Lawrence había guardado silencio, pero ahora se inclinó hacia delante.
– ¿Creéis realmente que lo que hay en el colegio se quedará sentado, esperando que hagamos algo? ¿Creéis que no va a contraatacar?
Mike rompió una rama.
– Ha estado contraatacando, pero me parece que se está quedando sin aliados.
– Nadie puede encontrar al doctor Roon -dijo Harlen.
Se rascó la escayola. Tenían que quitársela dentro de pocos días, y la picazón le volvía loco.
– La señora que le tiene alquilada la habitación dice que está de vacaciones en Minnesota -dijo Kevin.
– ¡Oh! -exclamaron sarcásticamente los otros cuatro.
– Y el Soldado está todavía por ahí, en alguna parte -dijo Mike.
Esta vez, nadie lo tomó a broma.
– Y la vieja Double-Butt y su compañera -dijo Harlen-. Y esas cosas que excavan el suelo. Y Tubby.
– Menos su mano -dijo Dale-. No podrá hacernos una higa.
Nadie rió su broma.
– Quedan siete -dijo Lawrence, que había estado contando con los dedos-. Nosotros sólo somos cinco.
– Y Cordie -dijo Dale-. Algunas veces.
Lawrence hizo una mueca.
– Yo no cuento a las chicas. Ellos son siete, sin contar la campana, y nosotros sólo cinco.
– Sí -dijo Mike-, pero tenemos un arma secreta.
Sacó la pistola de agua del cinturón y roció la cara de Lawrence.
El chiquillo protestó.
– ¡Eh, no la malgastes! -gritó Dale.
– No te preocupes -dijo Mike, guardando de nuevo la pistola-. Esta no es agua bendita. La guardo para más tarde.
– ¿Tienes lo otro? -dijo Harlen-. Aquel pan.
– La Eucaristía -dijo Mike. Se mordió el labio-. No; no he podido. El padre Dinmen vino esta mañana de Oak Hill para decir la misa; pero después cerró la iglesia. No puedo entrar en ella. He tenido suerte al poder apoderarme de la poca agua bendita que quedaba, después de la misa.
– Tienes la mitad que dejaste en la habitación de tu abuela -le recordó Dale.
Mike movió lentamente la cabeza.
– No -dijo-, esto se quedará con Memo. Mi padre estará esta noche en casa, pero no quiero arriesgarme.
Dale iba a decir algo, pero en aquel instante oyeron el grito «Kev-INNN» resonando en Depot Street. Todos bajaron del roble.
– ¡Nos veremos después de la cena! -gritó Dale a Mike al echar a correr con su hermano hacia su casa.
Mike volvió a la suya, deteniéndose junto al retrete exterior para observar las negras nubes que discurrían bajas encima de los campos. A pesar del visible movimiento de las nubes, no soplaba el viento. La luz tenía un resplandor amarillento.
Mike fue a lavarse y a empaquetar su saco de dormir y su pijama para pasar la noche en casa de sus amigos.
36
El señor Ashley-Montague estaba sentado en la parte de atrás de su limusina negra, contemplando los campos de maíz y los pueblos de la carretera durante el viaje de una hora hasta Elm Haven. Tyler, su mayordomo, chofer y guardaespaldas, permanecía callado, y el señor Ashley-Montague no veía razón alguna para romper el silencio. Los cristales oscuros de las ventanillas hacían que el paisaje tuviese un aspecto tormentoso, por lo que el señor Ashley-Montague no prestó demasiada atención al oscuro cielo y a la luz enfermiza que envolvía el bosque, los campos y los ríos como una cortina raída a punto de rasgarse.
La Main Street de Elm Haven estaba más desierta que de costumbre, incluso para una noche de sábado, y cuando el señor Ashley-Montague se apeó del automóvil en Bandstand Park, percibió inmediatamente la oscuridad del cielo. En vez de las acostumbradas docenas de familias esperando pacientemente sobre la hierba, sólo unas pocas caras observaron cómo transportaba Tyler el voluminoso proyector desde el portaequipajes del coche hasta el quiosco de música. Un puñado de vehículos llegaron y aparcaron en diagonal, mientras Tyler instalaba los altavoces y otros accesorios; pero en conjunto, la concurrencia era una de las menos numerosas en los diecinueve años en los que Ashley-Montague había ofrecido esta diversión gratuita los sábados por la noche al pequeño y moribundo pueblo.
