Mike agarró un poco de grava y se tumbó de espaldas junto a los dos. El truco parecía estar en alcanzar el aparato sin levantar la cabeza de la hierba. Lawrence lanzaba el juguete y maniobraba con él. Volaban piedras. El planeador rizó el rizo, voló hacia el gran roble que proyectaba ramas sobre el dormitorio de Dale en el piso alto, y después aterrizó intacto en el camino. Los tres recogieron más municiones, mientras Lawrence recuperaba el avión y enderezaba las alas y la cola.
– Están cayendo piedras en el jardín del lado de tu casa -dijo Mike a Dale-. Vais a tener problemas cuando cortéis el césped.
– Le he dicho a mi madre que las recogeremos cuando hayamos terminado -observó Dale, echando el brazo atrás.
Lawrence levantó mucho el avión. Todos fallaron el blanco en el primer ataque tierra-aire, imitando inconscientemente cada chico el ruido del cañón o del misil al disparar. Mike acertó al segundo lanzamiento, golpeando el ala derecha y haciendo que el planeador cayese en picado sobre la hierba. Los otros tres hicieron ruidos de motor fuera de control y del avión al estrellarse e incendiarse. Lawrence desprendió el ala rota y corrió hacia un montón de piezas de recambio próximo al viejo vertedero.
– No he podido encontrar a Van Syke -dijo Mike, como si se estuviese confesando.
Kev estaba amontonando piedras de tamaño adecuado sobre la hierba, junto a él. Sus padres nunca le habrían permitido arrojar piedras en su jardín.
– Bueno -dijo-, pues yo he encontrado a Roon esta mañana, pero lo único que hace es vigilar cómo cierran con tablas las ventanas.
Mike miró hacia Old Central. Parecía diferente con las tres plantas -cuatro si se contaban las ventanas del sótano- entabladas, y Mike sólo podía ver que habían quitado los postigos, cerrado con tablas las ventanas y colocado de nuevo los postigos. El colegio tenía un aspecto misterioso, como cegado de una manera extraña. No sólo las pequeñas ventanas de la buhardilla, situadas en el inclinado tejado, tenían cristales, y pocos muchachos de los que conocía Mike podían alcanzarlas lanzando piedras. El campanario había estado siempre cerrado con tablas.
– Tal vez eso de seguir a la gente no sea tan buena idea -dijo Mike.
Lawrence estaba fijando con cinta adhesiva partes del nuevo avión, «blindándolo», dijo.
– Esta mañana yo pensé que no era una buena idea -dijo Dale.
Los otros dos muchachos dejaron de jugar con sus municiones, mientras Dale les explicaba lo que le había sucedido en la vía del ferrocarril.
– ¡Caramba! -murmuró Kevin-. Eso es un delito.
– ¿Qué hizo Cordie después? -preguntó Mike, tratando de imaginar que alguien le estaba apuntando con un rifle. C. J. Congden se había metido con él un par de veces, cuando estaban en los cursos inferiores; pero Mike había reaccionado siempre tan duro, tan deprisa y con tanta furia, que los dos matones de la ciudad tendían a dejarle en paz. Mike miró hacia el colegio-. ¿Vino y disparó contra el doctor Roon?
– Si lo ha hecho, no me he enterado -dijo Dale.
– Tal vez empleó un silenciador -dijo Mike.
Kev hizo una mueca.
– Idiota. Las escopetas no pueden llevar silenciadores.
– Lo dije en broma, Grump-backer.
– Groom-bokker-le corrigió Kevin de malhumor.
No le gustaba que bromeasen con su apellido. En la ciudad, todos le llamaban Grum-backer.
– Como quieras -dijo Mike, con una súbita sonrisa. Arrojó delicadamente una piedra contra la rodilla de Dale-. Bueno, ¿qué pasó después?
– Nada -dijo Dale. Algo en su voz indicaba que lamentaba haberlo dicho a los otros-. Estoy vigilando a C. J.
– ¿Se lo has dicho a tu madre?
– No. ¿Cómo le iba a explicar que había cogido los gemelos de mi padre para espiar la casa de Cordie Cooke?
Mike hizo otra mueca y asintió con la cabeza. Ser un mirón era una cosa; y hacerlo en casa de Cordie Cooke era otra cosa muy distinta.
