Mike tranquilizó a Kathleen, le preparó un estofado para la cena, la metió en la cama de Mary bajo el alero y bajó a cuidar de Memo.
Mike tenía nueve años cuando Memo había sufrido su primer ataque. Recordaba la confusión de la casa cuando la anciana dejó de ser una presencia verbal en la cocina y se convirtió de pronto en la dama moribunda del salón. Memo era la madre de su madre, y aunque Mike no conocía la palabra matriarca, recordaba su definición funcional: la vieja de delantal con topos, siempre en la cocina o cosiendo en su salón, resolviendo problemas y tomando decisiones, con la voz de fuerte acento irlandés de Mary Margaret Houlihan filtrándose a través de la reja de la calefacción, en el suelo de la habitación de Mike, cuando sacaba a la madre de éste de una de sus depresiones o reñía a su padre cuando se había pasado otra velada bebiendo con sus amigos.
Fue Memo quien salvó económicamente a la familia cuando a John O’rrourke le suspendieron de su empleo en Pabst durante un año, cuando Mike tenía seis; recordaba las largas conversaciones en la mesa de la cocina, cuando su padre protestaba por tratarse de los ahorros de toda la vida de Memo, y ella insistía en prestárselos. Y había sido Memo quien había salvado físicamente a Mike y a Kathleen, cuando él tenía ocho años y Kathleen cuatro, y aquel perro rabioso había bajado por Depot Street. Mike había advertido algo raro en aquel animal y se había echado atrás, gritando a Kathleen que no se acercase Pero su hermana adoraba a los perros; no comprendía que pudiese hacerle daño, y había corrido hacia el animal, que gruñía y echaba espuma por la boca. Kathleen estaba a menos de un metro del perro y éste la miraba fieramente y se preparaba para atacar; lo único que pudo hacer Mike fue chillar con una voz aguda y estridente que ni a él le sonaba como la suya.
Entonces había aparecido Memo con su delantal de lunares revoloteando y una escoba en la mano derecha, y se había soltado del pañuelo los cabellos rojos que empezaban a hacerse grises. Había apartado a Kathleen con una mano y golpeado tan fuerte con la escoba que había levantado al perro sobre sus cuatro patas y lo había dejado tumbado en medio de la calle. Memo había empujado a Kathleen hacia Mike y le había ordenado que la llevase a casa, con una voz tranquila pero autoritaria, y después se había vuelto en el momento en que se levantaba el perro y atacaba de nuevo. Mike había mirado por encima del hombro mientras corría, y nunca olvidaría la imagen de Memo plantada allí, con las piernas separadas, el pañuelo colgando alrededor del cuello… y esperando, esperando… El policía Barney dijo mas tarde que nunca había visto matar a un perro con una escoba, y menos a un perro rabioso, pero que la señora Houlihan casi había decapitado al monstruo.
Era la palabra que había empleado Barney: monstruo. Después de aquello, Mike había estado seguro de que Memo podía más que cualquier monstruo que rondase por la noche.
Pero entonces, menos de un año más tarde, Memo había quedado postrada. El primer ataque había sido muy fuerte y la había paralizado cortando la energía que movía los músculos de su siempre animado semblante. El doctor Viskes había dicho que era cuestión de semanas, tal vez de días. Pero Memo había sobrevivido aquel verano. Mike recordaba lo extraño que había sido transformar el salón, centro de inagotable actividad de Memo, en cuarto de enferma para ella. Lo mismo que el resto de la familia, Mike había esperado el fin.
Ella había sobrevivido aquel verano. En otoño comunicaba lo que quería por medio de un sistema de pestañeos convencionales. En Navidad había podido hablar, aunque sólo la familia comprendía sus palabras. En Pascua había triunfado lo bastante en la batalla con su cuerpo como para poder usar la mano derecha y empezar a incorporarse en el cuarto de estar. Tres días después de Pascua había sufrido el segundo ataque, y un mes más tarde el tercero.
Durante el último año y medio, Memo había sido poco mas que un cadáver que respiraba en el salón, amarillo y fláccido el semblante, dobladas las muñecas como las garras de un ave muerta. No podía moverse, no podía controlar sus funciones corporales y no tenía manera de comunicar con el mundo, salvo con las pestañas. Pero seguía viviendo.
