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– Creo que es uno de los de la señora Moon -dijo la madre de Dale como si esto diese por terminada la cuestión.

El señor Grumbacher dio unas palmadas en la espalda de Dale.

– Es lógico que te hayas asustado un poco. Tropezar con el gato en la oscuridad, con agua hasta las pantorrillas, bueno…, eso habría asustado a cualquiera, hijo mío.

A Dale le entraron ganas de apartarse y decirle a Grumbacher que no era hijo suyo, y que el gato muerto no era lo que le había asustado. Pero en vez de esto hizo un esfuerzo y asintió con la cabeza. Todavía tenía en la boca el sabor amargo y agrio del agua que había tragado. «Tubby todavía está allá abajo.»

– Subamos a cambiarnos de ropa -dijo su madre al fin-. Más tarde podremos hablar de esto.

Dale asintió, dio un paso hacia la puerta de tela metálica y se detuvo.

– ¿Podemos entrar por la puerta de delante? -preguntó.

Jim Harlen pedaleaba en la oscuridad, oyendo a los perros que ladraban furiosamente en toda la manzana y escuchando el ruido del camión de recogida de animales muertos. Parecía haberse detenido en el cruce de Depot y Broad. «Cortándome la retirada.»

El callejón por el que rodaba ciegamente se dirigía hacia el norte y hacia el sur, entre los graneros, los garajes y los largos patios de detrás de las casas de Broad y de la Quinta. Los patios eran tan grandes, las casas estaban tan rodeadas de arbustos y de hojas, y el propio callejón tan engalanado de follaje, incrementado por las recientes lluvias monzónicas, que Harlen comprendió que tenía que haber allí cien sitios oscuros donde esconderse: altillos de graneros, garajes abiertos, aquel grupo de árboles negros, el huerto de Miller a la izquierda y delante, las casas deshabitadas en Catton Drive…

«Esto es precisamente lo que ellos quieren que haga.»

Harlen detuvo la bici sobre las negras escorias del callejón. Los perros dejaron de ladrar. Incluso la humedad del aire parecía haber quedado en suspenso, reducida a una ligera niebla entre las lejanas luces de los porches de atrás.

Harlen tomó una decisión. Su madre no le había criado como a un tonto.

Cruzó un patio de atrás, pedaleando con fuerza a través de un huerto, con los neumáticos levantando barro detrás de él, abandonando la protección del oscuro callejón y pasando por delante de un sobresaltado perro de Labrador, que giró en redondo tan sorprendido que a punto estuvo de estrangularse con su correa antes de acordarse de ladrar.

Harlen encogió rápidamente la cabeza al ver el alambre de tender la ropa un segundo y medio antes de que le decapitase, se inclinó hacia la izquierda para evitar el poste de la luz -casi cayéndose de la bicicleta por desequilibrarle el brazo en cabestrillo-, se repuso, entró por el largo paseo de entrada de los Staffney y, dando un rodeo a la negra mole de su viejo granero, se detuvo en el paseo principal, a un metro del farol de gas que mantenían siempre encendido.

A media manzana de distancia, la oscura sombra de un camión de altos costados aceleró el motor y empezó a moverse en dirección a Harlen, bajo el túnel de ramas que cubría la calle. Tenía las luces apagadas.

Jim Harlen se apeó de la bici, subió saltando los cinco escalones del porche y tocó el timbre de la puerta.

El camión adquirió velocidad. Estaba a menos de sesenta metros de distancia, rodando por este lado de la ancha calle. La casa de los Staffney estaba a dieciocho o veinte metros de la acera. Unos olmos, un largo jardín y varios macizos de flores la separaban de la calle; pero Harlen habría querido que hubiese un foso y una trampa contra tanques entre el camión y él. Golpeó la puerta con el puño ileso, mientras tocaba el timbre con el codo en cabestrillo.

La puerta se abrió por fin, de par en par. Michelle Staffney estaba allí, en camisón y con la luz de la lámpara filtrándose a través del fino tejido y formando una aureola alrededor de sus largos y rojos cabellos. En circunstancias ordinarias, Jim Harlen se habría detenido para gozar del espectáculo, pero ahora entró violentamente en el iluminado zaguán.

