Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

Dale se había escondido una vez en el Campamento Tres durante una fuerte tormenta de verano y había quedado tan seco como si hubiese estado en su habitación. Un invierno de nieve, él, Lawrence y Mike habían caminado a través del bosque y habían encontrado el Campamento Tres con algún esfuerzo porque los árboles Y arbustos parecían completamente distintos sin su follaje, pero se habían arrastrado al interior y habían visto que casi no había nieve en él y que la empalizada circundante los ocultaba tan bien como siempre.

Ahora él y su hermano estaban tumbados allí, jadeando lo más silenciosamente posible y escuchando los gritos excitados de McKown y de los otros que corrían entre los árboles.

– ¡Vinieron por aquí! -dijo la voz de Chuck Sperling.

Estaba en el viejo sendero que pasaba a seis metros del Campamento Tres. De pronto se oyó un rumor y unos chasquidos en el exterior; Dale y Lawrence levantaron como lanzas los palos que llevaban y Mike O'Rourke se deslizó por el bajo túnel. Mike tenía la cara colorada y los ojos azules brillantes. En la sien izquierda llevaba una fina línea de sangre producida por alguna rama. Sonreía ampliamente.

– ¿Dónde es…? -empezó a decir Lawrence.

Mike le tapó la boca con la mano y sacudió la cabeza.

– Ahí fuera -murmuró.

Los tres muchachos se tumbaron de bruces sobre la hierba, con las caras pegadas a los tallos de los arbustos.

– ¡Maldita sea! -dijo Digger Taylor desde menos de un metro y medio cuesta arriba-. Yo vi a O'Rourke que venía por aquí.

– ¡Barry! -Ahora era la voz de Chuck Sperling, que gritaba fuera de la espesura-. ¿Les ves por ahí abajo?

– No -gritó el más gordo de los gemelos Fussner-. Nadie ha bajado por el sendero.

– ¡Mierda! -dijo Digger-. Yo lo vi. Y esos estúpidos de Steward también corrían en esta dirección.

En el Campamento Tres, Lawrence cerró un puño y empezó a levantarse. Dale tiró de su hermano hacia abajo, aunque uno podía ponerse en pie dentro del círculo sin ser visto. Dale impuso silencio con un ademán, pero no pudo contener una sonrisa al ver lo colorado que se ponía Lawrence. Aquel fuerte rubor era señal segura de que su hermano estaba a punto de bajar la cabeza y embestir a alguien. Lo había visto bastante a menudo.

– Tal vez volvieron cuesta arriba hacia el cementerio o dieron vuelta hacia la mina a cielo abierto.

Era la voz de Gerry Daysinger, a menos de cinco metros del Campamento.

– Miremos primero por aquí -ordenó Sperling en el tono de superioridad que empleaba en la Pequeña Liga, porque su padre era el entrenador.

Mike, Dale y Lawrence sostenían sus palos como rifles, mientras escuchaban los golpes que los muchachos daban en la maleza de la ladera, buscando detrás de troncos caídos y hurgando entre los arbustos.

Alguien introdujo realmente un palo en el lado sur del Campamento Tres; pero era como pinchar una pared maciza. A menos que uno conociese los recovecos del lado este y se deslizase por un agujero más estrecho que una tubería de cloaca, no tenía manera de encontrar la entrada.

O por lo menos así lo esperaban ansiosamente los muchachos en el Campamento Tres.

Sonaron gritos en el sendero, más arriba.

– Han pillado a Kev -murmuró Lawrence, y Dale asintió con la cabeza y le impuso silencio de nuevo.

El ruido de botas y de bambas se alejó en el sendero. Se oyeron gritos. Mike se sentó en el suelo y sacudió la hierba y los restos de polvo de su camiseta a rayas.

– ¿Crees que Kev nos delatará? -preguntó Dale.

Mike sonrió.

– No. Quizá les muestre el Campamento Cinco o la Cueva. Pero no el Campamento Tres.

– Ellos ya saben dónde está el Campamento Cinco desde el verano pasado -dijo Lawrence en voz baja, ahora que ya no tenía necesidad de hacerlo-. Y no utilizamos la Cueva.

Mike se limitó a hacer un guiño.

