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Dale fue el primero en subir la escalera hacia el primer piso, deteniéndose en el descansillo para iluminar la esquina. Más fluido oscuro chorreaba en los peldaños. Los balaustres, las barandillas y la parte inferior de las verdes paredes estaban embadurnados con el material ceroso y quitinoso que había visto en el sótano. Los dos muchachos permanecían cerca del centro de la escalera, con las armas levantadas.
Había habido dos puertas de batiente en lo alto de la escalera del norte, pero habían sido desprendidas de sus goznes. Dale se detuvo allí, observó el espeso fluido que se filtraba por debajo de la madera roja y entonces se inclinó hacia delante e iluminó con la linterna el vestíbulo principal de Old Central.
La luz rebotó en una masa confusa de pilares y paredes goteantes que Dale no recordaba que estuviesen allí. Harlen había murmurado algo. Dale volvió la cabeza.
– ¿Qué?
– He dicho -repitió el muchacho más pequeño, pronunciando cuidadosamente las palabras- que algo se mueve en el sótano.
– Tal vez es Mike.
– No lo creo -murmuró Harlen. Dirigió hacia atrás la luz de la linterna-. Escucha.
Dale escuchó. Era un ruido de raspadura, de deslizamiento, como si algo grande y blando hubiese llenado todo el pasillo debajo de ellos y estuviese empujando pupitres, pizarras y todos los otros restos que había allá abajo.
– Vamos -dijo Dale, y cruzó la manchada y maltrecha puerta.
Sintió que Harlen entraba detrás de él y se le acercaba, pero no se volvió a mirar. Bastante trabajo tenía con observar lo que había delante de él.
El interior de Old Central no se parecía en nada al edificio que Dale había dejado por última vez hacía siete semanas. Primero dobló el cuello para captar el escenario y luego lo arqueó para mirar hacia arriba por la escalera central.
El suelo estaba inundado de espeso y casi seco fluido pardo que cubría las bambas de Dale, como si se hubiese derramado un gran depósito de melaza. Las paredes estaban revestidas de una fina capa de un material rosado y vagamente translúcido que a Dale le recordó la carne desnuda y temblorosa en un nido de ratas recién nacidas que había encontrado una vez. Aquella materia de aspecto orgánico goteaba de los balaustres y las barandillas, pendía en hilos como de grandes telarañas de los retratos de George Washington y Abraham Lincoln; goteaba también, pero más espesa, de los ganchos de los guardarropas; pendía de los tiradores, los dinteles de las puertas y las esquinas de las ventanas cerradas con tablas, como grandes marcos irregulares de cuadros, hechos de carne pulsátil, y se elevaba hacia el entresuelo y la oscura escalera de encima de él, en una enorme y horrible masa de fibras y riachuelos.
Pero fue encima de ellos donde la pesadilla se volvió obscena.
Dale se echó más atrás, viendo que la linterna de Harlen proyectaba su luz junto a la suya.
Los balcones del segundo y del tercer piso estaban casi cubiertos de hebras grises y de color rosa, filamentos que se hacían más gruesos al ascender hacia el campanario central, trazando arcos y entrecruzándose en el oscuro espacio de allá arriba, como contrafuertes voladizos y de color carne en una catedral diseñada por un lunático. Por todas partes había estalactitas y estalagmitas de un epóxido grisáceo, goteando de lámparas apagadas, elevándose sobre las barandillas y las balaustradas, colgando a través del gran espacio central como cuerdas de tender la ropa hechas de carne desgarrada y cartílagos acanalados.
Y de estas «cuerdas de tender la ropa» pendía una fétida multitud de lo que parecía pulsátiles bolsas rojas de huevos. Dale detuvo en una de ellas la luz de su linterna y vio docenas de oscuras sombras en el interior. Se estaban moviendo. Toda la bolsa latía y palpitaba como un corazón humano colgado de un hilo ensangrentado. Y había docenas de ellas. Se movieron sombras en el entresuelo. Goteó líquido de la oscura ventana de cristales de colores. Pero Dale no tenía ojos para nada de esto. Estaba mirando el campanario.
