negro sobre negro, de otros graneros, garajes y dependencias. Mike llevaba levantada la pistola y ladeaba el cuerpo, como dispuesto a disparar hacia el norte en el callejón; pero tenía vuelta la cabeza y miraba hacia el bosque de detrás del garaje de los Staffney. Dale y Harlen se acercaron más y miraron también.
Dale tardó un minuto en ver las irregulares hileras de muescas que subían hasta la pequeña ventana situada a más de seis metros encima de ellos. Parecía como si un operario de teléfonos hubiese empleado sus botas con garfios para subir por la pared vertical de madera. Dale se volvió a mirar a Mike.
– ¿Viste al…?
– ¡Shhh!
Mike hizo un ademán, imponiéndoles silencio, y cruzó el callejón, acercándose a un alto frambueso que había al otro lado.
Dale pudo oler las frambuesas en la oscuridad al ser pisado el fruto. De pronto olió algo más… un fétido olor animal.
Mike les indicó de nuevo que se echasen atrás y entonces levantó la pistola, apuntando hacia el oscuro arbusto a la altura de la cabeza, con el brazo derecho estirado y firme. Dale oyó claramente el chasquido del percutor al ser echado atrás.
Allí había algo blanco, el pálido esbozo de una cara entre las ramas negras, y después se oyó un gruñido grave, profundo, surgido del pecho de alguna criatura grande.
– ¡Dios mío! -exclamó frenéticamente Harlen-. ¡Dispara! ¡Dispara!
Mike conservó la puntería, con el pulgar todavía en el percutor, sin que le temblara el brazo, mientras la cara blanca y la masa oscura demasiado grande y extraña para ser un ser humano se separaban del frambueso y avanzaban en su dirección.
Dale se echó atrás contra la pared de madera del granero, sintiendo el corazón en la garganta y dándose cuenta de que Harlen iba a echar a correr. Y Mike no disparaba aún.
El gruñido creció en intensidad; unas patas escarbaron la ceniza y la grava del callejón; brillaron unos dientes bajo la débil luz que allí había.
Mike separó los pies y esperó, mientras avanzaba aquella cosa.