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Entonces, cediendo a una corazonada, examinó las fuentes originales sobre Benvenuto Cellini, uno de los personajes históricos predilectos de su padre, aunque Duane sabía que el turbulento artista había nacido en 1500, ocho años después de que Rodrigo Borgia se convirtiese en el papa Alejandro VI.

En una ocasión, Cellini escribió sobre su encarcelamiento en el castillo de Sant Angelo, la enorme e imponente masa de piedra que había construido Adriano como mausoleo de la familia mil cuatrocientos años antes. El papa Alejandro VI, Rodrigo Borgia, había hecho fortificar y reformar el inmenso sepulcro como lugar de residencia. Habitaciones y recintos de piedra, que sólo habían conocido cadáveres, oscuridad y deterioro durante más de mil años, se habían convertido en hogar y fortaleza del papa Borgia.

Cellini había escrito sobre esto:

Fui encerrado en un sombrío calabozo por debajo del nivel de un jardín encharcado y que estaba lleno de arañas y de gusanos venenosos. Me arrojaron un horrible colchón de tosco cáñamo, no me dieron de cenar y cerraron cuatro puertas tras de mí. Durante una hora y media cada día, recibía un poco de luz tenue que penetraba en aquella terrible caverna a través de una abertura muy estrecha. El resto del día y de la noche, moraba en la oscuridad. Y ésta era una de las celdas menos espantosas. Por mis desdichados compañeros tuve noticia de las almas condenadas que pasaron sus últimos días en los pozos más viles, las profundas mazmorras instaladas en el fondo del hueco donde estaba la infame Campana del malvado papa Borgia. Circuló por Roma y las provincias el rumor de que esta campana había sido fundida con metal maligno, consagrada con malas acciones y colgada, incluso ahora, como signo manifiesto del pacto entre el antiguo papa y el mismo Diablo. Cada uno de los que estábamos en aquellas celdas, acurrucados en una agua rancia y comiendo mendrugos asquerosos, sabíamos que el toque de aquella campana anunciaría el fin del mundo. Confieso que había veces en que de buen grado habría escuchado aquel toque.

Duane tomó rápidamente notas. Su curiosidad iba en aumento. No volvía a mencionarse la campana en la autobiografía o las notas de Cellini, pero un pasaje anterior sobre el artista Pinturicchio, evidentemente más contemporáneo del papa Borgia que el propio Cellini, parecía revelador:

Por orden y en interés de su papa…

Duane comprobó para estar seguro de que este papa era Alejandro, o sea Rodrigo Borgia. Lo era.

Por orden y en interés de su papa, este pequeño artista sordo y bajito…

Duane releyó rápidamente unas hojas para asegurarse de que Cellini hablaba del Pinturicchio, el artista de Borgia. Así era.

… mezquino y de apariencia tal cual era, empezó a pintar los murales que llenaron la Torre Borgia con sorprendente efecto, culminando en el Salón de los Siete Misterios de los tenebrosos Apartamentos Borgia.

Duane suspendió la lectura del pasaje de Cellini para consultar sobre la Torre Borgia. Una guía de las construcciones vaticanas decía que era la maciza torre que el papa Alejandro VI había ordenado añadir al palacio del Vaticano. Una adición anterior del papa Sixto había sido un oscuro y aireado almacén llamado Capilla Sixtina. El papa Inocencio había preferido una agradable casa de verano en el fondo de los jardines del Vaticano. Borgia construyó una torre. Una nota, en un volumen sobre arquitectura de 1886, mencionaba que la Torre Borgia había sido diseñada con un macizo campanario en lo alto de la fortaleza en forma de columna; pero nadie, salvo el papa y sus hijos ilegítimos, podían ascender a aquella altura de la torre a través de un laberinto de puertas cerradas y pasillos.

Duane volvió a las notas de Cellini:

Pinturicchio, por orden del pontífice, descendió a la Ciudad Muerta, debajo de la Ciudad, en busca de inspiración y modelos para los murales de la Vivienda Borgia. No eran las catacumbas cristianas, con sus huesos santificados, sino las excavaciones al azar de la Roma pagana, en toda su gloria decadente.