Mike entró en el salón cuando estaba oscureciendo rápidamente en el exterior. Encendió la lámpara de petróleo -la casa tenía electricidad pero Memo siempre había preferido las lámparas de petróleo en su habitación del piso de arriba, y ellos habían mantenido la tradición- y se acercó a la cama alta donde yacía su abuela.
Estaba tumbada sobre el costado derecho, de cara a él, como solía estarlo menos cuando la volvían cuidadosamente cada día para reducir las inevitables llagas. Su cara estaba surcada por un laberinto de arrugas y la piel parecía amarillenta, cerosa…, no humana. Los ojos miraban fijamente, sin expresión, ligeramente abultados por alguna terrible presión interna o por la mera frustración de no poder comunicar los pensamientos que había detrás de ellos. Babeaba, y Mike cogió una de las toallas limpias colocadas sobre los pies de la cama y le enjugó delicadamente la boca.
Se aseguró de que no necesitaba que le cambiasen la ropa -no se suponía que compartiese este trabajo con sus hermanas, pero como observaba a Memo más que todas ellas juntas, los intestinos y la vejiga de su abuela no tenían secretos para él-, vio que estaba seca y limpia, y se sentó en la silla baja para cogerle la mano.
– Hoy ha hecho un día estupendo, Memo -murmuró. No sabía por qué hablaba en voz baja en su presencia, pero observó que los otros también lo hacían. Incluso su madre-. Un día de auténtico verano.
Mike miró a su alrededor. Gruesas cortinas cubrían la ventana. Las mesas estaban llenas de frascos de medicamentos, y encima de las otras superficies había fotos en negro y en sepia de episodios de su vida cuando estaba viva. ¿Cuanto tiempo había pasado desde la última vez que pudo dirigir la mirada a una de sus fotografías?
Había una vieja Vitrola en el rincón, y Mike puso uno de los discos predilectos de ella: Caruso cantando El Barbero de Sevilla. La fuerte voz y los agudos llenaron la estancia. Memo no reaccionó, ni siquiera con un pestañeo, pero Mike creía que todavía podía oírlo. Enjugó saliva de su barbilla y de las comisuras de sus labios, la acomodó mejor sobre la almohada y se sentó de nuevo en el taburete, sin soltarle la mano, que parecía seca y muerta. Había sido Memo quien había contado a Mike «La pata del mono» una víspera de todos los Santos, cuando él era pequeño, y se había asustado tanto que habían tenido que dejarle la luz encendida por la noche durante seis meses.
«¿Qué ocurriría -se preguntó- si desease algo estrechando la mano de Memo?» Mike sacudió la cabeza, borrando de ella la desagradable idea y rezando una Avemaría como penitencia.
– Mamá y papá están en el Silverleaf -murmuró, tratando de parecer alegre. El canto era ahora suave, con más chirridos que voz humana-. Mary y Peg están en el cine. Dale ha dicho que esta noche dan La máquina del tiempo. Dice que se trata de un hombre que viaja hacia el futuro.
Mike se interrumpió y observó cuidadosamente a Memo, creyendo que esta se había movido un poco: un ligero e involuntario movimiento de la cadera y de la ropa de la cama. Oyó un sonido ligero, como de una ventosidad. Habló rápidamente para disimular su confusión
– Una idea fantástica, ¿verdad, Memo? ¡Viajar hacia el futuro! Dale dice que la gente podrá hacerlo algún día, pero Kevin cree que es imposible. Kev dice que no es como viajar en el espacio como han hecho los rusos con el Sputnik… ¿Recuerdas cuando tú y yo lo vimos hace un par de años? Yo dije que quizás enviarían un hombre la próxima vez, y tu dijiste que te gustaría ir.
»Bueno, de todos modos Kev dice que es imposible ir hacia delante o hacia atrás en el tiempo. Dice que son demasiadas para… -Se esforzó en encontrar la palabra. Le fastidiaba parecer un tonto delante de Memo; Memo era la única de la familia que no había creído que fuera tonto por suspender el cuarto curso-. Para… paradojas. Algo así como lo que ocurriría Si uno retrocediese en el tiempo y matase…