Harlen ayudó a Lawrence a cogerse a la cuerda y los dos hermanos iniciaron el descenso, actuando Dale de freno para el chico más pequeño. Sintió que sus manos empezaban a irritarse y excoriarse.
– Ahora tú -dijo Mike.
Estaba mirando hacia arriba del inclinado tejado, en dirección al gablete; pero Roon no había aparecido aún.
– Mi brazo -dijo Harlen en voz baja.
Mike asintió con la cabeza y se acercó al borde del alero. Dale y su hermano estaban seis metros más abajo y seguían descendiendo lentamente. La cuerda no llegaba hasta el suelo, y Mike no sabía si era mucho lo que le faltaba.
– Bajaremos juntos -dijo. Se levantó y tiró de los brazos de Harlen, que estaba detrás de él-. Agárrate fuerte a mí. Yo me ocuparé de la cuerda.
El doctor Roon salió de detrás del humeante gablete, andando a cuatro patas como una araña a la que le faltasen algunas. Un trozo de la rota barandilla sobresalía todavía de su pecho. Jadeaba y gruñía, con la boca muy abierta.
– Agárrate fuerte -dijo Mike, deslizándose con Harlen sobre el alero.
Todo el tejado ardía ahora y humeaba; el fuego había alcanzado el desván. Mike sabía que la propia chimenea debía de estar muy caliente contra la cuerda.
– No lo conseguiremos -murmuró Harlen a su oído.
– Claro que sí -dijo Mike, sabiendo que no tendrían tiempo de descender mucho antes de que Roon llegase al alero encima de ellos. «Lo único que tiene que hacer es cortar la cuerda.»
Debajo de ellos, Dale y Lawrence llegaron al extremo de aquélla. Todavía estaba a la altura de la ventana del primer piso, al menos a cuatro metros y medio del suelo.
– No es nada -murmuró Lawrence-. Suéltate.
Ambos soltaron la cuerda en el mismo instante, cayendo y rodando sobre la arena suelta del patio de recreo, cerca del tobogán. Ciertamente, no era nada.
Se pusieron en pie sobre las piernas temblorosas y corrieron para apartarse de las llamas que brotaban de las ventanas y de la puerta del sur. Dale hizo pantalla con la mano y miró hacia arriba, hacia la silueta de los dos muchachos sobre los brillantes ladrillos. Estaban a medio camino, a nueve metros del suelo, con Harlen agarrado con toda su fuerza a los hombros de Mike.
– ¡Deprisa! ¡Deprisa! -gritaron los hermanos a Mike, al aparecer el oscuro personaje en el borde del tejado.
Mike miró hacia arriba, enlazó los brazos y las piernas en la cuerda, de manera que ésta pasara por debajo del brazo y entre los tobillos, murmuró de nuevo «Agárrate fuerte» a Harlen, y se deslizó, con la cuerda zumbando entre las palmas de sus manos.
Dale y Lawrence observaron horrorizados a Roon, que parecía vacilar en el borde del tejado, miraba atrás hacia las llamas que surgían ahora del propio gablete, y después pasaba rápidamente la cuerda alrededor de su muñeca. Roon se deslizó como una araña negra sobre el alero, por encima de Mike y Harlen y empezó a descender rápidamente.
– ¡Oh, mierda! -murmuró Lawrence.
Dale señaló, y gritó a Mike. Por encima del saliente, donde no podían verlo Mike ni Roon, en su rápido descenso, el tejado estalló de pronto en mil pequeñas llamas, como un trozo de película que de pronto se fundiese y ardiese, y el alto gablete del sur se derrumbó hacia dentro, con un surtidor de chispas que llenó el cielo. La vieja chimenea se mantuvo durante un segundo, como una torre de ladrillos en un géiser de fuego, pero entonces se volcó hacia dentro.
– ¡Saltad! -gritaron Dale y Lawrence al unísono.
Mike y Harlen cayeron desde una altura de seis u ocho metros, aterrizando y rodando sobre la gruesa capa de arena.
Encima de ellos, el cuerpo descendente del doctor Roon sufrió de pronto un tirón hacia arriba al tensarse la cuerda alrededor de su muñeca. Alargó el brazo libre en el último instante antes de chocar con el ardiente alero, ser arrastrado encima de él y desaparecer en la tormenta de fuego. Durante un momento pareció un insecto agarrado a un cordel y arrojado a las llamas de una fogata.
