Se tumbó sobre la cisterna, jadeando y resoplando. Si aquellas criaturas se alzaban y atacaban de nuevo a esta altura, se apoderarían de él. Estaba demasiado cansado y aterrorizado para moverse enseguida.
– Están empapadas -farfulló-. Lo único que hemos de hacer es prenderles fuego.
Cordie estaba sentada con las piernas cruzadas, observando aquellas cosas que trazaban círculos debajo del césped.
– Magnífico -dijo-. ¿Tienes una cerilla?
Kevin se palpó los bolsillos en busca del encendedor de oro de su padre. Se encogió, todavía aferrado a la tapa de la cuba.
– Está en mi bolsa de gimnasio -dijo, señalando la pequeña bolsa de lona que había dejado cuidadosamente sobre la bomba de la gasolina, a tres metros de distancia.
La luz de la linterna de Harlen se juntó con la de Dale.
Casi a doce metros por encima de ellos, Lawrence estaba sentado en una silla de madera colocada sobre la barandilla del tercer piso, pero con dos patas balanceándose en el vacío. El hermano de Dale parecía estar atado a la silla, pero las «cuerdas» eran más bien gruesos cordones de aquel material parecido a carne que colgaba en todas partes como tendones arrancados. Uno de ellos pasaba alrededor de la boca de Lawrence y desaparecía detrás de su cabeza.
Otro cordón, todavía más grueso, formaba un nudo corredizo alrededor de su cuello y ascendía dentro del campanario… y de la roja bolsa pulsátil que allí había.
La silla se balanceaba sobre la barandilla cubierta de aquella materia extraña. Un personaje adulto sujetaba la silla con brazos blancos aunque no con demasiada firmeza.
– Dejad las armas en el suelo -ordenó el doctor Roon con una voz tan imperativa como un latigazo-. Ahora mismo.
– Nos mataría -dijo Dale entre los entumecidos labios.
Se obligó a enfocar con la linterna al doctor Roon. Había otras sombras del tamaño de hombres moviéndose en el guardarropa y en la pringosa clase de primero, detrás del director.
El doctor Roon sonrió de nuevo.
– Tal vez. Pero si no dejáis las armas ahora mismo, colgaremos a tu hermano en este mismo instante. El Maestro recibirá de buen grado otro sacrificio.
Dale miró hacia arriba. El rellano del tercer piso parecía estar a kilómetros de distancia. Lawrence se retorcía, como tratando de liberarse, con los ojos desorbitados. Bajo el rojo y verde resplandor del campanario, Dale pudo ver la chaqueta del pijama estampado con dibujos de cowboys. Quería gritarle que no se moviese.
– No lo hagas -murmuró Harlen, apuntando la 38 a la cara larga de Roon-. Matemos a este hijo de puta.
El corazón de Dale latía con tal fuerza en sus oídos que apenas oyó a su amigo.
– Le matará, Jim. Le matará.
– Nos matará a nosotros -silbó Harlen-. ¡No!
Pero Dale había dejado ya la Savage en el suelo.
Roon se acercó más, casi hasta poder tocarles con la mano.
– Tu arma -dijo a Harlen-. Ahora mismo.
Harlen hizo una pausa, lanzó una maldición, miró hacia arriba y dejó la pistola sobre el pegajoso suelo.
– Los juguetes -dijo Roon, señalando con impaciencia las pistolas de agua que llevaban en el cinturón.
Dale empezó a bajar el arma de plástico, levantó el cañón en el último segundo y lanzó un largo chorro de agua bendita a la cara del doctor Roon.
El ex director sacudió lentamente la cabeza, sacó un pañuelo del bolsillo superior de la americana, se secó la cara y se quitó las gafas para enjugarlas.
– Tonto, tonto. Sólo porque el Maestro pasó mil años en el centro de esta creencia y todavía reacciona a los antiguos hábitos, no todos nosotros nos criamos en la tierra del Pontificado. -Volvió a calarse las gafas-. A fin de cuentas, tú no crees en esa agua milagrosamente cambiada, ¿verdad?
Sonrió, y sin previo aviso dio una fuerte bofetada a Dale. Un anillo que llevaba el director le surcó la cara desde la mejilla hasta la mandíbula.
