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– Probablemente se metió debajo de la de Dale -dijo Lawrence desde la puerta.

Con Dale todavía agarrado a ella, su madre se volvió y levantó las motas de polvo de debajo de la cama de Dale. A éste casi se le paró el corazón cuando su madre se puso de rodillas en el suelo, con la escoba por delante.

– Mira -dijo ella, levantándose y sacudiéndose el polvo de la falda y de las rodillas-. Ahí no hay nada. Y ahora dime qué crees que visteis.

Los dos muchachos se pusieron a farfullar al mismo tiempo. Dale escuchó su propia voz y se dio cuenta de que su descripción sonaba a algo grande, negro, sombrío, bajo. Había abierto la puerta del armario y corrido debajo de la cama como un insecto gigantesco.

– Tal vez ha vuelto a meterse en el armario -sugirió Lawrence, conteniendo a duras penas las lágrimas y jadeando para recobrar aliento.

Su madre los miró fijamente pero se acercó al armario y acabó de abrirlo. Dale retrocedió hasta la puerta de la habitación mientras su madre separaba la ropa colgada de las perchas, apartaba a un lado las bambas y miraba alrededor del marco de la puerta del armario. Éste no era profundo. Estaba vacío.

La mujer cruzó los brazos y esperó. Los chicos estaban en la puerta de la habitación, mirando por encima del hombro hacia el rellano y las oscuras entradas de la habitación de sus padres y del cuarto de invitados, como si la sombra pudiese venir arrastrándose tras ellos sobre el suelo de madera.

– Os habéis asustado el uno al otro, ¿no? -preguntó ella.

Los dos muchachos negaron con la cabeza y volvieron a farfullar, describiendo de nuevo aquella cosa y mostrando Dale cómo habían tratado de mantener cerrada la puerta del armario.

– ¿Y ese insecto abrió la puerta empujando?

Su madre sonreía ligeramente.

Dale suspiró. Lawrence le miró como diciendo: «Lo cierto es que está todavía debajo de mi cama. Lo que pasa es que no podemos verlo.»

– Mamá -dijo Dale con la mayor tranquilidad de que fue capaz, y en tono natural y razonable-, ¿podemos dormir esta noche en tu habitación, en nuestros sacos de dormir?

Ella vaciló un segundo. Dale sospechó que estaba recordando aquella vez en que se quedaron fuera a causa de la «momia»… o tal vez aquella del verano pasado en que se sentaron cerca del campo de béisbol por la noche, tratando de establecer contacto telepático con naves espaciales de otros planetas… y habían vuelto a casa aterrorizados porque las luces de un avión habían pasado por encima de ellos.

– Está bien -dijo ella-. Coged vuestros sacos de dormir y el catre plegable. Tengo que salir y decirle a la señora Somerset que mis grandes muchachos interrumpieron nuestra conversación con gritos por culpa de un sombrío insecto.

Bajó la escalera con sus dos niños pegados a ella. Éstos esperaron hasta que volvió a entrar, antes de subir de nuevo al piso de arriba, haciendo que aguardase en la puerta de la habitación de los invitados mientras buscaban los sacos de dormir y el catre.

Ella se negó a dejar encendida la luz del pasillo toda la noche. Los dos chicos contuvieron el aliento cuando entró a apagar la del techo, pero volvió enseguida, dejando la escoba junto a la cabecera de la cama como un arma. Dale pensó en la escopeta de aire comprimido que su padre guardaba en el armario junto a su Savage. Los cartuchos estaban en el cajón de abajo de la cómoda de cedro.

Dale tenía su catre tan cerca del borde de la cama que no había ningún hueco entre ésta y aquél. Mucho después de que su madre se hubiese quedado dormida, pudo sentir que su hermano estaba despierto, alerta y vigilante como él.

Cuando la mano de Lawrence salió de debajo de la manta para apoyarse en el catre de Dale, éste no la rechazó. Se aseguró de que eran ciertamente la mano y la muñeca de su hermano, no algo surgido de la oscuridad de debajo de la cama, y después la cogió firmemente hasta que se quedó dormido.