Permanecieron tumbados durante otra media hora, cansados después de dos horas de carrera por el monte y de la descarga de adrenalina originada por la persecución. Compararon situaciones apuradas, lamentaron la captura de Kevin -sería un prisionero si no se pasaba a ellos para ayudarles en la caza- y sacaron cosas de los bolsillos para comer. Ninguno había traído una auténtica ración; pero Mike había guardado una manzana en el bolsillo del tejano. Dale tenía una barra de Hershey de almendra que se había derretido y sobre la que se había sentado repetidamente, y Lawrence traía una cajita Pez en la que quedaban algunos caramelos. Comieron lo que llevaban con satisfacción, y se tumbaron para contemplar los pequeños fragmentos de luz de sol y de cielo visible entre el casi macizo techo de ramas.

Estaban discutiendo si debían marcharse para montar una emboscada cerca de la cantera, cuando de pronto Mike les impuso silencio y señaló cuesta arriba.

Dale se tendió de bruces, acercando la cara a los troncos de los arbustos, tratando de encontrar una de las pocas posiciones desde las que pudiese atisbar el sendero.

Vio unas botas. Unas botas de hombre, grandes y de color marrón. Durante unos instantes pensó que aquel tipo llevaba unas vendas sucias de barro, pero entonces se dio cuenta de que eran lo que le había dicho Duane que usaban los soldados. ¿Cómo lo había llamado? «Polainas.» Había alguien plantado a menos de dos metros del Campamento Tres, que llevaba botas y polainas. Dale sólo podía ver un trozo de pernera de lana marrón abombada por encima de aquellas envolturas que parecían vendas.

– ¿Qué…? -murmuró Lawrence, esforzándose en ver.

Dale se volvió y le tapó la boca. Lawrence se liberó Y le dio un golpe, pero guardó silencio.

Cuando Dale miró de nuevo, las botas habían desaparecido. Mike le dio una palmada en el hombro y señaló con la cabeza hacia la pared este del círculo.

Unas pisadas aplastaron hojas y rompieron ramitas delante mismo de la entrada secreta.

Duane estaba encontrando más de lo que realmente quería saber sobre los Borgia.

Leía rápidamente y por encima, como acostumbraba a hacer cuando trataba de acumular una gran cantidad de información en su cerebro en el menor tiempo posible. Esto le producía una sensación extraña; Duane lo comparaba con el efecto producido por uno de sus aparatos de radio de confección casera cuando estaba mal sintonizado y captaba varias emisoras al mismo tiempo. Esta clase de aprendizaje a gran velocidad le fatigaba y mareaba un poco; pero no tenía alternativa. El tío Art no se iba a pasar todo el día en la biblioteca.

Lo primero que aprendió fue que casi todo lo que sabía sobre los Borgia por el «acervo común» estaba equivocado o tergiversado. Se detuvo un momento, chupando la varilla de las gafas y sin mirar a ninguna parte, reconociendo que este hecho inicial de inseguridad en el conocimiento general afectaba a la mayor parte de las cosas serias que había aprendido en los últimos años. Nada era tan sencillo como pretendían los idiotas. Se preguntó si esto sería una ley fundamental del universo. En tal caso, le horrorizaba pensar en los años que tendría que pasar tratando de desaprender antes de poder empezar a aprender de veras. Examinó los estantes del sótano, los miles y miles de libros, y se desanimó al pensar que nunca podría leerlos todos, que nunca podría comparar las opiniones, los hechos y los puntos de vista contrapuestos que contenía aquel sótano, y mucho menos en todas las bibliotecas de Princeton, Yale, Harvard y todas las otras universidades que quería visitar y en las que quería aprender.

Salió de su ensimismamiento, puso las gafas en su sitio y repasó las notas que había tomado. Primero: más que culpable, Lucrecia Borgia parecía ser víctima de la mala fama en todas las leyendas que habían llegado a conocimiento de Duane: nada de un anillo con veneno para acabar con los amantes y los invitados a una cena; nada de banquetes con cadáveres amontonados como haces de leña al servirse el postre. No; Lucrecia aparecía como víctima de historiadores malévolos. Duane miró algunos de los volúmenes amontonados sobre su mesa: la Historia de Italia de Guicciardini, El Príncipe de Maquiavelo y sus Discursos y extractos de La Historia de Florencia y las Cosas de Italia, los Comentarios de Piccolomini-Pío, el libro de Gregorovius sobre Lucrecia, el Liber Notarum de Burchard, con sus notas sobre las trivialidades de la corte papal durante aquel período. Pero nada más sobre la campana.

53
{"b":"102264","o":1}