Harlen gritó algo y se agachó para coger su pistola, pero el hombre del traje negro fue más rápido y golpeó la cabeza del muchacho con tal fuerza que el ruido resonó en la caja de la escalera. Roon se inclinó y cogió la pistola cuando Harlen cayó de rodillas.
Dale se enjugó la sangre de la mejilla y vio que el Soldado se deslizaba en la oscuridad de detrás de la ventana de cristales de colores. Y otra cosa, algo más alto y más negro, se movía en la galería de arriba, donde estaba la biblioteca. Los truenos apenas eran audibles a través de las gruesas paredes y de las ventanas cerradas con tablas.
El doctor Roon llevó la manaza a la cara de Dale, hundiendo los dedos en la mejilla del muchacho, debajo mismo de los ojos.
– Deja el otro juguete, esa radio, en el suelo… Despacio…, así está bien.
Ahora agarró a Dale del cogote y le empujó hacia delante, encima de la escopeta, de la pistola de agua y del walkie-talkie, que permanecían en el espeso jarabe que había sido el suelo. Roon arrastró a Harlen con ellos, aplastando la pistola de agua al pasar y lanzando la radio al sótano, de una patada.
Tambaleándose para mantenerse en pie, sintiendo las manos de Roon como tornillos en el cuello, Dale y Harlen fueron empujados escalera arriba hasta el segundo piso.
40
– No llegaré a tiempo -gritó Kevin por encima del estruendo de la tormenta.
Sólo había cinco metros desde la parte de atrás del camión hasta la bomba de gasolina y la bolsa de gimnasia, pero las lampreas se acercaban más a cada vuelta que daban. Él se había dado cuenta de lo deprisa que podían moverse.
La cara pálida de Cordie era iluminada por cada relámpago. Sonreía, con la boquita fruncida.
– A menos de que tengas una… ¿cómo se llama? -dijo-. Una diversión.
Antes de que Kevin pudiese decir algo se deslizó por el otro lado de la cuba y saltó al camino enarenado, corriendo cuesta abajo tan rápido como pudo en dirección a la calle.
Las lampreas torcieron a la izquierda y se lanzaron tras ella, como tiburones percibiendo sangre en el agua.
Kevin se deslizó también y saltó desde el guardabarros izquierdo de atrás, agarrando la bolsa y volviendo rápidamente hacia el camión, en el momento en que la manguera empezaba a aspirar aire en el depósito subterráneo vacío. En vez de encaramarse en la parte de atrás del vehículo, Kevin corrió en círculo, cogió el walkie-talkie y saltó a la cabina.
Abajo, Cordie había llegado al asfalto de Depot Street, con dos metros de ventaja sobre la primera lamprea. Ésta se hundió profundamente al llegar tambaleándose la chica al centro de la calle y detenerse, saltando y agitando los brazos a Kevin. Éste no pudo oír lo que gritaba debido a los truenos.
«Muy lista», pensó, pero en aquel instante una de las lampreas rompió la superficie en el otro lado de la calle y aprovechó el impulso para deslizarse sobre el asfalto como una marsopa amaestrada que saltase de una piscina a un suelo mojado de cemento.
Cordie se arrojó a un lado, librándose por los pelos de aquella boca, y cayó violentamente, pataleando y taconeando para alejarse de la serpenteante criatura. Al menos seis metros del cuerpo de la lamprea estaban ahora fuera del agujero.
Kevin sacó de la bolsa de gimnasia el encendedor a que se había referido y las llaves del camión, de las que nada había dicho. El motor arrancó al primer intento. Kevin tuvo una fugaz idea de toda la gasolina que había derramado a su alrededor, de los cuatro mil o cuatro mil quinientos litros que se agitaban en la cuba sin cerrar detrás de él, y en la que todavía goteaba de la manguera… y de la chispa del encendido en medio de todos aquellos gases inflamables. «¡Qué más da! -pensó, sintiendo que la adrenalina llenaba su cuerpo como un elixir extraño-; si volamos por los aires, no me enteraré.»
Cordie se arrastraba hacia atrás sobre el oscuro pavimento, empujándose con los codos y los talones, dando patadas contra aquella cosa que se retorcía y seguía buscándola, dilatando la boca hasta tener el doble de diámetro que el cuerpo.