El señor Ashley-Montague retrocedió hasta la baranda posterior del quiosco de música. Abrió la boca para gritar pero se dio cuenta de que estaba solo: Main Street estaba tan desierta como si fuesen las tres de la madrugada y ni un coche solitario descendía por Hard Road. Sin embargo, quiso gritar; pero los truenos eran ahora casi continuos, superponiéndose los unos a los otros. El cielo parecía una locura de nubes negras iluminadas desde atrás, y el viento era el propio de una tormenta de brujas.
El señor Ashley-Montague miró hacia su limusina aparcada a menos de quince metros. Las ramas se agitaban sobre su cabeza y una de ellas se desgarró y cayó sobre un banco del parque.
«Eso quiere que corra hacia el coche.»
El señor Ashley-Montague sacudió la cabeza y se quedó donde estaba. Se mojaría un poco. Pero la tormenta cesaría en algún momento. Más pronto o más tarde el agente de policía del pueblo o el sheriff del condado o alguien se detendría allí y sentiría curiosidad por saber por qué se estaba proyectando todavía la película bajo la lluvia.
En la pantalla, una mujer de cara blanca, uñas ensangrentadas y una mortaja harapienta caminó por un pasadizo secreto. Vincent Price se puso a gritar.
Debajo del señor Ashley-Montague, el suelo de madera del quiosco de música de setenta y dos años se combó de pronto hacia arriba y se astilló con un ruido que rivalizó con el estampido de los truenos.
El señor Dennis Ashley-Montague tuvo tiempo de lanzar un solo grito antes de que la boca de lamprea, con dientes de quince centímetros, se cerrase sobre sus pantorrillas, debajo de las rodillas, y le arrastrase hacia abajo a través del agujero astillado.
En la pantalla, un plano de la Casa Usher era iluminado desde atrás por relámpagos mucho menos espectaculares que las explosiones reales sobre el Parkside Café.
– Éste es el plan -dijo Mike.
Estaban todos junto al surtidor próximo al cobertizo del camión de Kevin. Las puertas de éste estaban abiertas y también la bomba. Dale llenaba botellas de Coca cola, pero entonces miró hacia arriba.
– Dale y Harlen irán al colegio. ¿Sabéis la manera de entrar en él?
Dale sacudió la cabeza.
– Yo sí -dijo Harlen.
– Muy bien -dijo Mike-. Empezad en el sótano. Yo trataré de reunirme con vosotros allí. Si estoy en alguna otra parte del edificio, gritaré. Si no puedo hacerlo, registrad el lugar por vuestra cuenta.
– ¿Quién tendrá las radios? -preguntó Harlen.
Se había quitado el cabestrillo y podía utilizar los dos brazos, aunque la ligera escayola hacía que el izquierdo se moviese todavía con torpeza.
Mike tendió su radio a Harlen.
– Tú y Kev. Kev, ¿sabes lo que tienes que hacer?
El delgado muchacho asintió con la cabeza, pero después la sacudió.
– En vez de los setecientos litros que habíamos planeado, ¿quieres bombearla toda?
Mike asintió con la cabeza. Estaba introduciendo pistolas de agua debajo del cinto, en la espalda, y llenándose los bolsillos de cartuchos del 410.
Kev cerró un puño.
– ¿Por qué? Sólo dijiste de lanzar un poco sobre las puertas y las ventanas.
– Este plan no daría resultado -dijo Mike. Abrió el arma de su abuela, comprobó que el cartucho estuviese en su sitio y la cerró-. Lo quiero lleno. Si es necesario, entraremos el camión por la puerta de delante.
Señaló a través del patio de recreo del colegio. Se había levantado el viento, los relámpagos rasgaban el cielo, y los olmos centinelas agitaban las gruesas ramas como brazos levantados.
Kevin miró fijamente a Mike.
– ¿Cómo vamos a hacerlo? Hay cuatro o cinco escalones en la entrada principal. Aunque el camión pueda pasar por la puerta, nunca podrá subir los escalones.
Mike señaló a Dale y a Harlen.
– ¿Os acordáis que cuando el año pasado desmontaron el viejo pórtico del oeste, amontonaron unas gruesas tablas junto al depósito de desperdicios?
