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Duane fue a hablar con la señora Frazier.

– Discúlpeme, señora, pero ¿podría usted decirme dónde guarda ahora la Sociedad Histórica sus restantes documentos?

La bibliotecaria sonrió y se quitó las gafas, que quedaron colgando de su cadena de abalorios.

– Sí, querido. Debes saber que el doctor Priestmann murió…

Duane asintió con la cabeza y prestó atención.

– Bueno, como ni la señora Cadberry ni la señora Esterhazy, las damas responsables de la recaudación de fondos para la Sociedad, como ninguna de ellas deseaba o podía continuar la investigación del doctor Priestmann, donaron sus documentos y otros volúmenes.

Duane asintió de nuevo.

– ¿A Bradley?

Era lógico que los papeles del viejo erudito fuesen a parar a la universidad en que se había graduado y en la que había pasado muchos años enseñando. La señora Frazier pareció sorprendida.

– Pues no, querido. Los papeles fueron a parar a la familia que había subvencionado realmente el estudio del doctor Priestmann durante todos aquellos años. Creo que esto se había acordado previamente.

– La familia… -empezó a decir Duane.

– La familia Ashley-Montague -dijo la señora Frazier -. Si eres de Elm Haven, o vives cerca de allí, sin duda habrás oído hablar de los Ashley-Montague.

Duane asintió con la cabeza, le dio las gracias, se aseguró de que todos los libros estuviesen en su sitio y de que había guardado las libretas en el bolsillo, y fue a buscar el termo. Le sorprendió lo tarde que se había hecho. La sombra de los árboles se habían alargado y se extendían sobre el jardín del Juzgado y la calle principal. Pasaban algunos coches por la carretera, con los neumáticos chirriando sobre el hormigón que se enfriaba, y repicando en las junturas alquitranadas del pavimento; pero el centro propiamente dicho de la ciudad se estaba vaciando al atardecer.

Duane pensó en volver al hospital para hablar de nuevo con Jim pero era casi la hora de cenar e imaginó que la madre de Harlen estaría allí. Además, tardaría de dos a tres horas en volver a casa por el largo camino, y el viejo estaría inquieto si no había vuelto cuando se hiciera de noche.

Silbando y pensando en la Campana Borgia, que pendía como un secreto olvidado en el campanario cerrado de Old Central, Duane se encaminó hacia la vía férrea para regresar a casa.

Mike desistió.

El lunes por la tarde y durante todo el martes había intentado encontrar a Karl Van Syke para seguirle; pero no había podido dar con él. Había rondado alrededor de Old Central, había visto al doctor Roon poco después de las ocho y media de la mañana del martes. Una hora mas tarde, una brigada de obreros con una grúa empezó a clavar tablas en las ventanas de la segunda y de la tercera plantas. Mike siguió rondando cerca de la puerta del colegio hasta que Roon le echó de allí a media mañana. Pero no había ni rastro de Van Syke. Mike inspeccionó los lugares donde generalmente se le podía ver. En la céntrica Taberna de Carl había tres o cuatro de los borrachos habituales, incluido el padre de Duane McBride, según Mike lamentó comprobar, pero Van Syke no estaba en ella. Mike utilizó el teléfono de la cooperativa para llamar a la Taberna del Arbol Negro, pero el hombre del bar dijo que no había visto a Van Syke desde hacía semanas y preguntó quién llamaba. Mike colgó a toda prisa. Subió por Depot Street y observó la casa de J. P. Congden, porque sabía que Van Syke y el gordo juez de paz estaban muchas veces juntos; pero no vio el Chevy negro y la casa parecía vacía.

Mike pensó en andar por la vía férrea y echar un vistazo a la vieja fábrica de sebo, pero tenía la seguridad de que Van Syke no se encontraría allí. Durante un rato permaneció tumbado entre las altas matas próximas al campo de béisbol, chupando una brizna de hierba y observando el pequeño tráfico que salía de la Primera Avenida, más allá de la torre del agua, en su mayoría polvorientas camionetas de agricultores y grandes coches viejos. Pero ningún camión de la basura con Van Syke al volante.