– Jimmy, ¿qué estás…? ¡Eh…! -consiguió decir la pelirroja antes de que él pasara por su lado.

Cerró la puerta y le miró ceñuda.

Harlen se detuvo debajo de la lámpara y miró a su alrededor. Sólo había estado tres veces en la casa de Michelle -una vez al año por su fiesta de cumpleaños del mes de julio, que parecía ser un acontecimiento, tanto para ella como para los suyos-, pero recordaba las grandes habitaciones, los techos elevados y las altas ventanas. Demasiadas ventanas. Harlen se estaba preguntando si tendrían un cuarto de baño o algo parecido en la planta baja, sin ventanas y con fuertes cerrojos cuando el doctor Staffney dijo, desde la escalera:

– ¿Podemos ayudarte en algo, jovencito?

Harlen puso su mejor cara de niño abandonado y a punto de llorar, sin que tuviese que esforzarse mucho, y exclamó:

– Mi madre ha salido de casa y no tendría que haber nadie en ella, pero yo he vuelto del cine al aire libre, supongo que suspendido a causa de la lluvia, y había una señora desconocida en la segunda planta, y después me han perseguido y un camión salió detrás de mí… ¿Podrían ayudarme? ¡Por favor!

Michelle Staffney lo miró con sus bonitos ojos azules abiertos de par en par e inclinando la cabeza a un lado, como si él hubiese entrado y se hubiese orinado en el zaguán. El doctor Staffney seguía en la escalera, en pantalón de calle, con chaleco y corbata; miró a Harlen, se caló las gafas, se las quitó y bajó la escalera.

– Repite eso -dijo.

Harlen lo repitió, haciendo hincapié en los puntos importantes. Una mujer desconocida estaba en su casa. (No mencionó que estuviese muerta pero andando de un lado a otro.) Unos tipos le habían perseguido con un camión. (Ahora no importaba que fuese el de recogida de animales muertos.) Su madre había tenido que ir a Peoria para un asunto importante. (Probablemente para acostarse con alguien, pero no había necesidad de informarles de esto.) Y él tenía miedo. (Esto era verdad.)

La señora Staffney vino del comedor. Harlen había oído decir a C. J. Congden, a Archie Kreck o a algún otro que si se quería saber cómo sería una niña dentro de unos años en lo referente a tetas y otras cosas, había que observar a su madre. Michelle Staffney tenía mucho porvenir a este respecto.

La madre de Michelle rebulló alrededor de Harlen, dijo que le recordaba de todas las fiestas de cumpleaños, aunque Harlen sabía que habían asistido demasiados chicos y que sólo había sido invitado porque lo habían sido todos los de su clase, e insistió en llevárselo a la cocina para que tomase una taza de cacao, mientras el doctor Staffney llamaba al agente de policía.

El doctor parecía un poco confuso, si no francamente escéptico, pero se asomó a la puerta -naturalmente no se veía el camión, según pudo comprobar Harlen mirando desde detrás de él- y se dirigió al teléfono para llamar a Barney. La señora Staffney insistió en que cerrasen todas las puertas mientras esperaban. A Harlen esto le pareció muy bien. Tampoco le habría importado que cerrasen todas las grandes ventanas; pero por muy rica que fuese aquella gente, no tenía aire acondicionado en la vasta mansión, y probablemente ésta se habría calentado rápidamente de no estar abiertas las ventanas. Harlen se contentó con sentirse seguro, mientras la señora S. se atrafagaba en la cocina, calentando unas sobras de carne asada para él -Harlen había dicho que no había cenado, aunque había calentado los espaguetis que había dejado mamá en el Tupperware-, y el doctor S. le interrogaba por cuarta vez. Michelle le miraba con unos ojos muy abiertos que podían significar cualquier cosa, desde la adoración del héroe por su bravura hasta el más puro desprecio por portarse como un imbécil.

En realidad a Harlen le importaba poco.

La vieja en su habitación. Su cara en la ventana, mirando hacia abajo. Al principio había pensado que era la vieja Double-Butt, pero entonces algo le recordó a la señora Duggan. La otra. La muerta. El sueño. La cara en la ventana. Y él, cayendo.

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