– Si viene a por ti, te ayudaré -dijo a Dale-. Congden es malo, pero idiota. Y Archie Kreck es todavía más idiota que él. Si te peleas con Archie y te pones en el lado donde no ve, la lucha no tiene color
Dale asintió, pero parecía triste. Mike sabía que su amigo no era bueno peleando. Ésta era una de las razones de que le apreciase. Dale murmuró algo.
– ¿Qué? -dijo Mike.
Lawrence estaba diciendo algo al mismo tiempo desde el extremo del camino.
– He dicho que ni siquiera volví atrás para recoger mi bici -repitió
Mike reconoció el tono de voz que él empleaba para confesar sus pecados más graves.
– ¿Dónde está?
– La escondí detrás de la vieja estación.
Mike asintió con la cabeza. Para recoger la bici, Dale tendría que volver a pasar por el barrio de Congden.
– Yo iré a buscarla -dijo.
Dale le miró con una especie de mezcla de alivio, confusión y cólera. La cólera, pensó Mike, era por sentirse aliviado.
– ¿Por qué? ¿Por qué tienes que ir tú? La bici es mía.
Mike se encogió de hombros, descubrió que todavía llevaba una hierba del campo y chupó el tallo.
– A mí me da igual. Pero voy a pasar por allí para ir más tarde a la iglesia, y no me cuesta nada cogerla. Congden no va a por mí. Además, si a mi me hubiesen apuntado hoy con un rifle, no querría exponerme otra vez. Iré después de comer porque tendré que hacer un recado para el padre C.
«Otra mentira -pensó Mike-. ¿Tendré que confesarme de esto?» Le pareció que no.
Esta vez Dale puso tal expresión de alivio que para disimular tuvo que mirar hacia abajo, como si estuviese contando las piedras del montón.
– Está bien -dijo débilmente. Y más débilmente aún-: Gracias.
Lawrence estaba a unos seis metros de distancia, sosteniendo el avión «blindado».
– ¿Estáis listos, cabezotas, o vais a pasar todo el día charlando?
– Listos -dijo Dale.
– ¡Lanza! -gritó Kevin.
– ¡Allá va! -chilló Mike.
Volaron los proyectiles.
El viejo no estaba en casa cuando llegó Duane, poco antes de que se pusiera el sol, y el chico volvió a cruzar los campos en dirección a la tumba de Wittgenstein.
Witt había llevado siempre su postre y los huesos que le regalaban a este sector llano y herboso de los pastos del este, enterrándolos en el suelo blando de la cima de la colina, sobre el arroyo. Por esto Duane lo había enterrado allí.
Más allá de los pastos y de los maizales, hacia el oeste, el sol pendía en el horizonte, en uno de esos densos y espléndidos ocasos sin los que a Duane le parecía imposible vivir. El aire que le rodeaba era de un gris azulado al terminar el día, y el sonido viajaba con la lenta facilidad del pensamiento. Duane podía oír las pisadas cansinas y el resuello de las vacas que venían de los más lejanos pastizales, a pesar de que estaban todavía ocultas detrás de la colina del norte. El humo flotaba espeso en el aire, donde el viejo señor Jonson había estado quemando maleza a lo largo de su valla, a más de un kilómetro y medio hacia el sur, y la tarde sabía a polvo, a cansancio y al dulce incienso de aquel humo.
Duane se sentó junto a la pequeña tumba de Witt, mientras se ponía el sol y la tarde se convertía lentamente en noche. Venus apareció primero, resplandeciendo sobre el horizonte oriental como uno de los ovnis que Duane solía esperar de noche en el campo, con Witt yaciendo pacientemente a su lado. Entonces se hicieron visibles otras estrellas en el cielo, alejadas de cualquier luz desparramada. El aire empezó a enfriarse despacio, como a regañadientes, con la humedad pegando todavía la camisa al ancho torso de Duane; pero en definitiva se disipó el calor del día y se enfrió el suelo bajo su mano. Acarició la grava por última vez y volvió lentamente a casa, observando lo diferente que resultaba caminar solo entre la alta hierba, a retrasar el paso para acomodarlo a la andadura de un collie viejo y medio ciego.
«La Campana Borgia.» Habría querido hablar de ella al viejo, pero su padre no estaría de humor para esto, si se había pasado la tarde en la taberna de Carl o en la del Arbol Negro.