Dennis Ashley-Montague volvió al asiento de atrás de la limusina, cerró las portezuelas y se sirvió un buen vaso de puro whisky escocés Glenlivet, del bar instalado en el tabique a prueba de ruidos de detrás del asiento del conductor. Había pensado no venir esta noche y acabar con el cine gratuito al aire libre; pero la tradición calaba hondo en el sentido de que ser el señor del pueblo para aquella serie de cabezotas y patanes innatos daba cierto objetivo perverso a su vida. Y quería hablar con los muchachos.
Les había visto en anteriores sesiones de cine a lo largo de los años, con sus caritas mugrientas observando la película como si fuese algún espléndido milagro, y las mejillas hinchadas de chicle y palomitas de maíz. Pero nunca les había mirado realmente hasta que aquel gordinflón, cuyo amigo decía que había sido asesinado, le había interrogado en el quiosco de música hacía aproximadamente un mes. Después, aquel sorprendente muchachito había llamado a la puerta del señor Ashley-Montague y había tenido la audacia de robar un ejemplar encuadernado en cuero de El Libro de la Ley traducido por Crowley. Él no veía nada en aquel libro que pudiese ayudar a los muchachos, si la Estela Reveladora de su abuelo estuviese realmente despertando de su largo sueño. El señor Ashley-Montague no conocía nada que pudiese ayudarles, si éste era el caso, ni siquiera él mismo.
El millonario apuró su vaso y volvió al quiosco de música, donde Tyler había hecho los últimos preparativos. Todavía no eran las ocho y media de la tarde; generalmente el crepúsculo se alargaba otra media hora en estas latitudes, pero las nubes habían hecho que anocheciese más temprano.
El señor Ashley-Montague sintió que se apoderaba de él una fuerte impresión de claustrofobia: desde donde se hallaba, el pueblo parecía cercado por unos muros de maíz de dos metros y medio de altura; hacia el sur, más allá de las ruinas de su mansión ancestral; hacia el norte, cuatro largas manzanas por el oscuro túnel de Braid Avenue; hacia el oeste, sólo unos cientos de metros hasta donde la Hard Road torcía al norte, y hacia el este, el callado desafío de Main Street, con sus oscuras tiendas. Todavía no se habían encendido los faroles.
El señor Ashley-Montague no vio a los chicos a quienes estaba buscando. Vio a Charles Sperling, el hijo maleducado de aquel Sperling que había tenido la desfachatez de pedirle un préstamo para algún negocio, y junto a él el musculoso Taylor, de cara de luna, cuyo abuelo había recibido inyecciones de capital por parte del abuelo de Dennis Ashley-Montague a cambio de olvidar algunas cosas en la época del Escándalo.
Pero esta noche había pocos chicos más y no muchas familias. Tal vez les preocupaba el anuncio de un tornado.
El señor Ashley-Montague observó el cielo amarillo y cada vez mas oscuro y se dio cuenta de que ningún pájaro armaba el jaleo acostumbrado en las copas de los altos árboles, al ponerse el sol. Tampoco se oían ruidos de insectos. Ninguna brisa movía las ramas, e incluso la oscuridad tenía un tono amarillo.
El millonario encendió un cigarrillo, se apoyó en la baranda del quiosco de música y consideró dónde podría buscar refugio, si las sirenas anunciaban de pronto la inminencia de un tornado. Aquí no había casas abiertas para él y no iría a las ruinas de la mansión, a pesar de que la bodega estaba intacta, porque los trabajadores que limpiaban la casa, el otoño pasado, habían descubierto túneles sospechosos en la sólida roca.
El señor Ashley-Montague decidió que si había algún aviso serio de tornado o de tormenta fuerte, volvería a la limusina y haría que Tyler le llevase a casa. Los tornados podían arrasar ciudades pequeñas como Elm Haven, pero no prestaban atención a los vehículos de lujo en la carretera, y no se sabía de ninguno que hubiese afectado a Gran View Drive.