17

El miércoles, quince de junio, después de haber repartido los periódicos y antes de ir a San Malaquías a ayudar a misa al padre C., Mike se metió debajo de la casa.

La luz de la mañana era brillante y el sol ya proyectaba sombras debajo de los olmos y de los melocotoneros del jardín, cuando Mike levantó la chapa metálica de acceso al hueco. Todas las personas a quienes conocía tenían sótanos en sus casas. «Bueno -pensó-, y todos mis conocidos tienen también instalaciones de cañerías dentro de casa.»

Había traído su linterna de Boy Scout e iluminó con ella el bajo espacio. Telarañas. Suelo de tierra. Tuberías y listones de madera debajo del suelo. Más telarañas. El espacio tenía apenas cuarenta y cinco centímetros de alto y olía a orina vieja de gato y a suelo fresco.

La mayoría de las telarañas eran espesas. Mike trataba de evitar aquellos tejidos sólidos, apretados, lechosos, que sabía que significaban viudas negras, mientras se arrastraba, serpenteando, hacia la puerta de delante de la casa. Tenía que pasar por debajo de la habitación de sus padres y del corto pasillo para llegar allí. La oscuridad parecía alargarse eternamente, mientras se desvanecía la débil luz de la entrada a su espalda. Súbitamente presa de pánico, se volvió hasta que pudo ver el rectángulo de luz de sol, asegurándose de que podría encontrar la salida. La abertura parecía estar muy lejos. Mike siguió adelante.

Cuando calculó que debía de estar debajo del salón -podía ver los cimientos de piedra a tres metros delante de él-, se detuvo, se volvió sobre el costado y jadeó. Su brazo derecho tocaba una abrazadera de madera debajo del suelo, y la mano izquierda estaba envuelta en telarañas. Se alzaba polvo a su alrededor, pegándose a sus cabellos y haciéndole pestañear, y en el estrecho rayo de luz de la linterna. «Menudo aspecto voy a tener para ayudar a misa al padre C.», pensó.

Se movió hacia la izquierda, iluminando con la linterna la pared norte, a cuatro metros y medio delante de él. La piedra parecía negra. ¿Qué diablos…, qué diablos estaba buscando? Mike se retorció y empezó a moverse en círculos, observando el suelo, por si había señales raras en él.

Era difícil decirlo. La piedra y la tierra del suelo habían sido excavadas por el tiempo y pisoteadas por generaciones de gatos de los O'Rourke y por otros animales que se habían refugiado allí. Toda aquella parte estaba llena de excrementos secos de gato.

«Era un gato o una mofeta», pensó Mike, con un suspiro de alivio. Entonces vio el agujero.

De momento fue sólo una sombra más, pero su negrura no disminuyó al pasar sobre él la luz de la linterna. Mike se preguntó si sería un disco de plástico oscuro, un trozo de lona alquitranada o algo parecido que su padre hubiese dejado allí. Se acercó un metro más y se detuvo.

Era un agujero perfectamente redondo, de unos cincuenta centímetros de diámetro. Mike hubiese podido meterse de cabeza en él si hubiese querido. Pero no quiso.

Pudo olerlo. Dominó su repugnancia y acercó más la cabeza. El hedor brotaba del túnel como una ráfaga que viniese de un osario.

Mike cogió una piedra y la arrojó en el agujero. Ningún ruido.

Jadeando ligeramente y con el corazón palpitándole tan fuerte que estuvo seguro de que Memo podía oírlo a través del suelo del salón, levantó la linterna hacia los listones, alargó el brazo que la sostenía y trató de iluminar el agujero.

Al principio creyó que las paredes del túnel eran de arcilla roja; pero entonces vio las superficies acanaladas, como de cartílagos rojos de sangre, como el interior del intestino de alguna criatura. «Como el túnel de la cabaña del cementerio.»

Mike se echó atrás, levantando una nube de polvo al hacerlo, pasando entre telarañas y cagadas de gato en su huída. Se volvió, y por un instante perdió el rectángulo de luz y estuvo seguro de que algo había cerrado la entrada.

«No, allí está.»

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