Se decía que el Pinturicchio llevaba aprendices y colegas curiosos en aquellas expediciones subterráneas: imaginaos la luz de las antorchas a lo largo de aquellos túneles llenos de despojos de los césares, las entradas en las cámaras, los pasillos, las moradas, las calles enteras de muertos romanos, yaciendo como arterias olvidadas debajo de los callejones llenos de hierba de nuestra ciudad viviente pero reducida; imaginaos las exclamaciones cuando el Pinturicchio, después de espantar a las ratas gigantescas y a las bandadas de murciélagos que se alimentaban de desechos y de oscuridad, levantó su antorcha para iluminar las decoraciones paganas de hombres que habían muerto hacía quince siglos y más.

Este hombrecillo e impío artista llevó aquellos dibujos e imágenes paganas a las dependencias del papa Borgia en su Torre. Dentro de las cámaras secretas más privadas del papa corrompido, prevalecieron estas imágenes paganas, cubriendo paredes, arcos, techos e incluso la maciza campana de hierro que se decía que era talismán del Borgia en lo alto de la Torre.

Los ignorantes aún las siguen llamando pinturas «grotescas» porque fueron encontradas y copiadas en profanas cavernas subterráneas, o grotte, en la oscuridad de debajo de Roma.

El tío Art se inclinó sobre el hombro de Duane y dijo:

– Qué, ¿ya nos podemos marchar?

El muchacho se sobresaltó, se acomodó las gafas sobre la nariz y se sonó.

– Espera un momento.

Mientras el tío Art miraba con impaciencia los estantes próximos, Duane hojeó los últimos volúmenes. Sólo encontró otra mención de la campana, que de nuevo estaba relacionada con el arte de aquel insignificante pintor de murales llamado Pinturicchio.

Pero en la cámara que conducía del Salón de los Siete Misterios a la escalera cerrada que ascendía a la torre de la campana donde sólo podían subir los Borgia, el pintor había reproducido la esencia de los murales enterrados y olvidados que había estudiado a la luz de las antorchas mientras goteaba agua de la piedra rota. En lo que más tarde sería llamado Salón de los Santos, debido a los siete grandes murales que allí había, el Pinturicchio había terminado su encargo llenando todos los espacios entre las pinturas, todos los arcos, rincones y columnas, con cientos -algunos expertos dicen miles- de imágenes de toros.

El misterio no es que apareciesen toros en su obra o en este lugar oculto; el toro era el emblema de la familia Borgia; el benévolo buey había sido, desde hacía tiempo, metáfora de la procesión papal.

Pero estos toros, repetidos casi hasta el infinito en los oscuros pasillos, grutas y entrada a la escalera prohibida sobre el Salón de los Siete Misterios, no eran ninguno de aquellos emblemas.

No era el símbolo noble de los Borgia, ni el buey pacífico. En estas dependencias había sido reproducida innumerables veces la estilizada pero inconfundible figura del toro del sacrificio de Osiris, el dios egipcio que imperaba en el reino de los muertos.

Duane cerró el libro y se quitó las gafas.

– ¿Listo ya? -preguntó el tío Art.

Duane asintió con la cabeza.

– Podríamos probar en aquel McDonald's de War Memorial Drive, donde sirven a los clientes en los coches. Las hamburguesas cuestan veinticinco centavos, pero son bastante buenas.

Duane asintió con la cabeza, mientras seguía pensando, y siguió al tío Art fuera del sótano y a la luz del día.

Las pisadas fuera del Campamento Tres se habían detenido. No habían retrocedido ni se habían alejado; simplemente se habían detenido. Mike, Dale y Lawrence esperaban agachados junto a la baja entrada, casi sin atreverse a respirar para no hacer ruido. Los sonidos del bosque sonaban muy claros: una ardilla chillando contra alguien o algo cuesta arriba, en dirección a la propiedad del tío Henry de Dale; algún grito ocasional de la pandilla de Chuck Sperling, ahora bastante lejos, probablemente al sur de la cantera; el graznido de los cuervos en las copas de los árboles de la otra colina, cerca del cementerio del Calvario. Pero ningún ruido desde detrás del círculo de arbustos, donde debía de estar esperando el soldado invisible.

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