Encima del rellano del tercer piso, el «piso del instituto» que había estado cerrado durante tantos años, alguien había arrancado el suelo de tablas del campanario. Y de allí procedía el resplandor.
«Resplandor» no era la palabra adecuada, pensó Dale al contemplar boquiabierto los destellos verde azulados, la falsa luz radiactiva de la red de tendones carnosos que llenaba el campanario, y la cosa rojiza y resplandeciente centrada allí.
Habría podido llamarla araña porque parecía tener muchas patas y más ojos; habría podido describirla como la bolsa de un huevo porque Dale había visto en la granja del tío Henry el corazón medio formado y el ojo rojizo de una de estas cosas en la yema de un huevo fecundado; habría podido decir que era una cara o un corazón gigantesco porque se parecía a ambas cosas de una manera asombrosa…, pero incluso viéndola desde una distancia de doce metros y con una creciente sensación de desesperación y mareo al mirar hacia arriba, Dale supo que no era ninguna de aquellas cosas.
Harlen le tiró del brazo. De mala gana, casi contra su voluntad, Dale Stewart apartó la mirada del centro de aquella red de carne en lo alto.
Aquí la primera planta, lejos del resplandor enfermizo del campanario, estaba muy oscura, era una complicada plegadura de sombras sobre sombras. Ahora una de aquellas sombras se movió, separándose del enredado túnel de un guardarropa de alumnos del primer curso, y avanzó sin ruido hacia los muchachos.
Al destacarse la cara pálida sobre la sombra de un cuerpo, Dale levantó la escopeta, con brazos temblorosos.
El doctor Roon se detuvo a tres metros de ellos. Su traje negro se confundía con la oscuridad; su cara y sus manos brillaron suavemente al ser enfocadas por la linterna de Harlen. Sonaban otros ruidos detrás de él, y ruidos más apagados en el sótano, detrás de los chicos.
El doctor Roon sonrió como Dale nunca le había visto sonreír.
– Bienvenidos -murmuró, pestañeando para protegerse de la luz. Sus dientes parecían lisos y húmedos-. ¿Por qué no miráis de nuevo hacia arriba?
Dale así lo hizo, pero apartando sólo un segundo la mirada de aquel hombre. Lo que vio hizo que se olvidase del doctor Roon y mirase de nuevo hacia arriba, bajando la escopeta para sostener con más firmeza la linterna.
Lawrence estaba allá arriba.
Mike pensó que seguir el túnel no había sido uno de sus mayores aciertos. Le sangraban copiosamente las manos y las rodillas, le dolía muchísimo la espalda, se había extraviado, tenía la impresión de que habían pasado varias horas y estaba casi seguro de perderse todo lo que debía de estar pasando en el colegio; las lampreas volverían, casi había agotado las municiones, la linterna se estaba debilitando y él acababa de descubrir que padecía claustrofobia. «Aparte de esto -pensó-, todo marcha bien.»
Había muchas ramificaciones y revueltas en el túnel, y estaba seguro de que se había perdido. Al principio había sido fácil distinguir la rama principal de las secundarias porque el túnel primario tenía las paredes mas compactas y olía todavía al enorme gusano que había pasado por él; pero ahora todos los túneles eran parecidos. Había tenido que decidir doce veces entre múltiples ramas durante los últimos quince minutos, y estaba convencido de que había elegido mal. Probablemente estaba en alguna parte de más allá del elevador de grano destruido por el fuego y seguía dirigiéndose hacia el norte.
«Joder!», exclamó Mike para sus adentros, y entonces añadió un acto de contrición a su rosario mental de padrenuestros y avemarías.
Dos veces había estado a punto de atraparle la lamprea. La primera la había oído acercarse desde atrás, y se había vuelto en el estrecho túnel para enfocarla con la debilitada linterna y apuntar con la escopeta de Memo en la dirección debida sin alcanzarse el pie o el tobillo. Había visto los zarcillos de la boca oscilando como pulposas algas blancas antes de disparar por primera vez, y no se había echado atrás con el ruido sino que había vuelto a cargar y disparar el arma. Aquella cosa se había hundido en el suelo del túnel, permitiendo a Mike disparar un último tiro contra la espalda. Pero fue como arrojar piedras contra un objeto blindado.