Dale y Lawrence corrieron hacia delante, con los brazos levantados para protegerse del calor, y arrastraron a Mike y a Harlen más allá del patio de recreo para meterse en la zanja de la orilla de School Street. Los cuatro observaron a Kevin y a Cordie, que describían un amplio círculo alrededor de la escuela que ardía y se derrumbaba, para reunirse allí con ellos.
De pronto, se encendieron los faroles y las luces de las casas de Elm Haven. Los muchachos se apretujaron, y Cordie rasgó en tiras lo que quedaba de su vestido y envolvió con ellas las manos sangrantes de Mike. Ninguno de los muchachos encontró raro que estuviese allí con sus bragas grises, ni que Kevin anduviese descalzo y sangrando, ni que los otros cuatro pareciesen deshollinadores envueltos en sucios harapos. De pronto Lawrence empezó a reír tontamente y todos los demás también se echaron a reír, saltándoles las lágrimas, abrazándose y dándose palmadas en la espalda.
Entonces, al extinguirse las risas antes de convertirse en llanto, Mike murmuró algo al oído de Kevin.
– Tú oíste que alguien había robado el camión de tu padre -dijo entre accesos de tos. Había aspirado demasiado humo-. Nos llamaste por el walkie-talkie de juguete, y todos intentamos atrapar al ladrón. Nos pareció ver que lo conducía el doctor Roon. Entonces el camión se estrelló contra el colegio y comenzó el incendio.
– No -dijo torpemente Kevin, frotándose la sien-, no sucedió así…
– ¡Kevin! -gritó Mike agarrando la sucia camiseta del chico con una mano ensangrentada, y sacudiéndole.
Los ojos de Kevin se aclararon.
– Sí -dijo lentamente-. Alguien había robado el camión de papá, y salimos detrás de él.
– Y no pudimos alcanzarle -dijo Dale.
– Entonces empezó el fuego -dijo Lawrence. Miró de soslayo aquella hoguera. El tejado se había hundido completamente, el campanario había desaparecido, las ventanas se habían quemado y las paredes se estaban derrumbando-. ¡Y qué manera de empezar!
– No sabemos quién era ni por qué lo hizo -tosió Mike, tumbándose de espaldas sobre la hierba-. Tratamos de sacarle del camión y todos salimos pringados de esta manera. Pero no sabemos nada más.
Empezaron a sonar dos sirenas diferentes: la de defensa civil, en el banco, avisando de que el tornado había pasado, y la más aguda y estridente del departamento de bomberos voluntarios a media manzana hacia el sur. Brillaron faros en la Segunda Avenida y Depot Street, y los chicos oyeron que se acercaban vehículos pesados. Apareció gente en las aceras y en las esquinas de las calles.
Sosteniéndose mutuamente en grupos de dos y tres, con sus sombras proyectadas sobre el patio de recreo por las grandes llamas del edificio incendiado, los seis chiquillos volvieron hacia las luces acogedoras de las casas donde algunos de sus padres les estaban esperando.
42
El viernes 12 de agosto de 1960, el satélite de comunicaciones Eco fue lanzado con éxito desde Cabo Cañaveral.
Aquella tarde, Dale, Lawrence, Kevin, Harlen y Mike fueron en bicicleta a casa de tío Henry y tía Lena, y después se dirigieron andando a los pastos de atrás y pasaron horas cavando en busca de la perdida Cueva de los Contrabandistas junto al barranco. Hacía mucho calor.
Cordie Cooke compareció poco antes de cenar y observó cómo cavaban. Su familia había vuelto a su casa junto a la Dump Road, y los muchachos del pueblo habían comentado el mucho tiempo que pasaba con Mike y los otros en estos días.
La excavación era lenta. A Harlen le habían quitado la nueva escayola hacía casi dos semanas, y a Kevin la escayola más pequeña una semana después; pero los dos cuidaban bien de sus brazos, y todos los chicos, salvo Harlen, tenían costras en las palmas de las manos. Manejaban cautelosamente los picos y las palas.
Sorprendentemente, justo antes de la hora de la cena -el coche de los padres de Dale y Lawrence acababa de detenerse en el camino de entrada, a cuatrocientos metros de distancia, y había hecho sonar el claxon para llamarles-, la pala de Mike se hundió en un hueco oscuro.