– Yo sí -dijo Harlen-. Estuve a punto de caer encima de ellas hace unas pocas semanas.
– Pues las colocaremos en la entrada principal de la escuela antes de que entréis. Como una especie de rampa.
– Como una especie… de rampa -le imitó Kevin, mirando el camión cisterna de cuatro toneladas de su padre. Cada vez que un relámpago rasgaba el cielo, lo cual era ahora casi continuo, la enorme cuba de acero inoxidable reflejaba el centelleo-. Debéis de estar tomándome el pelo -dijo, sin dirigirse a nadie en particular.
– Vamos allá -dijo Dale. Empezaba ya a bajar la cuesta hacia el colegio, dejando a los otros atrás-. ¡Vamos!
No había señales del coche de su madre. Todas las luces estaban apagadas en esta parte del pueblo. Sólo Old Central parecía resplandecer con la misma luz enfermiza que iluminaba el interior de las nubes.
Mike dio una palmada en la espalda de Harlen, hizo lo propio con Kevin y trotó hacia la casa de Dale. Éste se había detenido en el otro lado de la calle, mirando a su amigo. Mike oyó que le gritaba algo, pero las palabras fueron ahogadas por el siguiente trueno. Podían haber sido «suerte». O posiblemente «Adiós».
Mike agitó una mano y bajó al sótano de los Stewart.
Dale esperó con impaciencia a Jim Harlen durante medio minuto y entonces subió corriendo por el camino enarenado.
– ¿Vienes o no?
Harlen estaba buscando algo en el cobertizo del camión de Grumbacher.
– Kev dijo que había algunas cuerdas… ¡Oh!, aquí están. -Descolgó dos gruesos rollos de cuerda de unos clavos en los pares-. Apuesto cualquier cosa a que tienen ocho metros de largo cada una.
Se colgó en bandolera los voluminosos rollos sobre los hombros y el pecho.
Dale se volvió en redondo, disgustado. Empezó a correr a través del oscuro patio de recreo, sin preocuparse de que Harlen pudiese seguirle. Lawrence estaba allí, en alguna parte. Como Duane…
– ¿Para qué diablos quieres las cuerdas? -preguntó a éste, Harlen al alcanzarle jadeando después de la corta carrera.
– Si vamos a entrar en ese maldito colegio, quiero tener una manera de salir de él menos violenta que la última vez.
Dale sacudió la cabeza.
El viento arrancaba ramas, que cayeron a su alrededor cuando pasaron por debajo de los olmos. La hierba corta del campo de juego estaba como aplastada por una mano enorme e invisible.
– Mira -murmuró Harlen.
Por todas partes se veían ahora las aristas levantadas por las criaturas excavadoras: abultamientos del suelo que serpenteaban y se cruzaban, tallando en las dos hectáreas y media del patio de recreo una loca geometría de ondas.
Dale metió la mano debajo del cinturón y sacó una pistola de agua, sintiendo al mismo tiempo lo tonto que era hacer eso. Pero se guardó la linterna de Boy Scout en el cinto y sostuvo la pistola de agua con la mano izquierda y la Savage con la derecha.
– ¿Tienes agua mágica de Mike? -murmuró Harlen.
– Agua bendita.
– Lo que sea.
– Vamos -susurró Dale.
Se inclinaron contra el fuerte viento. El cielo era una masa de hirvientes nubes negras perfiladas por la luz verdosa de los relámpagos. Los truenos retumbaban como fuego de cañón.
– Si llueve, esto que Kevin piensa hacer se irá al carajo.
Dale no dijo nada. Pasaron por delante del porche del norte y se pusieron debajo de las ventanas cerradas con tablas. Dale advirtió que el viento había arrancado las de la ventana de vidrios de colores de encima de la entrada; pero estaba demasiado alta para que pudiesen alcanzarla, y doblaron la esquina noroeste pasando junto al depósito de basura donde Jim había permanecido inconsciente durante diez horas, y se internaron en la sombra del lado norte del enorme edificio.
– Aquí están las tablas -jadeó Harlen-. Coge una y la colocaremos sobre los peldaños de la entrada, como ha dicho Mike.
– Vaya tontería -dijo Dale-. Enséñame la entrada que has dicho que conocías.