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Harlen permaneció un segundo agazapado allí; pensó que la bicicleta haría demasiado ruido sobre la escoria y la grava, y echó a andar, pasando de sombra en sombra, manteniéndose cerca de las altas vallas y evitando los cubos de basura para no hacer ruido. Pensó en los perros que ladraban y recordó que el único que podía estar en un traspatio en estos andurriales era Dexter, que pertenecía a los Gibson, pero Dexter era viejo y le trataban como a un cachorro. Probablemente estaría dentro de casa, mirando con ellos a Lawrence Welk.

La vieja Double-Butt cruzó la Tercera Avenida, pasó por delante de la pensión donde Roon tenía su apartamento en la tercera planta, y se dirigió al patio de recreo del lado sur de Old Central.

«¡Mierda! Sólo va a buscar algo al colegio.» Entonces recordó que esto era imposible.

Cuando aquella tarde habían vuelto al pueblo después de la desagradable excursión a la Cueva, él, Dale y los otros habían advertido que alguien había cerrado con tablas las ventanas de la primera planta de Old Central, probablemente para protegerlas de muchachos como Harlen, que aborrecían la escuela, y también que tanto la puerta del norte como la del sur estaban cerradas con cadenas y candados. La señora Doubbet -Harlen la había visto claramente a la luz del farol de la esquina- desapareció en la sombra de la base de la escalera de incendios, y Harlen se escondió detrás de un álamo al otro lado de la calle. Incluso desde dos manzanas de distancia podía oír la música que indicaba el comienzo de la película principal en el cine gratuito.

Entonces sonó un ruido de tacones en peldaños de metal y Harlen percibió unos brazos pálidos, al subir la maestra por la escalera de incendios hasta el segundo piso. Una puerta se abrió chirriando allá arriba.

«Tiene una maldita llave.»

Harlen trató de pensar en por qué iría la vieja Double-Butt a Old Central de noche, un sábado, en verano, y después de que la escuela hubiese sido cerrada para una posible demolición.

«Bueno, eso es que se lo monta con el doctor Roon.»

Harlen trató de imaginarse a la señora Doubbet tendida sobre su mesa de roble, mientras el doctor Roon la penetraba. Pero su imaginación no valía para tanto. Después de todo, no había visto realizar el acto sexual a nadie…; incluso las revistas que guardaba en el armario únicamente mostraban a las chicas solas, jugando con sus tetas, actuando como si estuviesen dispuestas para el coito.

Harlen sintió que le palpitaba el corazón mientras esperaba que se encendiese una luz allí arriba, en el segundo piso. Pero no se encendía.

Dio una vuelta alrededor del colegio, manteniéndose muy cerca del edificio, para que ella no pudiese verle si miraba por una de las ventanas.

Ninguna luz.

Espera. Había un resplandor allí, en el lado noroeste, una ligera fosforescencia que procedía de las ventanas altas de la sala de la esquina. La antigua clase de la señora Doubbet. La clase de Harlen el año pasado.

¿Cómo podría ver él lo que pasaba? Las puertas de la planta baja estaban cerradas con candados; las ventanas del sótano, protegidas con rejas de metal. Pensó en subir por la escalera de incendios y pasar por la puerta que acababa de cruzar la vieja Double-Butt. Entonces imaginó que se encontraba con ella en la escalera de incendios o, peor aún, en el oscuro pasillo de arriba; pero abandonó rápidamente esta idea.

Harlen permaneció un momento allí, observando cómo pasaba el resplandor de una ventana a otra como si la vieja mujerona llevase una jarra transparente llena de luciérnagas alrededor del aula. Desde una distancia de tres manzanas, llegó un sonido de carcajadas; esta noche la película debía de ser cómica.

Harlen miró hacia la esquina de la escuela. Había un contenedor de basura que le permitiría subir a una estrecha cornisa a un metro ochenta encima de la acera. Una cañería de desagüe con soportes de metal le llevaría hasta otra cornisa emplazada sobre las ventanas de la primera planta y a la moldura de piedra de la esquina del edificio; lo único que tendría que hacer sería continuar subiendo por la tubería de desagüe entre el marco de piedra de la ventana, trepando como mejor pudiese metiendo los zapatos en los surcos de aquella moldura y haciendo contracción, para subir a la cornisa que se extendía alrededor del segundo piso a pocos palmos debajo de las ventanas.