Mike suspiró y se tumbó sobre la espalda, mirando al cielo. Sabía que debería ir al cementerio del Calvario y observar la barraca. Pero no podía hacerlo. Así de sencillo. El recuerdo de aquella barraca, del soldado y de la figura de la noche pasada en el patio gravitaba sobre el pecho de Mike como un enorme peso.

Se volvió y vio el cromado camión de la leche del padre de Kevin Grumbacher que venía de Jubilee College Road. Aún no era mediodía y el señor Grumbacher casi había terminado su trabajo cotidiano de recoger la leche de todas las vaquerías del condado. Mike sabía que el camión se dirigiría ahora a la vaquería de Cahill, a veintidós kilómetros al este, precisamente al principio del valle del río Spoon, y que entonces el señor G. habría terminado su jornada; sólo tendría que volver a su casa, lavar el camión y llenar de nuevo el depósito en el surtidor de gasolina que había en el lado oeste de su vivienda.

Al volverse sobre el costado izquierdo, Mike pudo ver la nueva casa de los Grumbacher bajo los olmos, junto a la grande y vieja mansión victoriana de Dale. El señor G. había comprado la vieja y abandonada casa de la señora Carmichael en Depot Street hacía unos cinco años, poco antes de que la familia de Dale se trasladase a Elm Haven. Los Grumbacher derribaron el viejo caserón y levantaron la única casa de estilo rancho del sector antiguo de la ciudad. El propio señor Grumbacher había empleado un bulldozer para elevar el nivel del suelo de manera que el del bajo edificio estuviese más alto que las ventanas del lado este de la casa de Dale.

Mike había encontrado siempre graciosa la casa de Kev, las pocas veces que había estado en ella. Tenía aire acondicionado, la única con aire acondicionado que había visto, salvo el cine de Ewalts en Oak Hill, y olía de un modo raro. A rancio, pero no exactamente a rancio. Era como si el fresco olor del hormigón y las tablas de pino y la alfombra nueva llenase aún la casa después de cuatro años de vivir gente en ella. Desde luego, a Mike nunca le parecía que alguien viviese allí: el cuarto de estar de los Grumbacher tenía una alfombra de plástico en el suelo, y fundas de plástico ondulado sobre los caros sillones y el sofá; la cocina era brillante e inmaculada, tenía la primera máquina lavaplatos y mostrador para comer que Mike había visto en una casa, y el comedor parecía como si la señora G. barnizase la larga mesa de cerezo todas las mañanas.

Las pocas veces que Mike y los otros muchachos tenían permiso para jugar en la casa de Kevin, iban directamente al sótano, que por alguna razón Kev llamaba «cuarto del naufragio». En el sótano había una mesa de ping-pong y una tele (Kev decía que tenían otros dos televisores arriba), y una complicada instalación de un tren eléctrico ocupaba la mitad de la habitación de atrás. A Mike le habría gustado jugar con los trenes, pero Kev no podía tocar los controles a menos que su padre estuviese allí, y el señor G. dormía casi todas las tardes. Había también un depósito de acero galvanizado para agua en la habitación de atrás, con el metal tan limpio y brillante como el resto de la casa; Kevin decía que su padre lo había instalado allí para que pudiesen jugar los dos con barcas motorizadas que construían en sus ratos perdidos. Pero Mike, Dale y los otros chicos sólo podían observar las embarcaciones, mas no tocarlas ni manejar los aparatos de control por radio.

La pandilla no pasaba mucho tiempo en casa de Kev.

Mike se puso en pie y echó a andar en dirección a la valla de atrás de Dale. Sabía que estaba pensando en tonterías, tratando de no pensar en el soldado.

Dale y Kevin estaban tumbados en la herbosa pendiente entre los caminos de entrada de los Grumbacher y los Stewart, observando cómo Lawrence hacía volar un planeador de madera de balsa. Los dos chicos mayores disparaban gravilla del camino de entrada de Dale, tratando de derribar el avión. Lawrence tenía que hacerlo bajar deprisa, antes de que le alcanzasen los misiles.

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