La cornisa tenía unos quince centímetros de ancho; lo sabía muy bien porque la había contemplado a menudo a través de la ventana del aula, e incluso había dado de comer a las palomas que se posaban en ella, con migajas que sacaba del bolsillo, cuando le castigaban a quedarse. No era lo bastante ancha para andar por ella alrededor del colegio o hacer algo parecido, pero sí lo suficiente para conservar el equilibrio mientras se agarraba a las tuberías de desagüe. Sólo tendría que encaramarse unos tres palmos y levantar la cabeza para mirar por la ventana, la ventana donde brillaba, se apagaba y volvía a brillar el débil resplandor.

Harlen subió sobre el contenedor de basura y se detuvo para mirar hacia arriba. Era una altura de dos pisos…, bastante más de seis metros, el suelo estaba allí, casi todo él embaldosado o cubierto de grava

– Bueno -murmuró Harlen-, adelante. Me gustaría ver si tú eres capaz de hacer esto, O'Rourke.

Empezó a trepar.

Mike O'Rourke estaba al cuidado de su abuela la noche del cine gratuito. Sus padres habían ido al baile de los Caballeros de Colón en el Silverleaf Dance Emporium, un viejo edificio bajo la sombra de árboles de hojas de plata, a veinte kilómetros Hard Road abajo, en dirección a Peoria, y Mike se había quedado en casa con sus hermanas y Memo. Técnicamente, su hermana mayor, Mary, que tenía diecisiete años, quedaba al mando de la casa; pero su amigo se había presentado diez minutos después de que el señor y la señora O'Rourke se hubiesen marchado. Mary tenía prohibido salir de noche cuando sus padres estaban fuera, y ahora estaba castigada a no hacerlo en un mes debido a recientes infracciones cuya naturaleza Mike no tenía interés en conocer, pero cuando su granujiento galán compareció con su Chevi del 54, se largó con él, haciendo jurar a sus hermanas que mantendrían el secreto y amenazando con matar a Mike si éste se chivaba. Mike se encogió de hombros; con esto podría chantajear a Mary algún día, si le hacía falta.

Entonces quedó Margaret, de quince años, al cuidado de la casa, pero diez minutos después de marcharse Mary, tres muchachos del Instituto y dos amigas de Peg [2], todos ellos demasiado jóvenes para conducir coches, llamaron desde el oscuro patio de atrás, y Peg se marchó con ellos al cine gratuito. Las dos chicas sabían que sus padres no volvían a casa hasta mucho después de medianoche, los días en que había baile.

Oficialmente esto dejaba a Bonnie, de trece años, al frente de la casa; pero Bonnie nunca se encargaba de nada. Mike pensaba a veces que ningún nombre había sido tan mal aplicado [3]. Así como el resto de los hijos O'Rourke, incluso Mike, habían heredado unos bellos ojos y una gracia irlandesa en sus facciones, Bonnie estaba demasiado rolliza, tenía los ojos castaños apagados y todavía más apagados los cabellos del mismo color, una tez cetrina moteada ahora con los primeros estragos del acné, y una actitud agria que reflejaba el peor aspecto de su madre cuando estaba serena y la acritud de su padre cuando estaba borracho. Bonnie se había dirigido al dormitorio que compartía con Kathleen, de siete años, encerrado en ella a la pequeña y rehusado abrir la puerta incluso cuando Kathleen empezó a llorar.

Kathleen era la más bonita de las niñas O'Rourke. Pelirroja, de ojos azules, con una tez sonrosada y pecosa y una sonrisa seductora que hacía que el padre de Mike contase historias sobre las muchachas campesinas de una Irlanda que nunca había visitado. Kathleen era hermosa. Era también ligeramente retrasada, y a los siete años aún asistía al jardín de infancia. A veces le costaba tanto entender las cosas, que Mike se iba al retrete exterior para contener las lágrimas a solas. Todas las mañanas, al ayudar a misa al padre Cavanaugh, Mike rezaba una oración para que Dios reparase el defecto de su hermana menor. Pero hasta ahora Dios no lo había hecho, y el retraso de Kathleen se hacía cada vez más manifiesto a medida que los compañeros de su edad iban haciendo progresos en cuentas y lectura.

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